Opinión

El fantasma (9)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 7 de Diciembre del 2019
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Decidieron esperar a que entrara un poco más el día, y aunque era muy frío, la ausencia de nubes dejaba que el sol calentara mínimamente la escena.

Eran casi las doce de la  mañana, cuando pudieron sacar al difunto del encajonamiento en donde lo habían dejado. Seguían sin reconocer aquella cara. Depositaron el cuerpo en la acera de cemento  como pudieron, el cual, a causa de la congelación, quedaba formando un ángulo recto, puesto que las piernas, al quedar colgando fuera del continente, habían bloqueado el desdoble de las rodillas. Si disponían a la víctima boca arriba, quedaba como haciendo gimnasia  ejercitando los músculos  dorsales, esto era causa de alguna mofa y “acuerdos” de los chistosos. Decidieron por fin situarlo de lado y por lo menos parecía menos ridículo.

La mente avispada de Bornes lanzó inmediatamente los ojos a las manos del muerto, recordó la mano de Joselillo portando un eslabón, y… efectivamente éste también llevaba otro  en su mano derecha. El cerebro del guardia voló en coincidencias: «cadena, congelación, figura ridícula, muerto por la noche, y ¿cuantas más coincidencias habría?»

Con el objetivo de identificar  a la víctima registraron los bolsillos y apenas encontraron nada, algún palillo “mondadientes”, un moquero en el pantalón, un billete de tren con las letras diluidas por la acción del agua y lo que fue decisivo: Una cartera en el bolsillo interno de la chaqueta. Dentro una foto de mujer con aspecto de salir de la peluquería, con el pelo cardado y maquillada para la foto; dos mil pesetas distribuidas en un billete de mil, otro de quinientas y cinco de cien, (como si acabara de sacarlos del banco) algunas monedas en el bolsillo, que sujetaba un botón metálico, y el documento nacional de identidad del finado. Afirmaron que era de él por un cierto parecido, aunque el retrato era de bastante más joven.

Se llamaba Adeodato del Rey Ajenjo, nacido el día 30 de enero de 1900, por lo tanto había cumplido 60 años, en Terrinches provincia de Ciudad Real, Hijo de Mauricio  y Catalina. Se trataba de un miembro de familia acomodada, procedente del citado pueblo y con residencia en Madrid, que había conseguido una fortuna aunando su empresa con algunos mandos del gobierno, datos por los que se dedujo, que  se trataba de una persona pudiente.

-El asesino parecía preparar a  sus víctimas en formas ridículas, no conforme con quitarles la vida, se obcecaba con ellas infringiéndoles esas posturas tan rebuscadas y ridículas, –razonaba en su mente don Manuel el juez y así lo comentó al policía don Fructuoso.

-Sí, la razón lo acompaña, pero… esa es la primera lectura de las posiciones. No podríamos descartar un cierto mensaje subliminar. Observe que a Joselillo lo colocaron en cruz, éste podríamos decir que su postura verdadera es la de genuflexo, estar de rodillas, ¿no le parece, don Manuel que podría haber un cierto mensaje religioso, que el asesino quiere enviarnos?

A los oídos de Bornes, que no se separaba mucho del policía secreta, llegó la conversación íntegra de ambos y aportó una tercera opinión

-¿Yo opino que han querido dejar los muertos con actitudes de petición de perdón? Uno con los brazos abiertos y el otro, efectivamente, de rodillas. ¿No será que los ejecutaron, porque habían hecho algo que el asesino detestaba?

Don Epifanio que se había unido a escuchar los comentarios no salía de su asombro oyendo a aquellos investigadores. Y aportó algunas de sus dudas:

-¿Qué relación hay entre los dos individuos? ¿Qué acción quiere vengar en ellos el asesino, si uno vivía en el pueblo y el otro en Madrid desde hace años y posiblemente ni se conocían? Uno era  más pobre que una rata y el otro adinerado y de familia rica. Todo esto es absurdo, no hay relación alguna entre las dos  muertes, sus elucubraciones, están fuera de toda lógica. 

En la tarde del mismo día del encuentro de la segunda víctima, reunidas las autoridades pertinentes en el consabido depósito del cementerio y con el protagonismo de don Epifanio se sometió el cuerpo de Adeodato a examen pericial. El cuerpo no tenía la menor señal de violencia a primera vista; nada de heridas, nada de hematomas, nada de rasguños. Todo parecía concluir en la certificación de una muerte natural por «parada cardiorrespiratoria», como acostumbraban a certificar los médicos cuando no había una causa indiscutible del óbito.

-Absurdo, totalmente absurdo –opinaba el cabo Bornes dando pequeños paseos por la habitación, al tiempo que elevaba inconscientemente el tono de voz- no puede ser. ¿Cómo va a morir una persona por muerte natural dentro de un bebedero de animales? ¡Es ridículo! Este señor se siente mal a media noche, viene de no sé  de dónde y se tumba dentro del pilón, hasta que se congela. ¡Imposible! ¡No puede ser! Ha de haber alguna razón para su muerte que no sea la aparente.

-Por favor, don Epifanio, -sonó la voz calmada, perteneciente al policía secreta- sería tan amable de permitir dar la vuelta a la víctima, si no es mucho pedir y que observemos también la parte dorsal.

-Por mí no hay problema, al contrario, nos permitirá completar la autopsia.

Entre el enterrador, el alguacil y el forense colocaron el cuerpo de costado, todavía no habían podido enderezar del todo las piernas por la congelación y la rigidez de la  muerte, incluida la intervención cortante del bisturí médico.

No se podría decir qué ojos fueron los primeros, que se posaron en la nuca del yacente, si los de Bornes o los del forense. El segundo lugar en el que coincidieron las miradas fueron los ojos de uno y del otro, para a continuación posarlos sobre la figura de don Fructuoso el secreta.

Sí, en la nuca había una herida de unos tres centímetros de ancha, sin reborde alguno. Introdujo el médico el instrumental adecuando y concluyó:

         -Este hombre ha muerto por la penetración de un objeto cortante entre las vértebras C1 y C2, la profundidad de la herida es de cinco centímetros.

-Igual que a Joselillo, -coincidieron en decir varias voces al unísono.

-Así es, igual que hicieron con el desdichado Joselillo, -concluyó el forense-, por lo tanto certifico que a este hombre lo han asesinado con toda evidencia y no ha muerto por causa natural como pensábamos al principio.

-¿Cómo sabía usted don Fructuoso que esta persona tenía una herida en la nuca? -interrogó Bornes con toda la intención de que era capaz.

-Perdone, señor guardia, yo no sabía que tuviera herida alguna en el dorso este difunto, sólo he pedido por favor, y si a don Epifanio parecía oportuno, observar también esa parte, para completar más detalladamente nuestra labor en este asunto.

Comentó esto el de la Benemérita, porque llevaba un tiempo sospechando de una posible implicación del policía, y efectivamente se había pasado tres pueblos con aquella pregunta tan directa y ocultamente acusatoria.

(Continuará)

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