La historia del Constitucionalismo es relativamente moderna, y su origen está unido al concepto de democracia. Es, sin duda, fruto de un contrato social, nacido de un pacto o acuerdo entre todos, un contrato entre el pueblo y sus representantes. Un contrato que obliga a las partes para hacer posible la convivencia, y que obliga al gobierno legítimo a respetar la voluntad general representada en el interés público. La libertad individual se convierte en una libertad moral que solo es posible en sociedad. Así concibió, Rousseau, el Pacto Social que debe conformar el origen de las sociedades democráticas.
La Constitución es ese contrato social que rige los destinos de una sociedad en un Estado democrático, y que desde la Ilustración construye un orden social a la medida del hombre libre. Establece las normas básicas de la estructura y organización territorial del Estado, los derechos de sus ciudadanos, los poderes que lo integran, el funcionamiento de estos y las limitaciones que han de impedir la arbitrariedad de su ejercicio. Rompe así con el modelo de las Monarquías absolutas donde el Rey, único soberano, ejercía un poder omnímodo que emanaba de la gracia de Dios, y ante el que rendía cuenta de sus actos.
Nuestra primera Constitución data del año 1812. Desde entonces, en España han existido ocho Constituciones democráticas (sin contar la Carta otorgada de Bayona de 1808 y las Leyes fundamentales del franquismo), es decir, aprobadas por los representantes de la ciudadanía. Solo la de 1978 ha sido sometida a su ratificación por el sujeto de la soberanía nacional, el pueblo español, que lo hizo en Referéndum, donde el 87,78 % de los votantes la apoyaron favorablemente.
Ninguna Constitución como la de 1978 ha sido fruto de un pacto tan amplio como esta, siendo apoyada, consensuada y votada por centristas, socialistas, comunistas y gran parte de los nacionalistas catalanes. Eso sí, contó con la abstención de los nacionalistas vascos y ERC, el voto negativo de Euskadiko Ezkerra y de la extrema derecha y el dubitativo de la entonces Alianza Popular (que había dividido su voto en el Congreso de los Diputados: 9 a favor, 5 en contra y 2 abstenciones). Tradicionalmente, nuestras normas básicas fueron más, fruto de la imposición de unos españoles contra otros, que del consenso y el acuerdo político. Esta cambiaba totalmente el desolador panorama del constitucionalismo español.
La Constitución de 1978 ha facilitado la convivencia entre los españoles a lo largo de cuarenta y dos años, sin duda los más fructíferos de nuestra historia contemporánea. Permitió la anhelada integración en Europa; la modernización del país; mejores y más modernas infraestructuras; pero también la conquista de nuevos derechos que, entonces, parecían imposibles, como avanzar en igualdad entre hombre y mujer -que ha permitido la progresiva incorporación de estas a la vida civil y a su participación política-; el derecho al divorcio, el derecho al aborto, el derecho a contraer matrimonio entre individuos del mismo sexo, el derecho a una sanidad pública, universal y gratuita, el derecho a una enseñanza obligatoria gratuita hasta los dieciséis años, pero también a un régimen público de Seguridad Social que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes, especialmente el desempleo, o a una pensión adecuada y suficiente… Pero también se han ido incorporando nuevos derechos, a los que aún les queda recorrido para su necesaria consolidación efectiva, tales como el derecho universal y subjetivo a los ciudadanos en situación de dependencia o, el más reciente, a un ingreso mínimo vital para familias en riesgo de pobreza. Es, en definitiva, el modelo de Estado del Bienestar al que otros países europeos que, con democracias consolidadas, llegaron antes que nosotros y que posibilita la solidaridad y la cohesión social entre los españoles.
Sin duda, este es un modelo político que se ha ido consolidando, no sin esfuerzo, y que, lógicamente ha de partir de una premisa fundamental recogida en el artículo 14 de la Constitución, el que “todos los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social”.
Y, todo ello, en un marco de monarquía parlamentaria, donde la soberanía nacional reside en el pueblo español, y donde se reconoce y garantiza, en el marco de la indisoluble unidad de la nación española, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, y ¡muy importante¡, la solidaridad entre ellas.
No es preciso recalcar que la Constitución, y el derecho a la Autonomía, ha sido muy eficaz y útil para regiones como la nuestra, Castilla-La Mancha, porque por primera vez en la historia de nuestra tierra, hemos tenido un Gobierno que se preocupe por los derechos de nuestros ciudadanos, procure la igualdad con los del resto de España y haya hecho avanzar significativamente a nuestra tierra.
Hoy se hace preciso seguir adelante, perfeccionando el modelo político de la Constitución, facilitando y acordando, si es necesario, un nuevo marco de convivencia, pero también de lealtad. Más que nunca, también se hace necesario que un instrumento tan útil, y que nos ha permitido avanzar tanto en democracia, libertades, derechos y desarrollo, no sea un arma arrojadiza de unos contra otros. La gran virtud de la Constitución es que nos ha permitido integrar, incluso a quienes no están de acuerdo con ella. Flaco favor se hace a la democracia, al pluralismo y a la obligada cohabitación entre ciudadanos y regiones, si ésta se utiliza desde un punto de vista excluyente.
En 1978 no se excluyó nunca a los que la negaron. Cuatro décadas después, el parlamento tal vez sea más plural y con más negacionistas que entonces -a un lado y otro del espectro político-, pero la Constitución será fuerte si persistimos en la idea de que siga siendo el instrumento para dar solución a nuestros problemas como sociedad, para convivir, dialogar, pactar, consensuar y entendernos, algo que está en el origen de su nacimiento.
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