Eran las doce treinta de un día de febrero. Multitudes
de hilos de aire frío con prisas se deslizaban desde el noreste y nos aclaraban
las ideas con la frescura de sus envites.
El ínfimo número de gente, que aguardábamos en la estación, estiraba las
solapas de los chaquetones, a la vez que encogía el cuello con la intención de
resguardar la cara del viento insistente en repartir constipados a unos y
otras.
En la marquesina acristalada del sur una señora mayor,
gafas doradas, grandes, cristales entre el marrón de la tierra y el amarillo de
sus anillos, tiraba de una maleta
pequeña, cuyas ruedas traqueteaban saltando por las onzas cuadradas de las
baldosas; me recordaron el “clas-clás, clas-clás” de las locomotoras a vapor de
antaño. Su piel que otrora fue tersa y posiblemente deseada por amores de
ensueño, ahora quedaba flácida, excesiva. Su porte era el de una señora educada
y respetuosa; consciente de su dignidad y módicamente celosilla por la juventud
perdida.
Otro señor con algo parecido a un teléfono móvil antiguo, regalado por algún nieto, dado el
color que todavía permanecía terco en algunos rodales de la carcasa, intentaba
una y otra vez, apretando los botones, que la pantalla le respondiera a las
intenciones, que vagaban por su mente. Dados los gestos de sus ojos, boca y
frente percibimos que no se entendían bien los dos. Insistía el señor apretando
y manteniendo los dedos en lo que pensaba eran los mandos, pero el resultado seguía
siendo inútil. Haciendo un esfuerzo titánico por no tirar el aparto a las vías,
en venganza de su desobediencia, sacó del bolsillo una como funda de plástico
irisado, lo introdujo en el artilugio y lo guardó en el bolso de piel simulada,
que un día le regalaron al volver de la feria.
Un chico en torno a los veinte y algunos, con miopía
evidente, entornaba los ojos intentado descubrir el horario de llegada del tren,
que le regalaría la presencia de su chica enamorada, para el cercano San
Valentín y su fiesta. Se removía inquieto, como azorado por la lentitud del
tiempo y la parsimonia del tren. Necesitaba de urgencia la presencia de su
amor.
Se acerca un convoy, no parece dispuesto a detenerse,
utiliza diesel para su faena, es lento, y… no de viajeros. Arrastra multitud de
vagones de carga y cisternas de algún producto líquido. Todos lo seguimos con
la vista y nuestras cabezas girantes como si se tratara de un partido de tenis
a cámara superlenta.
En la marquesina de enfrente de cara al sol y
resguardada del aire terco, que no cesa, hay una maleta, un esqueleto de
carrito de la compra portando una bolsa de viaje sujeta por unas gomas con
ganchos. En el banco duro y rugoso de cemento, extendida a lo largo una manta amarilla
con tiras de colores claros naranjas y ocres. De pie: La Danzarina.
Una mujer de unos cincuenta años, pelo rubio teñido, cazadora de plástico imitando
marca famosa, pantalón cómodo de puesto de mercadillo. Lleva rato moviéndose de
acá para allá. Nadie percibe extrañeza al primer golpe de vista. Yo llevado por
mi necesidad de conocer detalles (dicho delicadamente, en manchego “bacinear”),
aguanto la mirada observante. No se pasea por contrarrestar el frío tedioso,
está marcando pasos de baile. Avanza unos metros a ritmo de pasodoble, vuelve
con ritmo de chacha-chachá, al momento moviendo de bachata, después con evoluciones
de desfile carnavalero; más tarde simula, que tiene un micrófono en la mano y
sus gestos reflejan al mejor cantante en pleno concierto.
Va, vuelve, gira, avanza, se detiene junto al banco al
que ha reducido su inhumanidad con la manta, decide tumbarse y no con movimientos
vulgares, no; al estilo de las afamadas damas del celuloide en las películas
edulcoradas de amores mustios; minutos después simula ser la maja vestida de
Goya, disfrutando del sol caliente en su cara mientras toma aliento, para
seguir con su danza.
Mientras, la vida continúa. El señor del móvil y la
señora de la maleta ya subieron hace rato a su tren. El enamorado recogió con
un abrazo y un beso largo a su querida chica. Yo también debo irme.
La Danzarina, ajena a los trasiegos veloces de los trenes que van y vienen, de
los viajeros que suben y bajan, de los convoyes transportando mercancías,
continúa con su festival de disfrute.
Sabe que varios ojos la observan desde que la
descubrieron. Ve los movimientos de los labios criticando y comentando la
desfachatez de su comportamiento. Escucha las risas picarescas producidas por
chistes a su costa y las sentencias que la califican de loca o harta de mosto.
Pero… ¿Qué importa? ¿No puedo marcarme unos pasos al
sol y a la vez disfrutar del escenario natural que tengo enfrente? ¿Por qué las
críticas ajenas van a marcar mi comportamiento? ¿Molesto, irrito, provoco, doy
mal ejemplo?
Ser único, diferente, distinto, pensante, ajeno,
observador, disfrutante. Libre de la presión social. ¡Qué felicidad!
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Miércoles, 27 de Marzo del 2024
Jueves, 28 de Marzo del 2024
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