Mi infancia no son recuerdos de un patio
de Sevilla. El recuerdo de mi infancia es el de una villa manchega. En él, el sol
envuelve cálida y suavemente la mañana como
el abrazo de una madre. Mujeres de todas las edades, sentadas
en sillas bajas de enea frente a las puertas de sus casas o formando corrillos
en los patios interiores, cantan coplas populares al ritmo del monótono
concierto producido al chocar entre ellos cientos de palillos de madera de
olivo. Concentradas
en sus labores, las encajeras hacen bailar los
bolillos: vueltas y entrecruzamientos imposibles sobre la almohadilla.
En la vida cotidiana de las mujeres de la Mancha siempre ha
estado presente el encaje de bolillos. Su aprendizaje se transmitía de madres a
hijas, que heredaban conocimientos, patrones y diseños.
Aprendí de mi abuela que sobre la almohadilla se coloca
el picado, el patrón de cartón que sirve de guía, una cartulina de color
mostaza agujereada. El él se clavan los alfileres que sujetan los hilos,
enrollados a modo de bobina en unos palillos de madera torneada llamados
bolillos. La almohadilla típica manchega es vertical y cilíndrica, de aproximadamente
un metro de largo por un palmo y medio de ancho. Si cierro los ojos puedo ver a
mi abuela preparar los bolillos por parejas. El extremo del hilo se enganchaba
a una muesca tallada en la parte superior. A medida que avanzaba la labor, se iba
desenrollando. Cada par de bolillos pendía de un alfiler. Me encantaba mirar
los alfileres de mil colores sembrados sobre la almohadilla. Estos sujetaban
los cruces de las guías, enlaces y bucles. La almohadilla se apoyaba en una
pieza de madera llamada escalerilla.
La materia prima que utilizaba mi abuela era el hilo de
algodón. Nunca la vi utilizar seda, y mucho menos oro o plata, reservados a
prendas de lujo. La seda se reservaba para la mantilla, una prenda puramente
española que sirvió de complemento a las damas de alta condición. Yo admiraba
con ojos de niña aquel fino hilo inmaculado, brillante, níveo. Me gustaba
sentir a solas el ovillo entre mis manos. Era como acariciar un esponjoso
pedazo de nube. Lo hacía con especial cuidado, confiando en no ensuciarlo ni
enredarlo.
Dicen que la primera encajera fue la Virgen. Un buen día
se le apareció a una joven y le enseñó a hacer encajes porque no podía trabajar
fuera de casa, la única condición que le puso fue que debía compartir sus
enseñanzas. Gustó tanto su fina labor, y fue tan aclamada, que pronto se
consideró un elemento de prestigio y de distinción en los ajuares de las casas
nobles.
Tal vez fuera
Grecia la inventora de esta labor, pasaría luego a Persia, Arabia y los países
del Mediterráneo. No conoció mi abuela a la familia Függer, banqueros alemanes
llegados de Augsburg. Dudo que supiera que fueron los introductores del encaje
de bolillos en la ciudad de Almagro en el siglo XVI. Más conocidos como
empresarios y financieros, precursores del capitalismo moderno, financiaron la
elección de Carlos I de España como emperador a cambio de concesiones de las
minas de mercurio de Almadén. Fuera cual fuera el origen del arte del encaje,
desde el siglo XVI en Ciudad Real fue actividad económica de primer orden. No
sé si fue consciente mi abuela de que era heredera de un arte milenario.
Armada de
destreza y paciencia infinita a partes iguales, hacía encajes como por ensalmo
y, aunque no se hizo rica haciendo bolillos, consiguió ganarse la vida
dignamente y sacar a sus cuatro hijas adelante en la posguerra. Era mi abuela tan hábil entretejiendo los hilos y
colocando las agujas que sujetaban la labor, y realiza unos trabajos tan
hermosos, que incluso desde pueblos vecinos le hacían encargos.
Para ella y
otras mujeres aquel arte no era solo un
entretenimiento, fue un complemento económico muy importante a la renta
familiar. Contaba Cervantes en el Quijote que Sanchica Panza ganaba haciendo
puntas ocho maravedíes, ahorros que iba poniendo en una alcancía para ayuda de
su ajuar. No cabe duda es que estas mujeres generaban una importante industria
artesana de la que se lucraba gran número de intermediarios masculinos.
En
España el encaje no estaba incluido en gremio alguno. Las leyes excluyen a la mujer de la
estructura gremial en beneficio del hombre. La mujer que vende su trabajo lo
hace por un sueldo miserable y sin el reconocimiento oficial. Lo hace obligada
por la necesidad. Con su labor no solo ayuda a sustentar la economía familiar,
sino que en determinados casos constituye el único ingreso. La rapidez de
ejecución es vital para la encajera: a
mayor velocidad, más producción. No debía descuidar la calidad, la competencia es
grande.
Los encajes los vendía mi abuela a Manzano, uno de los encajeros y diseñadores de picados
con mayor tradición en Almagro. Se los pagaba a 5000 pesetas. Carmen y
Francisca, sus hijas, tomaron el relevo generacional, y desde hace años se
dedican a la elaboración y venta de encajes de bolillos y de blonda.
La abuela Amalia se levantaba temprano. Acababa las
labores domésticas y desayunaba. Durante el desayuno nos contaba cuentos tradicionales
manchegos. El del Fraile Mochilón era uno de mis favoritos. “Soy el fraile
Mochilón, de la encomienda de Malagón, si te pasas de la raya, te trago de un
tragón”, decía con voz grave. Para hacer encajes, buscaba siempre el lugar con
más luz natural de la casa. Trabajaba hasta que acababa la tirada o se apagaban
las últimas luces en el cielo, lo que llegara antes. Si cuando acababa aún se
veía, preparaba los bolillos para el día siguiente.
Mientras hacía
bailar los bolillos, cantaba la canción del Milagro de San Antonio o cualquier
otra: “Venid, pajaritos, dejad el sembrado, que mi padre ha dicho que tenga
cuidado”. Todas las entonaba bien. Se sabía muchísimas de memoria, la mayoría
de ellas antiguas, aprendidas de los cancioneros que llegaban al pueblo.
“Todo es girar
y cruzar", no es tan difícil, decía mi abuela. El bolillo de la derecha
monta sobre el de la izquierda y se gira en esa misma dirección. Pero sí era
difícil hacer lo que ella hacía. No en vano, la expresión “hacer encajes de
bolillos”, en sentido figurado, evoca complicación aunque el que la use desconozca
la técnica de esta labor.
Yo nunca
aprendí a hacer encajes. Lamentablemente, no heredé de mi abuela ni el arte ni
la paciencia necesarios para aprenderlo. De todas las nietas, solo una de ellas
mostró verdadero interés por aprender la técnica. Tuvo la fortuna de tener por
maestra a la mejor encajera. Los demás solo fuimos testigos privilegiados de cómo
la abuela hacía magia con palillos de madera.
Pese a que la Mancha siempre fue un lugar de gran
tradición encajera, la lentitud y la difícil rentabilidad frenaban la afición
al bolillo. Se enfrentaba además a la mecanización de la industria artesana.
Durante la posguerra, encajerías, talleres y escuelas, fueron desapareciendo.
La tradición, aunque muy decaída, afortunadamente nunca se perdió, y hoy en día
se siguen haciendo encajes de bolillos. Se intenta mantener y fomentar esta
tradición con la celebración de cursos de encaje, encuentros de encajeras y
exposiciones.
El encaje se aprecia ahora como herencia del pasado. El 14 de junio
se celebra desde hace años el día de la encajera.
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Sábado, 2 de Agosto del 2025