Esta primavera se
anunció la celebración de un acto, en Tomelloso, en el que sus alumnos del
colegio Santo Tomás de Aquino, rememorarían las anécdotas y enseñanzas
recibidas del maestro don Francisco García Pavón. Inexplicablemente, por falta
de intervinientes, se pospuso para septiembre y más inexplicable, aún, falló la
posposición.
Yo, tal vez el
menos indicado de sus alumnos, no he podido resignarme, a que pase el año de su
centenario sin que haya un recuerdo hacia su magisterio aquél.
Y así,
autoerigiéndome en representante de los que entonces fuimos sus discípulos, me
he permitido traer aquí unas líneas con algunos recuerdos suyos.
Decía que tal vez
sea el alumno menos indicado o menos representativo porque ni soy natural de
Tomelloso ni recibí sus enseñanzas más que parcialmente. No obstante, cuentan
que una vez le preguntaron a Max Aub, que tenía cuatro nacionalidades, que de
dónde se sentía, y contestó: “uno es de donde hace el bachillerato. Si eso es cierto tengo cinco años de residente en
Tomelloso (1951-1956) y cuatro de bachiller tomellosero en el colegio de Santo
Tomás, con título del Instituto de Ciudad Real. Conservo una foto de los que lo
obtuvimos aquel año, en el patio del colegio, que he visto circular por
alguna revista también, con el Padre Pedro, D.
Antonio Huertas y D. Carlos. Éramos: Rafael Negrillo, Miguel Bolós, Antonio
Jiménez Condés, Ana Victoria Velasco, Ignacio Carretero, Eliseo Rascón y
yo, de la que solamente los tres últimos sobrevivimos. Vaya
para los que se fueron njuestro recuerdo más afectuoso y emocionado.
Pues bien, de los
cuatro años que cursé allí, los cuatro me cupo la suerte de ser alumno don
Francisco, del que mantengo multitud de recuerdos tanto de la época de
discípulo, como de la posterior, ya de amigo, hasta sus últimos años de vida.
Recuerdos, todos, de admiración y
agradecimiento por sus enseñanzas y consejos, por sus amenas charlas, por los
magníficos ratos proporcionados en la lectura y relectura de sus obras desde el
Cerca de Oviedo, ciudad en la que
estuve unos meses al terminar la carrera y en la que, como al maestro Clarín,
aún le recordaban con animadversión por su novela.
Particularmente me
influyeron los dos últimos años: 6º y preuniversitario. Recuerdo, creo que del
primero, su discurso de inauguración de curso académico, aquél en que nos habló del obispo Lorenzana y
de su diatriba con sus feligreses. Le escribieron aquello de “El obispo
Analorenza no hará aquí lo que en Sigüenza”, a lo que respondió: “No me llamo
Analorenza, que me llamo Lorenzana y
haré aquí lo que en Sigüenza y lo que me dé la gana.” Anécdota sobre la
que investigué y obtuve corroboración y diferentes versiones, vertidas en un
artículo.
Recuerdo sus magníficas explicaciones de clase
de la Historia de la Literatura Española, que luego completaba yo en la
biblioteca municipal con el texto de Hurtado y González Palencia que me valió
un sobresaliente. Y recuerdo su exigencia de lectura del Quijote. Al comenzar
el curso nos dijo: Estamos en La Mancha y
no podemos ignorar la obra cumbre de la literatura que tarta de ella. Tenéis
todo el curso para leerla detenidamente. Podéis cualquier día pedirme que os
examine, en la inteligencia de que el que no haya aprobado el Quijote, no le
examino en junio de esta asignatura. Y el examen era detallado. A mi
preguntó, recuerdo, entre otras cosas, que cuantas veces aparecía Maese Pedro
(el galeote Ginés de Pasamonte, luego titiritero) o quién era el caballero de
la Blanca Luna. (El bachiller Sansón Carrasco).
El curso preuniversitario se acababa de
implantar y no sé si con aquel motivo o cualquier otro anterior, nos expuso su
teoría de los planes de estudio, que tantas veces he recordado y citado:
“Los planes de estudio son como un puchero. Lo primero
que hace el ministro de educación tras
tomar posesión, es mirar en qué posición
se lo ha dejado el anterior. Si lo ve boca
arriba, lo pone boca abajo; si boca abajo, lo pone boca arriba”, decía ya entonces, en tiempos del partido único.
En aquel curso, don
Francisco nos propuso cuatro ciclos: La novela pastoril, la picaresca, la
novela del siglo XIX y la generación del 27, de la que tenía y conservo, de mi
padre, la primera edición de la Antología de Gerardo Diego, de 1932, que le
dejé a Eladio Cabañero, en la que
conoció a los poetas de ella, y que era título de presentación cuando
coincidíamos con cualquier poeta o literato:
- Aquí mi amigo Ondal, que es un macho a carta cabal y
tiene la primera edición de la Antología de Gerardo Diego.”
Aquel curso nos leímos todo cuanto de
los ciclos propuestos había en la biblioteca al respecto, de la que él era el
Director e Ignacio Carretero, Secretario. Era una gozada en los estudios de por
la tarde estar leyendo novelas impune y ostensiblemente, aún cuando fueran de
autores clásicos en vez de subrepticiamente las del Oeste o el FBI. Y de ahí
que frecuentáramos la biblioteca al salir del estudio y nos integráramos en la
tertulia que, al cierre, se solía formar con asistencia de Eladio Cabañero,
Félix Grande, Rafael Negrillo, Antonio
López García y algún otro. Recuerdo a Félix llegar con su bicicleta en cuyo
transportín iban los cántaros de lata,
vacios, de la leche que había repartido.
La dejaba aparcada en la puerta con el pedal apoyado en el bordillo de
la acera, mientras dentro se hablaba de poesía, de novela o de pintura.
Y de allí, de la biblioteca,
emana una anécdota que le une a otro insigne artista tomellosero: a Antonio
López Torres, que muy pocos si es que alguno, recordarán: Había don Francisco movido sus conocimientos para que se hiciera en el Museo de Arte
Contemporáneo, que entonces estaba en el edificio de la Biblioteca Nacional,
una exposición de la obra de López Torres. Tenían ya asignado el espacio y
reservada la fecha, para el mes de octubre.
Aquel curso López
Torres lo iba a pasar en Torrelavega, en cuyo Instituto había de impartir la
asignatura de dibujo. Cuando partió para allá García Pavón le encareció que
pintara lo más posible para poder aumentar el número de obras, ya que no tenía
demasiadas y las más eran de pequeño formato,
y aportar obra nueva, de temática diferente a la habitual de sus
maravillosos paisajes y temas manchegos, ofreciendo, así, el contraste de los cántabros. Pues bien, nos contaba Pavón una tarde en la
biblioteca: Me escribió diciéndome que
llegaba ayer en el coche de línea de
Madrid y allí que voy a esperarle. Llega el coche, para, como de
costumbre, frente al Casino de San
Fernando, se baja Antonio, y tras los correspondientes saludos, le bajan de la
baca su maleta. La toma por el asa y me invita a que nos vayamos.
-Los cuadros, ¿los has facturado, vienen en tren, por
agencia?, -le pregunto.
-No, me responde parándose y dejando la maleta en el
suelo, la obra la traigo aquí. Y sacando del bolsillo de la chaqueta una
tablita, envuelta en un lienzo, la libera y me muestra un paisaje.
-¿Pero, Antonio, esto es lo que has pintado en todo el
curso?
-Sí, me responde, te advierto que está muy trabajado.
Tuvieron que
posponer la exposición, empezar a pedir algunos cuadros a sus propietarios y
tratar de reordenar el espacio.
Y es que así era y
así pintaba Antonio López Torres.
No es frecuente la conjunción de
personajes en un lugar y en un momento como aquél. “No se sabe el por qué de estas concentraciones de talento”,
escribió el recientemente fallecido
Manuel Alcántara al hablar de Eladio, de Antonio López Torres, de Francisco
Carretero, de Antoñito López García, Francisco García Pavón y Felix Grande. Y
el propio Pavón, en el Reinado de Witiza, aunque con referencia Plinio, escribe
que “En la estrecha vida de los pueblos
no se repiten con facilidad las figuras excepcionales. Hay pueblos que pasan
siglos sin tener un escritor, un artista, un científico, un político…” Y es curioso que aquéllos fueran unos años de
concentración en ese de todos ellos, previa a la diáspora general. En efecto, pasamos del
todos en Tomelloso, al casi todos en Madrid. Al curso siguiente los que ese
estudiamos Preuniversitario, (Rafael Negrillo, Ignacio, Ana Victoria y yo), nos
vinimos a Madrid a estudiar nuestras respectivas carreras; Pavón obtendría la
cátedra de Literatura de la Escuela de Arte Dramático, de la que llegaría a ser
Director; Eladio encontraría acomodo en la Biblioteca Nacional; Antoñito montó
su estudio en Embajadores, y se vino a
pintar este Madrid que inmortalizaría y que
le inmortalizará a él, y Félix también
llegó a la zona de Palos de Moguer,
en un principio vendiendo libros a domicilio.
La rareza de la coincidencia de talentos
no es excepcional en nuestra patria, lo que sí es, es su común florecimiento y que no se desperdicien y se agosten. Pero el
florecimiento no se da sin cuidado y abono; no crece, como no sube en el horno
el pan candeal si no se añade a la masa
la oportuna levadura. Esa levadura la aportaría don Francisco fomentando en
Tomelloso, no sólo en el colegio, sino en el pueblo entero, el interés por la
cultura en general y por las letras en particular. No olvidemos que con motivo
de los juegos florales y a su instancia, pasaron por allí las firmas más
renombradas del momento, ni olvidemos los ciclos de conferencias que
organizaba en el Casino de San Fernando
a los que nos obligaba a asistir y a realizar un resumen de lo en ellas
tratado.
Y hablando de recuerdos de éstas, me
viene a la memoria la impartida por el periodista y humorista Jesús Fragoso del
Toro, Chuchi, padre de familia numerosísima (20 hijos. Felicitaba el año con
una foto de su familia incrementada en un vástago cada vez) en la que comenzó
hablando de la duración de las conferencias. Según dijo la atención del oyente
es limitada. El primer cuarto de hora está pendiente de lo que dice el
conferenciante; el segundo empieza a
recordar los problemas personales y de su familia y llegado el tercero, se
acuerda de la familia del conferenciante. Como no quiero que os acordéis de la
mía, doy aquí por terminada mi intervención, dejando en el tintero otros muchos
recuerdos del maestro y amigo de Tomelloso y del Madrid de entonces.
Madrid, 29 de
noviembre de 2019
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