Opinión

Condena a muerte de dos inocentes: El crimen de Mazarete

Javier de León | Sábado, 1 de Junio del 2019
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¡Virgen santa! Entre la riña de Alhama, el homicidio de Tornos, la muerte a garrotazos del barbero de Segovia, la alevosa muerte del hijo de Bartolo, en Calahorra, de la violenta muerte de Zaragoza, el crimen de La Culebrina en Murcia, el crimen de la calle Lope de Vega en Madrid..., todos ellos crímenes acaecidos en apenas unos días del mismo calendario que por su frecuencia ya no atraían la atención del cronista atento al eco de aquellos sensacionales y levantadores de morbos ajenos, la muerte de el Aceitero exaltó los ánimos populares y, cómo no, los de la prensa.

¿Por qué debemos recordar el tristemente conocido por el crimen de Mazarete? Dicen que la Justicia no yerra, que son sus gentes y sus procedimientos, pero cuando se unen las tres, el resultado siempre es el mismo, el tormento del inocente, en cualquiera de sus variantes y con todos sus efectos. De entre todos los gazapos judiciales de principio de siglo, hubo uno que alcanzó fama por lo bien y ampliamente contado que fue, y no solo por la prensa; que tuvo tal transcendencia que hasta médicos forenses actuaron para salvar la vida de dos inocentes de aquel error judicial aciago. El llamado Crimen de Mazarete, que, a juicio de buenos entendedores, supo revivir sombras de nuestra Justicia que parecían enterradas de escribanos, soplones, golillas, alguaciles y corchetes, con todas las tradicionales lacerías, lacras descosidas y desgarrones de la curia española. 

El 24 de noviembre de 1902, apareció un cadáver en la carretera de Sigüenza a Molina. El hombre había recibido un disparo en el pecho. El día anterior lo había pasado en el pueblo ejerciendo su oficio de distribuidor de aceite y, por la noche, tras dar de comer a sus mulas, quedó en la posada para reposar. Debiéronle atrapar allí mientras estaba sumido en un reparador sueño. A la mañana siguiente, apareció su cadáver con un revolver de seis tiros de su propiedad a su lado. Inicialmente, se especuló con el móvil del robo de unas pesetas que traía el hombre de una venta en Madrid de un carro de huevos.

La posada Vista Alegre, donde se hospedó, era del Juez Municipal de Mazarete, Juan García Valero, hombre de recursos que servía al cacique de la zona, Calixto Rodríguez. Allí también pasaron la noche los dos camineros que, siendo madrugada, encontraron el cadáver de el Aceitero de Mantiel, Guillermo García, en la cuneta.

Pronto comenzaron los corrillos templadores de rumores y acechanzas sobre los líos de faldas y sus amores con el juego. Casado como estaba y con familia a la espalda, bebía los vientos por una moza del pueblo que no le correspondía. La causa fue clara, el suicidio. Que así fue lo conocemos y así quedaría demostrado gracias a los saberes de la ciencia y sus próceres, lo que no inhibió a los condenados de padecer los rigores de una justicia mal ajustada.

Entre tanto, el cadáver fue llevado al pueblo para realizar la autopsia, el Juez comenzó la toma de declaraciones y la Guardia civil comenzó sus averiguaciones. En unas horas, unos pobres desgraciados marchaban en cuerda hacia la cárcel de Molina, hasta catorce, pero no estaba entre ellos el Juez y posadero, sus hijos y respectivas mujeres, que a renglón seguido serían inculpados por el cabo de la Guardia civil, comandante de puesto. Pronto resolvió el caso, reprodujo el croquis de lo ocurrido y, de paso y según dicen, arregló unas cuantas cuentas pendientes. Parece ser que fueron muchos los cachetes que en aquellas horas distribuyó alegremente la Guardia civil de Maranchón para obtener las declaraciones pertinentes. Pero no debieron ser efectivos, que, en cuanto cejaron, los declarantes se desdijeron de todo lo que antes habían asegurado. Y hablo en plural porque no quedó claro la individual distribución de los premios otorgados.

Si el proceso duró poco, las deliberaciones del Jurado, doce ciudadanos del partido de Molina de Aragón, le vinieron a la zaga. Apenas hora y media de reflexión y un puñado de pruebas endebles, por no decir inexistentes, cobijadas en un sumario equivocado y un fiscal que hizo juramento de maldiciones a él y sus hijos si no era cierta la culpabilidad de los procesados, condenó a los que consideraron responsables a la última pena, sirvió para un veredicto de culpabilidad. Y no exagero. Imagine un Jurado atento a las disquisiciones del fiscal, y que este comienza su alegato final o informe en semejantes términos: “¡Caigan sobre mi, sobre mis hijos y descendientes, eternas maldiciones si yo no estoy convencido de la culpabilidad de esos hombres que se sientan en el banquillo!”. En resumen, retiró la acusación frente a los seis reos considerados cómplices, que fueron puestos inmediatamente en libertad, y reiteró la acusación por robo y homicidio de los considerados autores.

Como era normal en estos casos, el abogado, uno famoso de la capital, Gerardo Doval, inició la campaña para conseguir el indulto, y cosas del destino que a veces se cruza por los caminos del señor, el doctor Tomás Maestre la hizo suya revisando declaraciones, pruebas, huellas y el informe forense para llegar a una e inequívoca conclusión: el aceitero se había suicidado. Hasta publicó un libro con toda la investigación.

Dos años después tuvo lugar el juicio de revisión ante el Tribunal Supremo. El 19 de enero de 1905, la sentencia confirmaba la de la Audiencia y, con ella, la muerte de los reos. En junio se concedió el indulto y conmutó la pena a la de cadena perpetua, que tras nuevo indulto posterior les permitió salir en libertad el 3 de septiembre de 1906, con casi cuatro años de sufrimientos en el alma. ¡Y a ver quien les quitaba lo bailao!

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