Además de mandadero (habría que decir mejor “mandaero”,
igual que decimos “ataero” y no atadero a la cuerda que ata algo) mi vecino
tiene buena mano con los niños.
Contrariamente a lo que podría indicar su apariencia
física con la barba, pelo siempre asomando por debajo de la boina, boca
incompleta de dientes, vestimenta negra y garrota en la mano, tufillo a hollín
de chimenea, Andrés tiene algo que atrae
a los niños, posiblemente su bondad natural que los infantes descubren antes
que los mayores. Andrés vivió toda su vida el estado de soltería, no sé si por
opción personal o por falta de ocasión casamentera, lo cual no le dio opción a
paternidad.
Si alguna madre del entorno por el quehacer que le está dando el “nifo”
(niño de no muchos años), llama a mi vecino; enseguida se acerca a la casa y se
hace cargo del muchacho, lo coge de la mano y se lo lleva a dar un paseo largo,
para que a la vuelta “quede rendido” y duerma toda la noche; a veces aprovecha
el momento y como si pasara por allí…,
hace una visita a algún alma caritativa, que tenía pendiente, la cual
después de interrogarlo sobre los padres del chiquillo y charlar un rato en la
puerta entreabierta, le da un papel que envuelve algo por lo que surge el
consabido “Dios te lo pague” de boca
del receptor.
En alguna ocasión he observado que si la muchacha de la
Lola no se duerme, y no puede atenderla, porque está en la tienda despachando,
Andrés pasa hasta la cocina, toma una silla, la arrima al “fuego”, así se
llamaba en mi pueblo el espacio embaldosado con filo de hierro, que dividía el
recinto donde ardía la lumbre del resto del espacio.
Se sienta al calor del hogar en una silla baja, deja la
garrota apoyada en la pilastra (la columna que baja desde la cornisa,
recorriendo la pared hasta llegar al suelo) al lado del fuelle, el que
abrillanta las ascuas; remueve las brasas con el badil, toma a la niña en
brazos, que también se llama Dolores, como su madre.
La acurruca en su seno, la envuelve con la blusa que
por ancha, sobra a su cuerpo, mece a la criatura y arrullando canta suavemente la canción
“Angelitos negros” de Antonio Machín: “Pintor
nacido en mi tierra con el pincel extranjero…”. La niña comienza a
parpadear de tiempo en tiempo. “…aunque
la Virgen sea blanca, píntame angelitos negros”. Por fin queda dormida en
sus brazos, Andrés lo percibe, baja el volumen de su canto y termina: “… pero nunca te acordaste de pintar un ángel
negro”.
Cuando la madre termina de despachar y conversar con la
clienta, entra en la cocina y se encuentra a la niña durmiendo plácidamente y
al cantante azorragado por el amor de la lumbre y la ternura de sus gestos.
Andrés es muy querido por todas las gentes del pueblo,
ese cariño es recíproco; por su carácter, es muy difícil enfadarlo, prefiere
abandonar la escena cuando toma tintes conflictivos alegando cualquier urgencia
de último momento, lo que le evita tomar partido por ninguno de los
contendientes.
Sin embargo cuando se trata de niños cambia. Aguanta
bromas inocentes de los chiquillos conocidos, cuando éstos en plan de guasa le
quitan la boina o le esconden su garrota. Hace como si corriera detrás de ellos
intentando cogerlos, mientras en sus
andanadas de palabras a modo de regañina suave
les grita: “¡Troneras, venid aquí que os voy a dar para el pelo!”.
Si por el contrario son niñas hace lo mismo, pero en
este caso incluye la palabra “guilopa”. No sé qué significa tal palabra en su
mente. No debe ser insulto porque este vecino tan querido no la diría y menos a
la “gente menuda”, como acostumbra a llamarlos. Se ríen todos con la escena,
pero no de las personas. Los mayores comentan entre sí: “Este Andrés no deja
parar a nadie, qué humor tiene”. Y al mismo tiempo hacen como si regañaran a
sus “traviesos angelitos” diciendo: “Ya vale. Cualquier día se va a enfadar y
os dará con la garrota”.
Cuando llega la feria
vienen al pueblo algunos forasteros en silla de ruedas, mancos, cojos,
pidiendo limosna. Esto no gusta a Andrés. Los llamaba “pordioseros” (otra
palabra rara en su vocabulario que yo no terminaba de entender); iban mal
vestidos, con poca higiene, cara de mal genio y pasaban la noche en algún
portal donde hubiese varias moradas de vecinos. Conociendo su carácter hubo un
tiempo en que me extrañaba tal comportamiento. Algunos años después descubrí
que no “hacía migas con ellos”, porque eran “la competencia”, es decir, la
gente les daba limosnas, por lo tanto él debía compartir la generosidad de los
dadivosos con los foráneos.
También al cabo del tiempo descubrí el significado de
tal epíteto. Los llamaban “pordioseros”, porque en sus peticiones de limosnas a
los paseantes por la feria los acompañaban con el intento de respaldo de Dios,
así, decían: “¿Me da usted una limosna, por Dios?”. Muchos rebuscaban en los
bolsillos y la mayor parte de las veces surgía un patacón y lo depositaban en
el sombrero mugriento, que hacía las veces de tragamonedas. En ocasiones si el
pedido se hacía a algún tacaño o corto de parné, éste respondía: “Perdone usted
por Dios, otra vez será”.
Mi amigo Andrés adolece de unos cálculos de riñón que
lo baldan cada cierto tiempo y lo recluyen en su casa durante varios días.
Quizás sea por eso o por el hipolaborismo que lo invade, no se le ha visto
trabajar en faenas, que requieran bregar, como al resto de los habitantes.
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Martes, 24 de Junio del 2025
Jueves, 26 de Junio del 2025