Opinión

Enseñar en los tiempos del coronavirus

Julio Olmedo Álvarez | Martes, 14 de Abril del 2020
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La pandemia que padece nuestro país es obvio que está afectando a todas sus estructuras y que, ahora mismo, nadie sale indemne de sus efectos. En este sentido, el sistema educativo se vio arrollado en pocas horas por un cambio de circunstancias que provocaron un giro radical en su funcionamiento. El cierre de las aulas hizo que, de un día para otro, hubiera que replantearse de arriba abajo una colosal estructura que integra millones de personas, ya sean docentes con su complejo organizacional, alumnado o sus familias.

Sobre este giro radical me gustaría reflexionar desde mi atalaya de docente con experiencia, pero también de padre de estudiante y de miembro de una sociedad como la nuestra, que está dando valiosos ejemplos de superación en todos los ámbitos. Pienso que es bueno que reparemos en lo que estamos haciendo y que tratemos de obtener algunas conclusiones sobre este movimiento tan dramático como inesperado.

Lo primero que me viene a la cabeza es la fábula del caballito de mar, que recogía Robert F. Mager en su libro sobre “Cómo formular objetivos didácticos”. Advertía el autor que no se trata de tomar una dirección porque sí, al contrario, hay que conocer antes el destino. Lo contrario es lo que le ocurrió al caballito de mar, que buscando la fortuna sin un plan predeterminado, terminó en lugar muy diferente al que pretendía, como eran las fauces del tiburón.

En el caso que tratamos resulta palmario que no existía plan A ni plan B de respuesta educativa a la pandemia, un tema exótico y especulativo, reservado a expertos de los servicios de inteligencia, aunque luego su pensamiento no trascendiese, como se ha demostrado en casi todos los países de nuestro entorno, y en todos los sectores de producción y servicios.

Ahora bien, sí creo que aunque no se formulara explícitamente por las autoridades educativas, la declaración del estado de alarma desencadenó en educación un movimiento instintivo para mantener la inercia durante un lapso temporal. Aunque nadie sabe lo que pudo rondar en la mente de esos expertos a los que se suele tachar de distantes respecto a la realidad educativa, es seguro que no pudieron concebir la idea de sustituir con visos de permanencia el modelo presencial clásico por otro de formación abierta. No se les pudo ocurrir porque no se puede ejecutar algo así en un plazo de 48 horas, sin plan previo, ni recursos para ello. Sería sencillamente imposible.

Sobre la complejidad de un cambio así, aunque a pequeña escala, relataré una vivencia personal. A principios de los años noventa participé como docente en un novedoso proyecto de formación abierta que había recibido una considerable cantidad de recursos desde los fondos europeos, con objeto de que la Administración central lo pusiera en marcha. En consecuencia, el proyecto inició su camino más de un año antes de que los posibles alumnos pudieran tener conocimiento de él. Se convocaron concursos para que la Administración contratase, lo cual terminó en una empresa de muy buen nivel, que estaba en la órbita de una emergente multinacional española. Esta empresa aportó técnicos multidisciplinares, entre ellos unos cuantos ingenieros para diseñar la plataforma virtual y las herramientas digitales. También se pusieron a trabajar sus pedagogos y formadores especializados de cada uno de los módulos para desarrollar materiales adaptados al alumnado potencial. Durante este proceso la Universidad Autónoma intervino para supervisar la calidad. Luego, 6 meses antes del inicio, se acometió la formación de los docentes, durante todo un trimestre de trabajo en jornadas de mañana y tarde, y se puso en marcha un plan para dotar de equipos informáticos a todos los centros que iban a formar. Al mismo tiempo se procedió a editar los libros, discos informáticos y todos los recursos que se iban a poner a disposición del alumnado desde el primer día del curso. Naturalmente, aquello resultó un éxito.

Entiendo, pues, que la idea inicial de las autoridades educativas fue la de mantener el sistema en rodadura, evitando la hibernación del modo de trabajo presencial. En un espacio corto de tiempo resulta posible mantener el ambiente de trabajo, recurriendo a una forma más o menos elaborada de esas tareas que conocemos como “deberes” y que a veces levantan cierta polémica.

Haciendo eso se podía dar un efecto positivo, pues el alumnado, considerado idealmente (lo digo porque hay muchos tipos de alumnado diferentes), podría mantener el hábito de estudio, podría progresar en cierta medida e incluso, podría abstraerse en una situación tan cercana a la debacle.

Llegados a este punto, la Administración (me refiero a las diferentes administraciones educativas) se ha confrontado con un obstáculo de gran envergadura: Cómo avanzar más, sin poder proporcionar recursos generales o particulares. Por ejemplo, un recurso general hubiera sido la emisión de contenidos propios del currículo educativo en medios de comunicación general. ¿Pero cómo hacer esto sobre un currículo adaptado en 17 versiones que pueden incluir hasta asignaturas propias?

Un segundo obstáculo vendría dado por la carencia de recursos más específicos, dado que los centro escolares habían quedado fuera de juego. ¿Se puede hacer enseñanza telemática cuando no se tiene claro que los involucrados (profesorado y familias del alumnado) cuentan con los dispositivos y las conexiones adecuados? Tampoco queda claro que, en el caso de que se tengan ordenadores o tabletas pensados para un uso moderado, se puedan reconvertir en herramientas de trabajo durante largas jornadas, que deben ser mantenidas durante un periodo de tiempo extenso.

Ya nos hemos referido a la existencia de una heterogénea variedad de alumnos, aparte del modelo prototípico, cuyas  características complican o hacen imposible el trabajo en un modelo próximo a la formación abierta. Existen alumnos con necesidades educativas especiales, alumnos desmotivados o alumnos que rechazan el sistema escolar, por recoger algunos ejemplos. Parte de esos alumnos ni siquiera encajan en el modelo presencial, más formal, más detallista y más coactivo. Tomemos un tipo de alumno y planteemos un interrogante: ¿Cómo va a trabajar con la autonomía que requiere este modelo de formación en la distancia quien viene rechazando el modelo escolar durante años y dentro del aula?

Todos estos dilemas nos llevan, a su vez, a otra cuestión de peso: ¿Este giro hacia un modelo telemático exige el  mantenimiento de la formación académica convencional, o deberían considerarse fórmulas de formación no formal o, incluso, formación informal? Aquí nos confrontamos con otra disyuntiva, porque si el reto fuera mantener la formación académica, deberíamos contar con un currículo adaptado a las nuevas metodologías, que fuera accesible a todos y donde los aprendizajes pudieran ser medidos y observables con criterios de calidad en la evaluación, y luego calificados.

Lógicamente esto implica técnicas específicas que requieren comprobar la identidad física en ciertas pruebas, como sucede en modelos tan consolidados en España como la UNED o los bachilleratos y la formación profesional a distancia. Visto así, el límite a la formación académica evaluada y certificada es poderoso, si no se quieren rebasar ciertas líneas rojas que podrían poner en evidencia derechos tan básicos como la igualdad de oportunidades y a un sistema educativo que debe preocuparse prioritariamente de comprobar la suficiencia de sus estudiantes, como paso previo a la certificación.

Por esto, resulta congruente que en el transcurso de las últimas semanas hayan aparecido modelos de formación informal, donde lo relevante es el aprendizaje espontáneo, más allá de los márgenes estrechos que ofrece el currículo educativo. Así es como cobran sentido los programas educativos de variada temática, que han sido difundidos a través de la televisión o de internet.

Obviamente, tampoco resultaría desdeñable un intento de procurar formación no formal, es decir, formación más o menos estructurada, aunque sin la prioridad de ser calificada para su incorporación al expediente académico. Intuyo que esa sería la finalidad de muchas de las actividades que se han formulado últimamente, sobre todo en los niveles más básicos del sistema educativo.

Sin todas estas consideraciones previas me resultaría imposible contextualizar lo que está sucediendo en nuestra educación durante las últimas semanas. Todos estos factores producen una tensión innegable que debe aflorar con absoluta naturalidad. Está claro que si no se plantean problemas tampoco cabrá esperar algún tipo de soluciones.

Apuntado todo lo anterior, tampoco creo que debamos sumirnos en el espíritu derrotista, sobre todo cuando hay tan innumerables carencias. Por un lado, es cierto , como ya dejó escrito Richelieu en su “Testamento político” que “la historia conoce muchos más ejércitos derrotados por la precariedad y el desorden que por los esfuerzos de sus enemigos”. Pero, por otro lado, nuestra propia historia demostró que pueden formularse otros modelos. Sin ir más lejos, España, con un ejército desarbolado a principios del siglo XIX, puso en marcha un sistema, como la guerrilla, que luego ha sido replicado tantas veces y en tantos lugares.

Y ahí es donde estamos, creo que el sistema de guerrilla, salvando las distancias, ha sido lanzado en el interior de esta comunidad educativa a la que pertenezco, como ha sucedido en todo el país. Veo que docentes de todos los niveles educativos han puesto sus pertenencias personales, su saber y su creatividad para garantizar la continuidad del sistema. Y lo están haciendo sin regatear horas ni días lectivos o no lectivos, para transformar en apenas un fin de semana el sistema, y luego para mantenerlo operativo.

Junto a ellos se ha movilizado el grueso de los estudiantes y sus familias. Gente que con el mismo ordenador portátil ha de hacer el teletrabajo de los padres y permitir, al mismo tiempo, que sus hijos se mantengan conectados con las nuevas exigencias de la formación. Es cierto que hay un porcentaje de alumnos que se han quedado descolgados por diversos factores (algunos de ellos ya lo estaban), pero es innegable que ha existido una involucración muy grande en las familias que han podido responder a tan considerable desafío.

Cuando haya que hacer una valoración global de todo el proceso que vivimos, seguro que además quedará en evidencia cómo se produjo una mejora en ciertas competencias, pese a que no estuviera planificada de ninguna manera o a que resultase un efecto inesperado. No solo el alumnado, ni las familias o la comunidad educativa, sino el conjunto de nuestra sociedad en España, pienso que nos estamos viendo forzados a mejorar y lo estamos consiguiendo.

Competencias básicas de nuestro modelo educativo, como la comunicación lingüística, la competencia digital, la de aprender a aprender, las competencias sociales y cívicas, el sentido de iniciativa y espíritu emprendedor. Dejo para el final la competencia matemática, no por ser de importancia menor, sino porque su aprendizaje se ha visto complementado por gráficas, curvas, estadísticas y toda la información añadida que ha servido para mostrar la realidad en estos días tan trágicos.

Ciertamente, como sociedad nos hemos visto compelidos a mejorar nuestras competencias básicas. Ya se sabe que funciona el viejo adagio de que la tribu educa, aunque sea en condiciones tan duras como las que estamos viviendo.

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