Opinión

Santa Rita

Ángel Luis López Barrios | Lunes, 7 de Enero del 2019
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Ángel Ortega sobrevive al medio siglo de existencia; el gris predomina en su entorno capilar, tanto en su encrespada cabellera como en su descuidada e incipiente barba. Aquella mañana acepta gustoso la invitación que diariamente le hace la calle Doña Crisanta Moreno para dar un paseo a pie. Muy temprano camina calle abajo, hasta la frontera, donde el paisaje natural sustituye a las grúas, los ladrillos y los carteles de “CONSTRUCCIONES JULIÁN ARRIBAS”. En el serpenteante camino bordeado de las primeras hierbas salvajes espera pacientemente que brote del horizonte ese círculo anaranjado que se adorna de tintes ocres en un perfecto bucle de armonía y luminosidad; no deja de asombrarle esa explosión de luz tan repentina, esa sorpresa de colores; pero el momento es corto, y en poco tiempo, el disco amarillo del sol se adueña de todo el paisaje.

Vuelve por la calle de la Paz, enlazando con la pequeña travesía del Progreso a su casa; una taza caliente de té con canela le espera. Coloca en el compact las Variaciones Goldberg de Bach que interpreta Glenn Gould y se deja llevar.

En la cocinilla frente al amplio ventanal, observa atento como su esposa, junto al caballete, pinceles en mano, trata de captar la esencia de los membrillos, modelos inertes colgados de las ramas del joven árbol del patio, en una acuarela. Se dirige a ella con voz cálida intentando iniciar una conversación.

       

 —¿Recuerdas?  —le dice—, todavía no nos conocíamos. Allá por el año mil novecientos setenta y tantos. Unas jornadas, sobre la cultura en Tomelloso, que organizaba la Asociación “Mancha Libre” en Santa Rita. Sí, esa casa de viñas que hay en el Kilómetro 3 de la carretera de la Ossa, con unos pinos enormes junto a ella y rodeada de olivos. Álvaro Candelas había hecho una pintada la noche anterior, justo en el pareazo principal: 

«Quien no es revolucionario a los veinte años no tiene corazón, y quien sigue siéndolo a los cuarenta, no tiene cabeza».


  

        

Con esta cita a la espalda, Antonio López Torres, nos explicaba a los primeros asistentes, que la luz es la principal materia prima de la que dispone Tomelloso:       

«La luz es un habitante más del paisaje; se observa, se admira y se descubre siempre con amor».

Hablaba mientras en su lienzo perfilaba pequeñas manchas de color blanco, que enseguida se convertían en casas de campo en la lejanía. Tú lo escuchabas embobada, mientras mirabas sus ojos grises y la fragilidad de sus movimientos para dejar plasmados en la tela, el aire y la temperatura de ese momento.

Después vinieron las gachas para el almuerzo y comenzó a llegar un aluvión de  invitados más. Marcelino Grande daba las últimas pinceladas a ese retrato de niña sentada en una silla con los brazos hacia atrás y las manos sujetando la parte superior del respaldo construido con la geometría de irregulares cilindros de madera, la mirada hermosa, resolviendo la perspectiva del infinito. 


        

Creo que era finales de febrero, porque cerca de la casa había dos almendros con flores de azahar en sus ramas. Eladio Cabañero nos habló de la palabra, de la solidez de la palabra, de la verdad de la palabra, cuando se convierte en verso:“Qué hueco más profundo es la esperanza.

  «Qué cubicado modo de quererte
  Estar aquí pensando:
  “tengo que reunir unas palabras
  Para escribir lo poco que le escribo"».

Un poco inquieto, Ángel Ortega, percibe que su mujer, concentrada en su labor, no le presta ni la más remota atención, pero los recuerdos siguen acudiendo a su cabeza a gran velocidad y continúa su monólogo.

    

—Traté de ponerme cerca de ti antes de la comida, mientras admirabas los cacharros de barro que habían preparado las jóvenes de la asociación para recaudar fondos. En la sobremesa, Pedro Casero jugó una partida de ajedrez contra Columbiano. Francisco García Pavón, con su habitual parsimonia, elogió el verbo florido y costumbrista de los tomelloseros que habían sido su fuente de inspiración tantas veces y nos leyó su cuento republicano “Paulina y Gumersindo”. Se me encogió el corazón en el pecho al escuchar el último párrafo:

«Fue un entierro sin llantos, sin palabras. Cuando sacaron la caja al coche que aguardaba en la calle, Paulina, ante el asombro de todos, echó a andar tras el féretro. Los curas la miraban embobados sin dejar de cantar. Nadie se atrevió a disuadirla. Iba sola delante del duelo, con las manos cruzadas, pañuelo de seda negro en la cabeza y los ojos fijos en el arca de la muerte. Así llegó hasta la esquina de Martos con Independencia. Cuando el coche dobló hasta la plaza, ella se quedó en la esquina y, como siempre, levantó el brazo».

Margarita García recitó unos alejandrinos preciosos llenos de emotividad, José María Huertas amenizó la tarde con su guitarra y sus canciones de “Lole y Manuel” en tanto que Manolo Buendía lo inmortalizaba en una graciosa caricatura. Francisco Rosado fumaba un “bisonte” sentado junto a una pila de ejemplares de “Cuadernos Manchegos”. Un grupo de jóvenes entonaba melodías sudamericanas de Atahualpa Yupanki.

«Un degüello de soles muestra la tarde,
 Se han dormido las luces del pedregal,
 y animando la tropa, dale que dale,
 el arriero va, el arriero va».

La caída del sol enrojeció la tarde intentando quemarla, el horizonte se desintegró en el estallido del ocaso; el silbido de una ráfaga de viento ponía una suave música de fondo.En una breve pausa, 

Ángel Ortega observa cómo su compañera artista, ausente de su discurso, pelea para encontrar el tono verde de las hojas de su árbol entre los colores esparcidos sobre la paleta. Después su memoria, vuelve a activarse y prosigue, ahora susurrando:

       

 —Más tarde, las despedidas. Solo un grupo de escogidos nos quedamos a disfrutar de la luna llena que nos amenazaba. Te había visto marchar en un “dos caballos” azul, sonriendo a tus amigas, mientras me señalabas con la mirada. Llegué junto a la lumbre, el rojo de la llama quería sobreponerse al blanco de las cenizas de cepas y sarmientos. Félix Grande recostado en el hastial de la casa, contaba a “Antoñito” López García cómo su abuelo “Palancas” había vencido al hombretón de la Solana en un singular tiragarrotes. Paseé silencioso bajo la luz celeste, aderezada con blanquecinas briznas lunares. Mi conciencia parecía entrar en otra dimensión y rememoraba tu sonrisa, tu gesto de alegre de complicidad como presagiando que volverías más tarde. Siempre me has dicho que habías regresado para recoger un libro olvidado, pero yo sé que viniste por mí, para quedarte a mi lado y envejecer juntos.

Ensimismado en sus pensamientos —Ángel Ortega— se sorprende cuando su cónyuge aparta la vista de la acuarela mientras se despoja de las gafas y la bata manchada de gris para decirle:

—Era “El Astillero” de Juan Carlos Onetti.

—¿Cómo dices?

—El libro que me dejé olvidado. Don Félix nos estaba mandando trabajos sobre las novelas del “boom” de la narrativa sudamericana. Por cierto no has dicho nada sobre él, estaba allí con don Jesús preparando el montaje de su próxima obra de teatro.

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