Opinión

El crimen a navajazos de los Arroperos

Javier de León | Lunes, 1 de Julio del 2019
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“Corríjase de una vez la práctica del tormento vergonzoso para la nación y denigrante para la justicia”. Así comenzaba la crónica sobre el crimen de Carabanchel y las palizas que dió la Guardia Civil a los Arroperos en El País del 31 de marzo de 1903. 

En la madrugada del 24 de agosto de 1901 se recibió un aviso telefónico en el gobierno civil de que en el pueblo de Carabanchel se había cometido un crimen. La criada de Agustí, tras nos saber nada de él durante todo el día encontrar la puerta abierta, salió a la calle, contó a unos vecinos sus temores y todos juntos se dirigieron a dar parte a la Guardia Civil.

A las dos de la tarde, el cartero, según tenía costumbre, llamó a la puerta de la casa y como no obtuvo contestación dejó la correspondencia en el zaguán. Transcurrida la tarde y en las primeras horas de la noche, entró la sirvienta a llevarle la comida, y como encontró la puerta abierta y ninguna respuesta ante sus insistentes llamadas, salió a la calle y contó a unos vecinos sus temores y todos ellos se dirigieron a dar parte a la Guardia Civil.

Al entrar las autoridades en la habitación las autoridades encontraron un cajón abierto, ropas en desorden, algunas con sangre y un arca abierta. Dentro de ella, un revólver descargado, seis cápsulas y un escobillón: tres talegos de calderilla vacíos, escrituras de la casa, recibos de cuenta corriente en el Banco, una póliza de un seguro de incendios y un libro de cheques al que habían cortado uno por valor de 24.500 pesetas.

En un cobertizo, al fondo del corral destinado a saladero, encontraron el cadáver de Agustí en un gran charco de sangre ya coagulada con dos heridas de arma blanca, una mortal debajo de la clavícula izquierda y otra transversal en la cara. En las manos, algunas heridas de lo que pudo ser una lucha con su agresor. 

Durante días fueron incesantes las diligencias y la toma de declaraciones, pero no había ni rastro de los autores hasta que el día 31 las declaraciones de un zagal dieron un vuelco a la investigación.

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Ante el juzgado se presentó el presidente de la Diputación, y al parecer cacique del pueblo, con un muchacho de catorce años, llamado Vicente Castán, hijo del sereno de Carabanchel que señaló como culpables a Felipe y Gregorio Pacheco, apodados los Arroperos, que fueron detenidos junto con sus mujeres, Josefa Marín y Paula Mingo.

Con la debida autorización del juez, el teniente de la Guardia Civil, Blasco de Toro, pasó una noche larga con Gregorio decidido a saber la verdad. Al final cantó: ocho días antes, el día del crimen, a las siete de la mañana fue, en unión de su primo Felipe y el tío Pacitos, a casa del sr. Agustí para comprar huesos. Estuvieron también en la corraliza para sacar el estiércol, y al retirarse sobre las doce, vio a su primo Felipe hablando a la puerta de la casa del crimen con un sujeto desconocido. Allí debió concertarse el robo, volviendo a la casa entre la una y dos de la tarde. Gregorio quedó apostado en la puerta de la calle Empedrada, y el tío Pacitos en la corraliza de donde sacaban el estiércol. Felipe, Gregorio y el desconocido entraron en la casa de Agustí para negociar la compra de embutidos. De pronto se oyó un grito y vio caer a Agustí con las dos heridas que le produjeron la muerte. El terror no le dejó hacer otra cosa que huir, escondiéndose en su casa, antes vio a los asesinos llevarse una gran cantidad de billetes, producto del robo, tras un minucioso rastreo de la casa.

El crimen se había cometido con una faca de grandes dimensiones y una navaja de las llamadas de lengua de vaca. La primera de estas armas era propiedad del desconocido al que, tras ver unas fotografías, identificó como el suicida Muela.

Felipe hizo lo propio, echando la culpa a Gregorio y al desconocido. Todo fueron confesiones de culpabilidad cruzada de Felipe a Gregorio y de Gregorio a Felipe.    

El 4 de septiembre de 1901 se envió a la Audiencia el rollo del sumario, en el que constaban como procesados Felipe y Gregorio Pacheco, el tio Pacitos y su mujer. La vista se celebró el 30 de marzo de 1903, con la solicitud del fiscal de la pena capital para los Arroperos, sus mujeres y el tío Pacitos. La calificación definitiva fue de robo, con ocasión o motivo del cual resultó homicidio, conforme al art. 516.1º del Código Penal, con la agravante de haber cometido el delito en la morada de la víctima, la de alevosía y abuso de superioridad.

Desde el inicio de la vista, corrió el rumor de que las confesiones de los imputados habían sido obtenidas a vergajazos y por el uso de baquetas entre los dedos de las manos esposadas, por la Guardia civil.

En la vista oral, Felipe, Gregorio y el tío Pacitos mantuvieron que todo cuanto habían manifestado fue porque se vieron obligados a ello por los malos tratos de los civiles, que en posterior testifical negaron la existencia de tales tratamientos. 

El tamaño interés generado por la prensa durante los días de la investigación, se convirtió en mudo silencio tras la celebración de la vista oral. Otros asuntos entretenían las planas de los diarios. Gregorio, Felipe y el tío Pacitos, fueron condenados a muerte, pero la gracia del indulto solo alcanzó a Felipe, que lo fue el viernes santo de 1904, en el acto de Adoración de la Cruz. Mucha atención, en cambio, recibió aquel acto, pues se consideraba por la opinión pública que Felipe debiera haber sido el último merecedor del perdón. Pocos días después de la diatriba social sería el ministro de Gracia y Justicia el que concedió el indulto a los dos miserables. Sánchez de Toca firmó sendos indultos que fueron publicados en la Gaceta de 6 de abril de 1904. Los huesos de aquellos tres infelices se pudrirían en la cárcel por los siglos de los siglos. ¿Y de los malos tratos? Esa era otra historia...

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