Opinión

Las botas de goma

Rafael Toledo Díaz | Jueves, 7 de Febrero del 2019
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Los charcos se parecen a los recuerdos infantiles, en esos dos espacios tan diferentes puedes reflejarte.

Todavía era de madrugada, pero en la lonja del pescado ya había una actividad frenética. La jornada comenzaba entre gritos y ajetreo, parecía una locura que allí pudieran entenderse. Los asentadores ofrecían el género voceando, negociaban sus productos con los pescaderos que removían cajas de sardinas, de pescadillas o de merluza escogiendo toda clase de pescado. Mientras tanto, los mozos arrastraban  enormes peces espada, unicornios de mar desmochados, ya sin elegancia y camino de mesas exquisitas, como las langostas que aún se movían perezosamente ignorantes de su desdichado destino. 

También trasladaban de un lugar a otro atunes de tamaño considerable y, las mallas de almejas y mejillones negros como el azabache se ordenaban en lotes. Cada amanecer se realizaba un disparatado trasiego de mercancías desde las cámaras frigoríficas hasta los camiones de reparto. 

La lonja fría y desangelada era un puro charco, por los regueros corrían mezcladas el agua del hielo deshecho y los restos de sangre de limpiar la tripa de algunos pescados. Todos los asistentes se protegían de la humedad con unas enormes botas de goma, algunas de color negro y otras más modernas de color verde oscuro, eso y enormes mandiles de finas rayas de color negro y verde, tonos que marcaban la uniformidad de la indumentaria en general.

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Luego, al llegar a casa, aquel pescadero se quitaba las botas y dejaba ver unos gruesos calcetines de algodón con un color indefinible. Al calor del brasero el vapor de aquellos calcetines desprendían una tufarada desagradable y particular. Aquella sensación quedó impregnada en su memoria infantil y, le acompañó tanto tiempo, que se acostumbró. Entre otras cosas, ese efluvio maloliente y desagradable le recordaban siempre el esfuerzo y la dura tarea de su progenitor.

Ahora, después de muchos años visitaba una vez más la capital. Madrid era una amplia exposición de modas y tendencias, el otoño ofrecía de nuevo sus productos de temporada, también en calzado. Sin saber por qué, se acercó a aquel escaparate repleto de color, eran botas de goma de diferentes tamaños y colores, personalizadas, tuneadas como se dice ahora. Botas amarillas, rosas, verdes o azules, con dibujos o florecillas, un derroche de matices para un otoño raro. Había llegado la estación de las lluvias y, sin embargo, ni hacía frío ni se atisbaba una sola borrasca en el mapa. Si había algún charco en las calles eran los restos del baldeo de los camiones del ayuntamiento.

Deambulando por el centro de la capital pudo observar que muchas féminas calzaban botas como las del escaparate, tal vez incitando a la lluvia, invocándola quizás. Pero a pesar de la provocación que le producía esa excentricidad, sólo especuló en cómo olerían los calcetines de aquellas damas después del largo paseo. De aquel fétido olor de la infancia apenas recordaba nada, pero el  irrelevante episodio de aquella tarde le traía a la memoria imágenes de su padre quitándose aquellas enormes botas de goma.

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