Es mediodía y un agradable olor a comida inunda la cocina por la que pasamos para acceder a la cueva. Varios troncos de madera arden en un fuego que ofrece un agradecido calor en este frío y gris día de noviembre. 

No tardaremos en descubrir el buen estado de la cueva. Los primeros peldaños de la escalera están abaldosados, pero el resto permanecen en su estado original. Al lado las paredes enjalbegadas. Antes de llegar a la zona más baja de la cueva, hemos accedido por la contramina al empotrado. Hay una baranda de tubo de hierro pintada en verde que nos da seguridad en nuestro recorrido. Nos llama la atención dos machones decorativos en el inicio de la contramina  El techo casi roza nuestras cabezas y observamos que no está en la tosca, fue emparejado con una capa de blando y por este motivo se producen desprendimientos de tierra en algunas zonas. “Cuando los picadores veían que el  techo se quedaba muy desigual, rellenaban los huecos con tierra para emparejarlo”, explica José María.  El techo está horadado por una lumbrera que tiene un desgarre que se ensancha mucho.

Decidimos bajar por la larga escalera. La cueva alberga nueve tinajas de quinientas arrobas que se encuentran en un impecable estado de conservación, como si hubieran sido construidas el día de antes, además de otra más estrecha que era la que se utilizaba para el vino de consumo de la familia. Entre las tinajas aparecen unos rabos con estrías, muy bien cuidados. La moldura era la típica que solían hacer los Díaz, afamados tinajeros que construyeron con esmero tantas tinajas en Tomelloso y en otros muchos lugares. Sobre la boca de una de las tinajas aparecen apiladas las tapas de anea que las cubrían.

Vemos el pocillo donde caía el mosto, y el suelo presenta el típico bombeo, con mayor altura en la parte central, con dos pozatas en su parte más baja.  Las tinajas están sobre una especie de poyo, algo más altas. Al ser una cueva más reciente, las tinajas solo tienen un agujero en su parte más baja que era por donde se apuraban las lías. El resto del trabajo ya se hacía con bombas. Observa José María que la cueva apenas tiene humedad.

Josefa tiene recuerdos de su niñez, jugando en la excavación cuando todavía no estaban las tinajas. Recuerda a los constructores Justo y Víctor Espinosa, que trabajaron con el padre de José María. El primer tinajero que trabajó en la cueva fue Santiago Castro González, el padre de Josefa. Como suele ocurrir la visita se alarga más allá de la cueva y Josefa nos muestra un recorte de prensa enmarcado con los éxitos de la familia en concursos de mula. Alguna de ellas tuvo fama en toda la ciudad.

Antonio Espinosa se ha incorporado a la visita en el tramo final. Viene del campo de trabajar porque como él dice, “un agricultor no se jubila nunca”. De sus palabras se desprende una pasión por el trabajo en el campo, aunque su esposa le anima a que vaya dejando las faenas agrícolas y se tome la vida con algo más de calma. Ha sido una visita agradable con estas gentes de la ciudad de carácter noble, que llaman a las cosas por su nombre y que aman su modo de vida.