Debió haber sido muy guapa la señora,
aún con los surcos de la vejez por su cara, seguía siendo bella. Destacaban en
su faz los ojos, negros, profundos y muy brillantes, el pelo recogido con
destreza y envuelto en un velo tan azul como cielo. Su estatura casi como la
del marido firme y derecha, a pesar de los trabajos que, gritaban sus manos
endurecidas, había realizado durante toda su vida. Era dulce como la miel o la
leche que habían anunciado los embajadores que Moisés envió a Canaán en su
éxodo por el desierto.
Derramaba una musicalidad al hablar
parecida al canto de los jilgueros, como dicen por estos parajes. Acompañaba sus palabras con gestos de sus
manos y sonrisas en los ojos. ¡Qué bendición de mujer! Muy parecidas a ella, me
había imaginado en mis caminatas solitarias de pueblo en pueblo, a las
grandes mujeres.
-¡Oye, Cálamus! que te estás enamorando
de mi esposa, -dijo a modo de broma mi amigo el anciano, mientras sonreía
mirándome.
-Perdón, señor, es que su esposa debe
ser una mujer especial, es un encanto de persona; no había encontrado a ninguna
como ella en mis viajes, -respondí azorado y reconociendo lo que mi mente
gritaba.
-Dime, joven, ¿qué asuntos te han
traído a nuestro pueblo? Porque ni tu modo de hablar ni tu ropa dicen que seas de
estas tierras, -comentó la señora para saber algo de mí-.
-Soy viajero, y colecciono historias y
recuerdos de personas importantes. Aprovecho mi memoria para grabar todos los
detalles, que soy capaz de retener, para, posteriormente, escribir lo que he
vivido; así otras personas, que no pueden o no quieren viajar, tienen la
oportunidad de conocer otros mundos y otras gentes.
-Es decir, que vas de paso, ¿verdad?,
-comentó el anciano interviniendo en la conversación.
-Esa era mi intención al llegar a este
lugar pero me encuentro cambiando de parecer, estoy pensando en quedarme por
aquí unos días. Mi instinto periodístico me aconseja dedicar unos días a este
lugar y convivir con ustedes.
-Dudo mucho que esta parte del mundo
pueda ser benigna para tus tareas, aquí no sucede nada importante casi nunca, y personas importantes como no vayas a Roma, Éfeso, Corinto, Atenas o
Egipto, que es donde residen los reyes, gobernadores, intelectuales, generales
de los ejércitos.
-No…, mire señor…
-Por favor, Cálamus, no me llames
“señor”. Aquí sólo llamamos “Señor” a Dios, el único digno de ese nombre. A mí
llámeme como todos, José, porque José es mi nombre.
-Perdón, José. Cuando he dicho que
busco historias y personajes importantes no me refería a esos, que usted ha
entendido, esos son iguales en todos los países, déspotas como los emperadores
de Roma, tiranos, asesinos como Herodes, no…; esos los dejo para el hagiógrafo
a quienes ellos mantienen comiendo de su pesebre. Los que yo busco son como perlas escondidas, como
tesoros enterrados. Aquellas personas o sucesos a los que hay que revisar
varias veces para encontrar su valor. No brillan ni llaman la atención por su
apariencia. Su importancia muchas veces está en su interior.
-Pues no sé, Cálamus, tú verás lo que
haces, -apostilló el anciano encogiendo los hombros y levantando sus cejas, en
un intento de mostrar su desacuerdo.
-Lo que vamos a hacer, José, -dijo
Marta tomando como inicio las últimas palabras de su marido- es invitar a comer
en nuestra casa a este joven. El sol dice que se acerca el medio día, y me lo
confirma mi estómago. Así pues, chico, levanta y vente con nosotros, no te vas
a arrepentir.
-Señora, yo…,
-Jovenzuelo, aunque de puerta afuera
manda mi marido –hay que decirlo así-, en mi casa mando yo…, en nuestra mesa,
en cada comida hay un sitio más, preparado para quien lo necesite; ese sitio es
tuyo hoy, por lo tanto, vamos, arriba…
No tuvo que decírmelo dos veces. Sentía
ya hambre suficiente para no contradecir las intenciones de la señora. Me puse
en pié, me colgué mi bolsa con mis pertenencia a la espalda. Llené el cántaro
con agua fresca de la fuente, y le pedí a la mujer que me dejarla llevarlo. Al
fin y al cabo estaban haciéndome un favor y me sentía obligado por mis
convicciones morales, que aquí coincidían con la vista en el plato de comida.
La casa era muy sencilla, desde la
calle se entraba a un recinto bastante
amplio; demasiado me pareció para ellos dos solos, cerca de la puerta a la
derecha, bajo una chimenea pequeña había una lumbre que había quemado los
troncos primeros y permanecían las ascuas envueltas en una capa de ceniza. Al
fondo de la habitación una mesa grande,
alargada, ofrecía sitio para más de diez personas, a su alrededor cojines, y
esteras de esparto cocido, para acomodarse en su entorno. El ambiente era más
bien de penumbra, solo entraba luz por la puerta; ahora cubría la entrada una
cortina, y a través un ventanuco situado
por encima de la mesa. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me
di cuenta de que no hacía falta candiles ni antorchas para ver perfectamente.
Cuando estuvo preparada la comida nos
sentamos a la mesa. Éramos solo cuatro personas, el matrimonio, una mujer de
mediana edad sirviente, pero no esclava, me aclararon, y yo. Como ellos no hablan,
los imité y no abría la boca nada más que para dar las gracias a la cocinera
cuando me servían algo.
Se me ha olvidado una cosa muy
importante. Cuando estuvo todo preparado, la criada y la señora pusieron sus
manos en la frente, copié el gesto. José, el padre de familia, levantó las
manos hacia el cielo y dijo una oración preciosa; como Dios me ha dado una
memoria extraordinaria se me quedó grabada, dijo: ¡Padre santo, te alabamos y te bendecimos, porque nos amas cada día. Te
damos gracias por la comida que nos regalas. Hoy te agradecemos de modo
especial la presencia con nosotros de Cálamus. Te pedimos que sepamos servirlo
como si se tratara de ti mismo!
Todos respondieron en su lengua: “Amén”. Yo conozco la palabra, se utiliza
para confirmar que aceptamos y estamos totalmente de acuerdo con lo que acaba
de decir José. Es como si cada uno hubiéramos rezado al unísono las mismas
palabras.
Sentí un calor muy fuerte en la cara
cuando el anciano daba gracias porque me tenían a la mesa y querían servirme de
tal modo. Si yo era un simple correcaminos en busca de noticias. Mi categoría y
mi fama no daban para tanto, al fin yo era un simple mortal…
Terminamos de comer, entre las
mujeres recogieron las sobras de la
comida, y los platos. Intenté, llevado por mi gratitud, ayudar en la terea,
pero Marta levantó una mano y me dijo:
-Joven, tú eres nuestro invitado, no
puedo permitir que te muevas de tu sitio. Quédate con tu vaso y bebe el agua
que te queda porque vamos a degustar un vino que hacemos aquí.
-Tenemos costumbre, Cálamus, en los
días de fiesta o en la visita de algún amigo, al terminar la comida, degustar
el vino que elaboramos en casa con las uvas de nuestras viñas. Mis hijos
continúan con los modos inmemoriales de producción, transmitidos de generación
en generación. Seguro que no has probado nunca este licor, -me informó José.
Estaba viviendo la experiencia de ser
tratado como alguien importante para ellos, cuando, en realidad, hasta hace
unas horas ni nos conocíamos. Pero caí en la cuenta de que en los libros
sagrados (Éxodo y Deuteronomio) aconsejan tratar al forastero con los honores
de una persona cercana o familiar.
-Se trata de un vino al que le añadimos
una pequeña cantidad de miel, también producida por nosotros, bueno, mejor dicho
por las abejas que son maravillosas, -dijo esto sonriendo, mi ya amigo, José.
Llevábamos un rato los cuatro (el
matrimonio, la señora que hacía de criada y yo) disfrutando del exquisito
licor, habíamos hablado de muchas cosas. Yo les conté algunas historias
recogidas en mis viajes que me parecían interesantes, cuando el padre de
familia me cogió el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y me dijo:
-Necesito contarte una vivencia muy
fuerte de mi familia para que la guardes en tu memoria o la escribas en tus
pergaminos si te parece interesante.
-Cuente, José, procediendo de su
familia debe ser muy bonita, -respondí animado por mi curiosidad y por la
familiaridad con que me sentía tratado.
-Marta y yo tenemos dos hijos. El mayor
se llama Leví, y el menor Juan. Este un día quiso vivir experiencias nuevas,
porque, según él, se aburría en nuestro pueblo
trabajando las tierras. Nos Debió haber sido muy guapa la señora, aún
con los surcos de la vejez por su cara, seguía siendo bella. Destacaban en su
faz los ojos, negros, profundos y muy brillantes, el pelo recogido con destreza
y envuelto en un velo tan azul como cielo. Su estatura casi como la del marido
firme y derecha, a pesar de los trabajos que, gritaban sus manos endurecidas,
había realizado durante toda su vida. Era dulce como la miel o la leche que
habían anunciado los embajadores que Moisés envió a Canaán en su éxodo por el
desierto.
Derramaba una musicalidad al hablar
parecida al canto de los jilgueros, como dicen por estos parajes. Acompañaba sus palabras con gestos de sus
manos y sonrisas en los ojos. ¡Qué bendición de mujer! Muy parecidas a
ella, me
había imaginado en mis caminatas solitarias de pueblo en pueblo, a las
grandes mujeres.
-¡Oye, Cálamus! que te estás enamorando
de mi esposa, -dijo a modo de broma mi amigo el anciano, mientras sonreía
mirándome.
-Perdón, señor, es que su esposa debe
ser una mujer especial, es un encanto de persona; no había encontrado a ninguna
como ella en mis viajes, -respondí azorado y reconociendo lo que mi mente
gritaba.
-Dime, joven, ¿qué asuntos te han
traído a nuestro pueblo? Porque ni tu modo de hablar ni tu ropa dicen que seas
de estas tierras, -comentó la señora para saber algo de mí-.
-Soy viajero, y colecciono historias y
recuerdos de personas importantes. Aprovecho mi memoria para grabar todos los
detalles, que soy capaz de retener, para, posteriormente, escribir lo que he
vivido; así otras personas, que no pueden o no quieren viajar, tienen la
oportunidad de conocer otros mundos y otras gentes.
-Es decir, que vas de paso, ¿verdad?,
-comentó el anciano interviniendo en la conversación.
-Esa era mi intención al llegar a este
lugar pero me encuentro cambiando de parecer, estoy pensando en quedarme por
aquí unos días. Mi instinto periodístico me aconseja dedicar unos días a este
lugar y convivir con ustedes.
-Dudo mucho que esta parte del mundo
pueda ser benigna para tus tareas, aquí no sucede nada importante casi nunca, y personas importantes como no vayas a Roma, Éfeso, Corinto, Atenas o
Egipto, que es donde residen los reyes, gobernadores, intelectuales, generales
de los ejércitos.
-No…, mire señor…
-Por favor, Cálamus, no me llames
“señor”. Aquí sólo llamamos “Señor” a Dios, el único digno de ese nombre. A mí
llámeme como todos, José, porque José es mi nombre.
-Perdón, José. Cuando he dicho que
busco historias y personajes importantes no me refería a esos, que usted ha
entendido, esos son iguales en todos los países, déspotas como los emperadores
de Roma, tiranos, asesinos como Herodes, no…; esos los dejo para el hagiógrafo
a quienes ellos mantienen comiendo de su pesebre. Los que yo busco son como perlas escondidas,
como tesoros enterrados. Aquellas personas o sucesos a los que hay que revisar
varias veces para encontrar su valor. No brillan ni llaman la atención por su
apariencia. Su importancia muchas veces está en su interior.
-Pues no sé, Cálamus, tú verás lo que
haces, -apostilló el anciano encogiendo los hombros y levantando sus cejas, en
un intento de mostrar su desacuerdo.
-Lo que vamos a hacer, José, -dijo
Marta tomando como inicio las últimas palabras de su marido- es invitar a comer
en nuestra casa a este joven. El sol dice que se acerca el medio día, y me lo
confirma mi estómago. Así pues, chico, levanta y vente con nosotros, no te vas
a arrepentir.
-Señora, yo…,
-Jovenzuelo, aunque de puerta afuera
manda mi marido –hay que decirlo así-, en mi casa mando yo…, en nuestra mesa,
en cada comida hay un sitio más, preparado para quien lo necesite; ese sitio es
tuyo hoy, por lo tanto, vamos, arriba…
No tuvo que decírmelo dos veces. Sentía
ya hambre suficiente para no contradecir las intenciones de la señora. Me puse
en pié, me colgué mi bolsa con mis pertenencia a la espalda. Llené el cántaro
con agua fresca de la fuente, y le pedí a la mujer que me dejarla llevarlo. Al
fin y al cabo estaban haciéndome un favor y me sentía obligado por mis
convicciones morales, que aquí coincidían con la vista en el plato de comida.
La casa era muy sencilla, desde la
calle se entraba a un recinto bastante
amplio; demasiado me pareció para ellos dos solos, cerca de la puerta a la
derecha, bajo una chimenea pequeña había una lumbre que había quemado los
troncos primeros y permanecían las ascuas envueltas en una capa de ceniza. Al
fondo de la habitación una mesa grande,
alargada, ofrecía sitio para más de diez personas, a su alrededor cojines, y
esteras de esparto cocido, para acomodarse en su entorno. El ambiente era más
bien de penumbra, solo entraba luz por la puerta; ahora cubría la entrada una
cortina, y a través un ventanuco situado
por encima de la mesa. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, me
di cuenta de que no hacía falta candiles ni antorchas para ver perfectamente.
Cuando estuvo preparada la comida nos
sentamos a la mesa. Éramos solo cuatro personas, el matrimonio, una mujer de
mediana edad sirviente, pero no esclava, me aclararon, y yo. Como ellos no
hablan, los imité y no abría la boca nada más que para dar las gracias a la
cocinera cuando me servían algo.
Se me ha olvidado una cosa muy
importante. Cuando estuvo todo preparado, la criada y la señora pusieron sus
manos en la frente, copié el gesto. José, el padre de familia, levantó las
manos hacia el cielo y dijo una oración preciosa; como Dios me ha dado una
memoria extraordinaria se me quedó grabada, dijo: ¡Padre santo, te alabamos y te bendecimos, porque nos amas cada día. Te
damos gracias por la comida que nos regalas. Hoy te agradecemos de modo
especial la presencia con nosotros de Cálamus. Te pedimos que sepamos servirlo
como si se tratara de ti mismo!
Todos respondieron en su lengua: “Amén”. Yo conozco la palabra, se utiliza
para confirmar que aceptamos y estamos totalmente de acuerdo con lo que acaba
de decir José. Es como si cada uno hubiéramos rezado al unísono las mismas
palabras.
Sentí un calor muy fuerte en la cara
cuando el anciano daba gracias porque me tenían a la mesa y querían servirme de
tal modo. Si yo era un simple correcaminos en busca de noticias. Mi categoría y
mi fama no daban para tanto, al fin yo era un simple mortal…
Terminamos de comer, entre las
mujeres recogieron las sobras de la
comida, y los platos. Intenté, llevado por mi gratitud, ayudar en la terea,
pero Marta levantó una mano y me dijo:
-Joven, tú eres nuestro invitado, no
puedo permitir que te muevas de tu sitio. Quédate con tu vaso y bebe el agua
que te queda porque vamos a degustar un vino que hacemos aquí.
-Tenemos costumbre, Cálamus, en los
días de fiesta o en la visita de algún amigo, al terminar la comida, degustar
el vino que elaboramos en casa con las uvas de nuestras viñas. Mis hijos
continúan con los modos inmemoriales de producción, transmitidos de generación
en generación. Seguro que no has probado nunca este licor, -me informó José.
Estaba viviendo la experiencia de ser
tratado como alguien importante para ellos, cuando, en realidad, hasta hace
unas horas ni nos conocíamos. Pero caí en la cuenta de que en los libros
sagrados (Éxodo y Deuteronomio) aconsejan tratar al forastero con los honores
de una persona cercana o familiar.
-Se trata de un vino al que le añadimos
una pequeña cantidad de miel, también producida por nosotros, bueno, mejor
dicho por las abejas que son maravillosas, -dijo esto sonriendo, mi ya amigo,
José.
Llevábamos un rato los cuatro (el
matrimonio, la señora que hacía de criada y yo) disfrutando del exquisito
licor, habíamos hablado de muchas cosas. Yo les conté algunas historias
recogidas en mis viajes que me parecían interesantes, cuando el padre de
familia me cogió el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y me dijo:
-Necesito contarte una vivencia muy
fuerte de mi familia para que la guardes en tu memoria o la escribas en tus
pergaminos si te parece interesante.
-Cuente, José, procediendo de su
familia debe ser muy bonita, -respondí animado por mi curiosidad y por la
familiaridad con que me sentía tratado.
-Marta y yo tenemos dos hijos. El mayor
se llama Leví, y el menor Juan. Este un día quiso vivir experiencias nuevas,
porque, según él, se aburría en nuestro pueblo
trabajando las tierras. Me pidió la parte de la herencia que le
correspondería cuando muriésemos mi mujer y yo. Se la di y se marchó…
(Continuará)
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Miércoles, 16 de Julio del 2025
Martes, 15 de Julio del 2025
Miércoles, 16 de Julio del 2025