Opinión

Las cuartillas de mi confinamiento

Tomás Perales Benito | Domingo, 7 de Febrero del 2021
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«He recogido las simples carpetas, los cuadernos, los libros. He guardado los papeles que tanta compañía me hicieron». Así se despedía un día próximo al verano de 1958  Juan Torres Grueso de su confinamiento por razones de salud en La Hormiga. Atrás quedaban sus largos paseos por los montes vecinos de las lagunas de Ruidera, los aldeanos de los alrededores de su casa solariega y señorial con los que compartía palabras y sabiduría, y la contemplación serena del alba, del ocaso y del trotar los “animalillos” huéspedes de las pedrizas. En sus alforjas de regreso a su pueblo, una resma de cuartillas en las que había vertido con pluma firma sus pensamientos más íntimos de hombre embriagado de sus propias debilidades y de las de su tiempo.

Confinamiento. Bendita palabra en la literatura y maldita en la realidad. Si el del humanista de mi cuna duró tres meses, el mío, el de todos los míos, no pone fin. Maldito ese bichito microscópico de mi misma naturaleza, tan inteligente como malvado, que vive de quitarnos la vida. Guiado por el humano afán de supervivencia, durante el primer largo confinamiento me predispuse a refugiarme en el recuerdo. Es a lo que incita el recogimiento. Y como uno es de donde proceden los sabores y las imágenes de su juventud, por oficio recurrí a las piadosas cuartillas para llorar. Mis lágrimas hicieron camino en los primeros años de vida y en mis pesares. Pronto se trasladaron a uno de mis talones de Aquiles en los difíciles años trascurridos entre la niñez y la juventud: mi relación con la Cruz de los Caídos. Jamás había dejado de recordarla y de preguntarme qué hacia un infante, ya ateo, visitando el lugar sagrado de los creyentes. Como punto de partida para mi relato una condición inquebrantable: su presencia me sosegaba. Necesitaba saber por qué. El tiempo lo tenía; despertada, la necesidad también. Encontré otro asidero que podría conducir a la luz: en contra de los de mi estirpe, sus enemigos por ser del bando perdedor, jamás pude hallar culpa en el cuerpo y en la letra de mi cruz.

Por imposibilidad, no he paseado por los montes ni fijada la vista en las lagunas que abren para mí las imágenes más hermosas de mi juventud. Tampoco he podido juntarme con mis vecinos, como hacia ese ser al que conocí, en la distancia, y al que siempre he admirado. Pero, con la mente y con la pluma, que no necesitan de nadie, he intentado dar respuesta a ese aparente sinsentido de mi fraternal amistad con la Cruz de mi pueblo. Y, pasado el primer confinamiento, me he encontrado en mis alforjas un libro completo de reflexiones y alguna respuesta. He juntado el dolor por los caídos con el mío de hombre con más preguntas que respuestas y he intentado conocerme un poco más, acaso el camino más difícil del ser humano.

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