Opinión

La Danzarina de las vías

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 16 de Febrero del 2019
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Eran las doce treinta de un día de febrero. Multitudes de hilos de aire frío con prisas se deslizaban desde el noreste y nos aclaraban las ideas con la frescura de sus  envites. El ínfimo número de gente, que aguardábamos en la estación, estiraba las solapas de los chaquetones, a la vez que encogía el cuello con la intención de resguardar la cara del viento insistente en repartir constipados a unos y otras.

En la marquesina acristalada del sur una señora mayor, gafas doradas, grandes, cristales entre el marrón de la tierra y el amarillo de sus anillos, tiraba de una  maleta pequeña, cuyas ruedas traqueteaban saltando por las onzas cuadradas de las baldosas; me recordaron el “clas-clás, clas-clás” de las locomotoras a vapor de antaño. Su piel que otrora fue tersa y posiblemente deseada por amores de ensueño, ahora quedaba flácida, excesiva. Su porte era el de una señora educada y respetuosa; consciente de su dignidad y módicamente celosilla por la juventud perdida.

Otro señor con algo parecido a un teléfono móvil  antiguo, regalado por algún nieto, dado el color que todavía permanecía terco en algunos rodales de la carcasa, intentaba una y otra vez, apretando los botones, que la pantalla le respondiera a las intenciones, que vagaban por su mente. Dados los gestos de sus ojos, boca y frente percibimos que no se entendían bien los dos. Insistía el señor apretando y manteniendo los dedos en lo que pensaba eran los mandos, pero el resultado seguía siendo inútil. Haciendo un esfuerzo titánico por no tirar el aparto a las vías, en venganza de su desobediencia, sacó del bolsillo una como funda de plástico irisado, lo introdujo en el artilugio y lo guardó en el bolso de piel simulada, que un día le regalaron al volver de la feria.

Un chico en torno a los veinte y algunos, con miopía evidente, entornaba los ojos intentado descubrir el horario de llegada del tren, que le regalaría la presencia de su chica enamorada, para el cercano San Valentín y su fiesta. Se removía inquieto, como azorado por la lentitud del tiempo y la parsimonia del tren. Necesitaba de urgencia la presencia de su amor.

Se acerca un convoy, no parece dispuesto a detenerse, utiliza diesel para su faena, es lento, y… no de viajeros. Arrastra multitud de vagones de carga y cisternas de algún producto líquido. Todos lo seguimos con la vista y nuestras cabezas girantes como si se tratara de un partido de tenis a cámara superlenta.

En la marquesina de enfrente de cara al sol y resguardada del aire terco, que no cesa, hay una maleta, un esqueleto de carrito de la compra portando una bolsa de viaje sujeta por unas gomas con ganchos. En el banco duro y rugoso de cemento, extendida a lo largo una manta amarilla con tiras de colores claros naranjas y ocres. De pie: La Danzarina.

Una mujer de unos cincuenta  años, pelo rubio teñido, cazadora de plástico imitando marca famosa, pantalón cómodo de puesto de mercadillo. Lleva rato moviéndose de acá para allá. Nadie percibe extrañeza al primer golpe de vista. Yo llevado por mi necesidad de conocer detalles (dicho delicadamente, en manchego “bacinear”), aguanto la mirada observante. No se pasea por contrarrestar el frío tedioso, está marcando pasos de baile. Avanza unos metros a ritmo de pasodoble, vuelve con ritmo de chacha-chachá, al momento moviendo de bachata, después con evoluciones de desfile carnavalero; más tarde simula, que tiene un micrófono en la mano y sus gestos reflejan al mejor cantante en pleno concierto.

Va, vuelve, gira, avanza, se detiene junto al banco al que ha reducido su inhumanidad con la manta, decide tumbarse y no con movimientos vulgares, no; al estilo de las afamadas damas del celuloide en las películas edulcoradas de amores mustios; minutos después simula ser la maja vestida de Goya, disfrutando del sol caliente en su cara mientras toma aliento, para seguir con su danza.

Mientras, la vida continúa. El señor del móvil y la señora de la maleta ya subieron hace rato a su tren. El enamorado recogió con un abrazo y un beso largo a su querida chica. Yo también debo irme.

La Danzarina, ajena a los trasiegos  veloces de los trenes que van y vienen, de los viajeros que suben y bajan, de los convoyes transportando mercancías, continúa con su festival de disfrute.

Sabe que varios ojos la observan desde que la descubrieron. Ve los movimientos de los labios criticando y comentando la desfachatez de su comportamiento. Escucha las risas picarescas producidas por chistes a su costa y las sentencias que la califican de loca o harta de mosto.

Pero… ¿Qué importa? ¿No puedo marcarme unos pasos al sol y a la vez disfrutar del escenario natural que tengo enfrente? ¿Por qué las críticas ajenas van a marcar mi comportamiento? ¿Molesto, irrito, provoco, doy mal ejemplo?

Ser único, diferente, distinto, pensante, ajeno, observador, disfrutante. Libre de la presión social. ¡Qué felicidad!

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