Nos ubicamos en 1904. Reinaba Alfonso XIII mientras los liberales y conservadores se iban turnando en el poder en un sistema en el que era imposible achicar el agua. España era un país hundido en la miseria, con una situación internacional llena de heridas infectadas, una justicia antigua que aplicaba una legislación rancia y un sistema parlamentario que no tenía el menor interés por el bien colectivo.
En esta situación dos mundos irreconciliables partían la sociedad española. A un lado, la sociedad urbana, ansiosa de modernidad, frente a un mundo rural, incomunicado, inculto y anclado en tradiciones atávicas, donde el cacique era el absoluto monarca. Controlaba la alcaldía, al juez, representaba a la comarca en el parlamento y era el propietario de cuanto hubiera de productivo en la comarca. El cacique gobernaba sobre las hambres de una población a la que sometía a su yugo.
En estos años, se produjo lo que algunos llamaron el Crimen de Peñerudes. El asesinato de D. Francisco, cura de Peñerudes, una pequeña parroquia del concejo asturiano de Morcín (Oviedo). Un suceso entre tantos que, a pesar de lo truculento y del salvajismo desplegado por sus dos protagonistas pasó apenas desapercibido en la época en un contexto social más preocupado de otros asuntos, como las recientes pérdidas coloniales. Un asesinato en el que los asesinaores, en el momento del crimen, arremolinaban las características propias de todo crimen pueblerino en una suerte de encuentro entre la navaja, el vino y una profunda ignorancia o un sentido despreocupado de la vida ajena, por llamarla de alguna forma.
Esta es la versión que contaron los mismos presos, incomunicados como estaban, en el Imparcial de 12 de diciembre de 1904. Los dos hermanos nos explican el suceso con la naturalidad del que se arrima un cocido con una arroba de vino, y tras siesta y condumio, se va a bailar a la fiesta del pueblo de al lado:
“Verá, a nosotros no podía vernos porque decía que éramos muy desvergonzados y blasfemos. No contento con rebajar nuestra conducta desde el mismo púlpito, consiguió encarcelarme durante catorce meses, echándonos a mi hermano y a mi del pueblo, donde consiguió quitarnos las fincas que llevábamos en arrendamiento y expulsarnos de la casa que habitábamos, por su influencia con los dueños de las posesiones. Pero no tenían intención alguna de acortar la vida del párroco. Fue una casualidad. Por resentimientos que yo tenía con un minero que por Carnaval me maltrató y estuve un mes en cama, el jueves, día festivo, después de apurar bastantes copas, íbamos para casa, cuando nos encontramos con aquél en mitad de la carretera. Entonces echó a correr y nosotros tras él, y por fin conseguimos entrar en su casa, y allí le largamos un par de puñaladas, dándonos a la fuga. Para despistar a la Guardia civil nos internamos en Peñerudes, donde dormimos, con intención de marcharnos a Asturias. Cuando despertamos, oímos tocar las campañas, y dijimos, acordándonos del párroco, vamos a ver si lo encontramos. Echamos a andar, hallándole, por desgracia nuestra, frente al altar mayor-. Tras varios disparos, un buen tajo en la cabeza y diez o doce puñaladas, se fueron a casa del cura, para apoderarse de las armas buenas que sabían que tenían, por si acuciaba la necesidad de defenderse. Con el revuelo, los gritos, la gente empezó a arremolinarse y apareció la Guardia civil que, finalmente y tras el correspondiente tiroteo, los apresó. ¿La intención de Vds. era matar al sacerdote? -No señor; queríamos apuñalarle los ojos, dejándolo ciego, para castigar así el mal que nos hizo- (¡Ay, Dios mío!).”
Como resultado del proceso con jurado, se sentenció a muerte por garrote a Santiago y Camilo fue condenado a cadena perpetua por el asesinato del cura, y a siete y cuatro años de presidio mayor, respectivamente, por el robo.
Javier de León V, profesor titular de Derecho Penal y autor de Autor del libro "Ay, Dios Mío" (Universo de Letras, 2019) y José An. Montero, periodista.
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Martes, 3 de Diciembre del 2024
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