Opinión

El anciano y la fuente (1)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 13 de Marzo del 2021
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En el cuarto artículo de la serie sobre la cuaresma traigo a estas líneas una narración sobre un anciano que podría ser el de la parábola del “Hijo Pródigo o Padre misericordioso” que me he encontrado en un periódico digital de Israel. Lo traslado íntegro para su disfrute y especialmente porque es sumamente ilustrativo en cuanto al reencontró de personas desde el amor y el perdón.

Hola amigos lectores soy Cálamus, el periodista que desafía el tiempo. Me traslado, cuando las musas me son propicias, a la época de Jesucristo y  recorro la geografía de aquella santa tierra participando en acontecimientos históricos o charlando con personajes interesantes. Ya habéis leído algunos artículos como el de la convivencia que tuve con los pastores de Belén, o cuando os conté los últimos momentos de María, la Madre de Jesús.

Hace unos días por caminos polvorientos, aquí no llueve casi nunca, llegué a un pueblecillo llamado Ein-Karem.  Está situado en la ladera de un monte de no demasiada altura, aquí le llaman monte a cualquier cerro que sobresale un poco por el resto de la geografía, para nosotros es más bien una elevación del terreno.

Me puse a recorrer sus calles intentando conocerlo y sobre todo lo que más me gusta y hago es conocer a sus gentes, hablar con ellas, que me cuenten historias antiguas, dicho sea de paso, ya tengo en mi memoria y en los papiros muchas guardadas, que os las pasaré en el momento que disponga de algún rato libre y según los tiempos pertinentes.

Apretaba el sol de lo lindo, mi garganta se resecaba como la arena del desierto y llevaba un rato buscando algún pozo donde saciar la sed, solo una brisa suave y perfumada por los olivos llegaba a mi cara y me la refrescaba al chocar con el sudor de mi frente.

A lo lejos vi como un cobertizo compuesto por unos postes clavados en el suelo, que sujetaban un techado de ramas secas de palmera, entrelazadas, de modo que solo dejaban pasar el sol a múltiples rayos por sus rendijas y permitía que el aire corriera. 

Conforme iba acercándome descubrí que se trataba de una fuente donde manaba un agua cristalina, fresca y gratificante. Había un anciano sentado en una de las piedras que dispuestas en corro permitía a la gente sentare y reponerse de los calores al frescor del manantial. 

Saludé con una inclinación de cabeza y un: 

-“¡Shalom anciano!.

-Bienvenido forastero, -me respondió el señor

-¿Me permite beber una poca agua de su fuente?, -le pregunté.

-Pues claro que sí, hijo, bebe la que necesites pero no la malgastes, es un bien muy preciado y necesario en esta tierra.

Antes de darle las gracias, como debería haber hecho, cogí el cazo de madera colgado en uno de los ganchos, también de madera, que había en uno de los postes y bebí hasta saciarme. Dios sabe que no me acuerdo de las veces que repetí, cuanta más bebía, más rica me sabía.

El anciano me miraba divertido y complacido, posiblemente por la observación de las caras que yo iba poniendo por el placer de aquella agua, y lo bien que estaba sentando a mi cuerpo, casi cuarteado por la sed y el calor.

-Mucha gracias, buen hombre, por haberme permitido saciar mi sed en su fuente, -conseguí decirle mientras me secaba la boca y la cara con la manga de mi vestido.

-No, hijo, no me las des a mí, dáselas a Dios que nos puso esta hermosura de agua y a la vez tan satisfactoria en nuestro pueblo. El agua es un regalo del Creador para beneficio de animales, plantas y por supuesto de las personas. Aquí venimos los que la necesitamos, y también aprovechamos para charlar de la vida y otros mil asuntos. Nos consolamos, animamos y cuando salimos son sentimos reconfortados y  con fuerzas renovadas.

-¿Me permite sentarme junto a usted mientras termino de coger aliento y me recupero? –volví a preguntarle, no tanto por remediar el cansancio, cuanto porque mi olfato de periodista estaba diciéndome que aquel señor era interesante.

-¿Cómo no? Aquí siempre hay un sitio para quien lo necesite, siempre que venga con la paz por delante y sin palabras violentas. Siéntate y siéntete a gusto joven, -fueron las palabras del señor.

Así lo hice mientras recorría con la vista aquel sitio y el panorama que se podía observar desde la piedra donde estaba descansando. Qué precioso era, por la  intensidad de  la luz que alumbraba se descubrían las casas, todas blancas, con sus tejados planos y la cúpula en cada uno de ellos, la mayoría dejaban sitio para una chimenea con el borde negro por el humo de su fuego. 

Destacaban por su altura las palmeras; movían sus ramas, todas al compás, como si bailasen al son de alguna música inaudible para mí. Los campos se hacían ver con un verde intenso de los trigos y cebadas, la primavera los hacía crecer cada día, deberían llegar maduros para cuando el verano los dorase y poder ser cosechados. 

Cuantos recuerdos de los ejemplos que proponía el Maestro de Nazaret contemplando aquellas vistas. No sé cuánto tiempo transcurrió mientras disfrutaba con todo mi cuerpo de aquel sitio, las casas, los campos, las palmeras, los rosales, la temperatura tan agradable a la sombra junto a la fuente. Me sentí muy a gusto y feliz. Tengo que admitir que me sentí como transportado. “En el cielo debe haber sitios como este”, pensé, ¡Cuánta felicidad en un lugar tan sencillo en apariencia!”.

Me olvidé durante esos momentos de mi compañía. El anciano seguía allí alternando su vista, unas veces contemplando el panorama como yo y otras mirándome de reojo; su cara surcada por el tiempo  sonreía  iluminando los ojos y sintiéndose cómplice mío durante tal experiencia. Contemplaba, sonreía y gozaba. Lo miré con tanta curiosidad como fui capaz; como queriendo sorber su figura, como había hecho antes con el agua. Transmitía felicidad aquel hombre. Me recordaba a alguien, no podía identificarlo pero me atraía sobremanera, era como el protagonista de algún cuento que me hubiesen contado en cierto momento de mi vida.

En estos pensamientos estaba cuando el anciano apoyándose en el cayado que tenía en las manos y con el que en algunos momentos dibujaba rayas en el suelo, se puso de pié, sonrió con todo su cuerpo y a la vez comentó sin dirigirse a mí concretamente.

-Ya viene Marta. 

Miré en la misma dirección del anciano y observé  a una mujer que se acercaba con un cántaro en la cadera; por la lentitud de su paso comprendí que se trataba de una anciana. Yo también, imitando a mi acompañante, me puse de pie inconscientemente. En silencio esperamos la llegada de la mujer. Se dieron un abrazo y dos besos. Pensé que serían parientes conocidos, porque no era normal tratar así a una mujer que se acercaba a la fuente con su recipiente.

-Viajero, -me dijo el señor-  esta mujer es Marta, mi esposa de toda la vida, desde jóvenes nos queremos, conseguimos el consentimiento de nuestros respectivos padres para casarnos y cada día somos más felices y ya han pasado muchos años desde entonces.

Me incliné ante la señora, tendí mi mano para tomar la suya y se le besé con profundo respeto, enseguida le dije:

-Por favor déjeme llenarle el cántaro.

-Shalom, joven, -dijo respondiendo a mi saludo. Me dio el cántaro y se sentó en otra piedra junto a su marido.

(Continuará)

Joaquín Patón Pardina.  13/ de marzo de 2021


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