Opinión

Virus y vacunas

Alfonso Ropero | Martes, 2 de Febrero del 2021
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Llevan con nosotros desde antes de ser nosotros, en el mar, en la tierra, en el aire, aunque no sabíamos nada de ellos. Son los virus, agentes biológicos no vivos, pero piezas clave en la aparición de la vida en este planeta. No todos, pero un determinado número de ellos llevan causando enfermedades, muertes y pandemias desde que el hombre es hombre. Como son invisibles al ojo humanos, durante miles de años pasaron inadvertidos, ignorados, pese a que con mucha frecuencia causaron grandes estragos a la humanidad. Todavía hoy la Peste, de las que hay documentadas un buen número en los anales de los pueblos, evoca imágenes terroríficas de dolor y muerte. Como se desconocía su causa, la peste se  atribuía a la cólera de los dioses, una señal de su indignación de su castigo por los pecados del pueblo. Da escalofríos pensar que los virus han matado más gente que todas las guerras juntas. Y mira que ha habido guerras.

Solo recientemente —a escala temporal de la historia—, el ser humano llegó a saber de la existencia de estos seres minúsculos gracias a un excéntrico pulidor de lentes holandés, Anton van Leeuwenhoek, que a fuerza de perfeccionar su arte, casualmente descubrió la existencia de un “bicho” minúsculo en una gota de agua que, en este hombre tenaz, le llevó a descubrir un mundo infinito de seres invisibles e insignificantes, a los que se refería como “bestezuelas”, o “animalejos” como diría un tomellosero. Su descubrimiento fue recibido con incredulidad y burla. En aquella época se desconocía la existencia de microscopios, cómo, pues, dar crédito a la existencia de un mundo biológico invisible al el ojo humano? Leeuwenhoek ni se inmutó, siguió con lo suyo, y fue capaz de fabricar rudimentarios, pero muy capaces microscopios, que todavía hoy despiertan el asombro de los científicos. De esta manera se abrió la puerta que permitía observar un universo infinitamente pequeño pero tan grande en elementos como el Universo galáctico.

A partir de entonces el camino estaba allanado para el trabajo de otros pioneros “cazadores de microbios”, cuya apasionante historia se lee mejor que una novela de suspense y terror, de terror porque aquellos aprendices de científicos no eran conscientes de lo peligroso que podían llegar a ser esos pequeños seres con los que estaban tratando y experimentando. Por un buen número de ellos pagó su descubrimiento con su vida.  

Como ocurre en toda empresa humana en general, y científica en especial, cada uno de los investigadores, aficionados en algunos casos, fue construyendo sobre los fundamentos del anterior, introduciendo mejoras al trabajo ya realizado y abriendo nuevas avenidas de investigación. Así es cómo Leeuwenhoek da lugar a Pasteur, y este a Koch, Theobald Smith y tantos otros, que llegaron a descubrir el origen de muchas enfermedades para las que no se tenía remedio, precisamente porque se ignoraba la causa. Se supo que los microbios son una amenaza y los virus un peligro para la salud humana. Experimento tras experimento, sin desfallecer ni desalentarse por los fracasos, a su debido tiempo dieron con el remedio: la vacuna, cuyo principio se basa en utilizar a los mismos agentes patógenos, causantes de enfermedad, en los medios de combatirla.

Cuántos años tuvieron que pasar para dar con el mecanismo correcto. Pero, finalmente, sus desvelos, y su locura, pues todos ellos tenían un deje de locura, lograron para la humanidad remedios científicos probados contra la rabia, el paludismo, la viruela, el sarampión, la rubeola… Un logro admirable.

El esfuerzo conjunto de todos estos personajes asombrosos, y muchas veces incomprendidos, dio como resultado la salvación de muchas vidas y aumentó la esperanza de vida de la humanidad. De ello nos beneficiamos todos, incluso aquellos que niegan la eficacia de las vacunas, basados en teorías conspiranoicas o en datos sesgados. 

Los virus siguen estando ahí, pero hoy sabemos cómo tratarlos y cómo actuar contra ellos, aunque cada cierto número de años aparecen nuevos virus, o mutaciones de los mismos, que vuelven a poner la humanidad en estado de alarma. Hay muchos virus desconocidos recluidos en sus espacios vitales lejos de la población humana. Esta lejanía nos libra de su contagio. El problema es cuando la tecnología unida a la industria se pone a talar bosques y selvas de un modo descontrolado, alterando el ambiente, e invadiendo espacios salvajes que nos exponen al contagio de virus nunca antes conocidos, a lo que hay que añadir el tráfico de animales silvestres, un comercio muy lucrativo, que aumenta las posibilidades de ser contagiados nuevos virus para los que no estamos preparados.

En los últimos años, muchas de las epidemias que han afectado a nuestras sociedades, tienen un origen zoonótico, es decir, son de origen animal. Según los cálculos recientes de Organización Mundial de la Salud, más del 70% de las nuevas enfermedades humanas surgidas en los últimos 40 años tienen su origen en animales. Dos tercios de todos los tipos de patógenos que infectan personas son zoonóticos, es decir, saltan de un animal a un ser humano (OMS, Nuestra destrucción de la naturaleza es responsable del Covid19 y otras enfermedades, 2020). Así el SIDA/VIH, que surgió de virus procedentes de monos y chimpancés, cuya carne fue vendida en África Central; la gripe A de 2009, el MERS de 2012 o el SARS de 2002, que se originó en un mercado al aire libre en Guangdong (China), probablemente proveniente de una civeta de las palmeras, un pequeño mamífero del sur asiático. Todas estas epidemias han comenzado, pues, con virus que viven en animales, que al entrar en relación con personas las parasitan, las enferman y las matan.

Nos enfrentamos, pues, a un futuro inmediato complicado. Una economía y una industria que altera irresponsablemente espacios naturales imprescindibles para la vida animal; un incuestionable calentamiento global que está liberando miles de virus que dormían en los polos desde hace millones de años; y una humanidad que no es capaz de controlarse a sí misma, precisamente porque la fe en un progreso tecnológico incesante creó la impresión que todo es explotable y todo está al servicio de nuestro capricho y nuestros deseos sin límites. La airada reacción negacionista del cambio climático o de las medidas sanitarias, es un claro y paradójico síntoma del logro científico, que en su marcha exitosa hacia la curación de todas las enfermedades, hasta el punto de dar a entender que la “inmortalidad” se encuentra a la vuelta de la esquina, ha producido una generación consentida que en esta hora tan difícil protesta porque cree que las vacunas pueden estar manipuladas por oscuros intereses políticos, olvidando que de no haber sido por las vacunas el mundo sería infinitamente peor de lo que conocemos.    

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