Opinión

El fantasma (3)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 19 de Octubre del 2019
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Había sonado ya el segundo toque de misa y estaba a punto el tercero, cuando apareció Don Máximo, el cura, tapado hasta los ojos con el manteo y bonete bien ajustado. A lo lejos observó la presencia de varias personas en el losado y se sorprendió de que permanecieran allí con el frío que corría. 

Dentro del templo, pensó, estarían más a gusto, aunque la iglesia no tiene calefacción; llevado por su impenitente manía de juzgar y reprender a sus files, asistieran o no al templo; se decía a sí mismo que nunca iba a poder convertir a aquellos parroquianos, no eran capaces de orar unos instantes antes de la misa, sino que se esperaban charlando entre ellos hasta el instante del comienzo de los sagrados oficios.

Aunque los municipales (así llamaban con apelativo más corto a los guardias municipales entre los vecinos) insistían para que los curiosos no se detuvieran en las inmediaciones del suceso, les resultaba imposible; ya se había formado un corro en torno al difunto. 

Era necesario mantener “incólume el escenario del crimen” insistían continuamente, pero ya se sabe, el interés por conocer la última noticia es beligerante en cualquier mente y más con lo que se estaba observando. Algún nifo que otro también había llegado con el cartapacio al hombro pensando en disfrutar de la nieve antes de entrar en la escuela y se habían encontrado con el notición de la mañana

El párroco subió los tres escalones hasta lo alto del losado, se acercó a los presentes y observó la escena, atónito, no podía creer lo que allí había. “Por Dios y todos los santos del cielo, ¿qué es esto?”.  Un observador de los allí congregados y no muy amigo de los tonsurados, apostilló con tono ocurrente: “Me da la impresión que no es una boda”. A lo que algunos soltaron un bufido ocultando la risa; la María (asistenta del cura) lo reprendió con una mirada fulminante por el poco respeto al ensotanado. 

Don Máximo  se acercó a las autoridades presentes y les lanzó una andanada de preguntas sin esperar respuestas y mirando alternativamente a unos y otros: “¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Quién ha osado matar a una persona en terreno sagrado delante de una iglesia y dejar al difunto con la postura de un cristo crucificado? ¿Quién es el difunto? ¿Dónde está la familia? ¡Apártense que le doy los óleos! ¡Juan Andrés, tráete los óleos que le administremos la Santa  Extremaunción cuanto antes”!

Se calló el buen señor para poder respirar, tiempo que aprovechó Jenaro, escribiente del ayuntamiento, allí presente de modo diligente, para tomar notas y respondió: “Todas esas preguntas son irresolubles en estos momentos, la causa es la ausencia de información fidedigna suficientemente. Además acaba Usted de decir “quién ha osado matar a una persona…”. Es mi obligación informarle, que dentro de las dudas razonables está la de si ha sido asesinado o ha muerto de frío esta noche; de modo que los espasmos de la agonía le hayan separado las brazos del cuerpo de tal modo ¿No dispondrá usted de datos desconocidos por las autoridades civiles?” 

Volvía a hacerse patente la continua desavenencia entre las autoridades civiles y eclesiales en la escena, evidentemente. Jenaro declamó su perorata cual juez en butaca de tribunal, mientras que el reverendo lo observaba de reojo y ceño fruncido por la bilis que le subía por la gargantea hasta la frente, ante el admónitum del plumilla en plena plaza.

Reunidas las personalidades necesarias para el estudio de lo acontecido, Don Epifanio, médico de carrera y con plaza en la villa, iba a ejercer de forense en el caso. Se vio obligado a agacharse y limpiar con su moquero, no quiso malutilizar  el pañuelo del bolsillo superior de su chaqueta, siempre impoluto. Algunos decían que aquello no era pañuelo ni nada sólo un trozo de trapo blanco para adornar la chaqueta

Los ojos de los presentes seguían como los de los sabuesos en situaciones de caza, todos y cada uno de los movimientos; la inquietud venía en este instante por averiguar la identidad del finado. Posiblemente tendría la cara desfigurada por los golpes del asesino y el frío reinante. En uno de ellos habiendo retirado la mayor parte de la nieve de la faz muerta, saltó una voz del corro diciendo: “¡Pero leche si es Joselillo, Joselillo “Malcome!”, ¿no lo veis? Y señalaba con el dedo índice al reconocido y con los ojos inquiría a los presentes. 

No era ese el apellido, pero sí se le conocía como mote, porque desde pequeño era enfermizo y comía poco. Su madre a la pregunta de alguna señora interesada en el aspecto del niño que preguntaba si le pasaba algo al roro, ella siempre respondía: “es que come muy mal el pobrecillo, me veo y me deseo para que tome algo”. De modo que así quedó bautizado de por vida y reconocido en muerte.

(Continuará)

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