Opinión

Andrés Buena-persona (4)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 6 de Abril del 2019
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Además de mandadero (habría que decir mejor “mandaero”, igual que decimos “ataero” y no atadero a la cuerda que ata algo) mi vecino tiene buena mano con los niños.

Contrariamente a lo que podría indicar su apariencia física con la barba, pelo siempre asomando por debajo de la boina, boca incompleta de dientes, vestimenta negra y garrota en la mano, tufillo a hollín de chimenea, Andrés  tiene algo que atrae a los niños, posiblemente su bondad natural que los infantes descubren antes que los mayores. Andrés vivió toda su vida el estado de soltería, no sé si por opción personal o por falta de ocasión casamentera, lo cual no le dio opción a paternidad.

Si alguna madre del entorno  por el quehacer que le está dando el “nifo” (niño de no muchos años), llama a mi vecino; enseguida se acerca a la casa y se hace cargo del muchacho, lo coge de la mano y se lo lleva a dar un paseo largo, para que a la vuelta “quede rendido” y duerma toda la noche; a veces aprovecha el momento y como si pasara por allí…,  hace una visita a algún alma caritativa, que tenía pendiente, la cual después de interrogarlo sobre los padres del chiquillo y charlar un rato en la puerta entreabierta, le da un papel que envuelve algo por lo que surge el consabido “Dios te lo pague” de boca del receptor.

En alguna ocasión he observado que si la muchacha de la Lola no se duerme, y no puede atenderla, porque está en la tienda despachando, Andrés pasa hasta la cocina, toma una silla, la arrima al “fuego”, así se llamaba en mi pueblo el espacio embaldosado con filo de hierro, que dividía el recinto donde ardía la lumbre del resto del espacio.

Se sienta al calor del hogar en una silla baja, deja la garrota apoyada en la pilastra (la columna que baja desde la cornisa, recorriendo la pared hasta llegar al suelo) al lado del fuelle, el que abrillanta las ascuas; remueve las brasas con el badil, toma a la niña en brazos, que también se llama Dolores, como su madre.

La acurruca en su seno, la envuelve con la blusa que por ancha, sobra a su cuerpo, mece a la criatura y  arrullando canta suavemente la canción “Angelitos negros” de Antonio Machín: “Pintor nacido en mi tierra con el pincel extranjero…”. La niña comienza a parpadear de tiempo en tiempo. “…aunque la Virgen sea blanca, píntame angelitos negros”. Por fin queda dormida en sus brazos, Andrés lo percibe, baja el volumen de su canto y termina: “… pero nunca te acordaste de pintar un ángel negro”. 

Cuando la madre termina de despachar y conversar con la clienta, entra en la cocina y se encuentra a la niña durmiendo plácidamente y al cantante azorragado por el amor de la lumbre y la ternura de sus gestos.

Andrés es muy querido por todas las gentes del pueblo, ese cariño es recíproco; por su carácter, es muy difícil enfadarlo, prefiere abandonar la escena cuando toma tintes conflictivos alegando cualquier urgencia de último momento, lo que le evita tomar partido por ninguno de los contendientes.

Sin embargo cuando se trata de niños cambia. Aguanta bromas inocentes de los chiquillos conocidos, cuando éstos en plan de guasa le quitan la boina o le esconden su garrota. Hace como si corriera detrás de ellos intentando cogerlos,  mientras en sus andanadas de palabras a modo de regañina suave  les grita: “¡Troneras, venid aquí que os voy a dar para el pelo!”.

Si por el contrario son niñas hace lo mismo, pero en este caso incluye la palabra “guilopa”. No sé qué significa tal palabra en su mente. No debe ser insulto porque este vecino tan querido no la diría y menos a la “gente menuda”, como acostumbra a llamarlos. Se ríen todos con la escena, pero no de las personas. Los mayores comentan entre sí: “Este Andrés no deja parar a nadie, qué humor tiene”. Y al mismo tiempo hacen como si regañaran a sus “traviesos angelitos” diciendo: “Ya vale. Cualquier día se va a enfadar y os dará con la garrota”.

Cuando llega la feria  vienen al pueblo algunos forasteros en silla de ruedas, mancos, cojos, pidiendo limosna. Esto no gusta a Andrés. Los llamaba “pordioseros” (otra palabra rara en su vocabulario que yo no terminaba de entender); iban mal vestidos, con poca higiene, cara de mal genio y pasaban la noche en algún portal donde hubiese varias moradas de vecinos. Conociendo su carácter hubo un tiempo en que me extrañaba tal comportamiento. Algunos años después descubrí que no “hacía migas con ellos”, porque eran “la competencia”, es decir, la gente les daba limosnas, por lo tanto él debía compartir la generosidad de los dadivosos con los  foráneos.

También al cabo del tiempo descubrí el significado de tal epíteto. Los llamaban “pordioseros”, porque en sus peticiones de limosnas a los paseantes por la feria los acompañaban con el intento de respaldo de Dios, así, decían: “¿Me da usted una limosna, por Dios?”. Muchos rebuscaban en los bolsillos y la mayor parte de las veces surgía un patacón y lo depositaban en el sombrero mugriento, que hacía las veces de tragamonedas. En ocasiones si el pedido se hacía a algún tacaño o corto de parné, éste respondía: “Perdone usted por Dios, otra vez será”.

Mi amigo Andrés adolece de unos cálculos de riñón que lo baldan cada cierto tiempo y lo recluyen en su casa durante varios días. Quizás sea por eso o por el hipolaborismo que lo invade, no se le ha visto trabajar en faenas, que requieran bregar, como al resto de los habitantes.

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