Cuando era pequeño y vivía en el pueblo, algunas veces
viajábamos a Madrid y los motivos los determinaban las circunstancias de cada
momento, para acudir al médico o para asistir a las bodas de los primos de mi padre.
Ni que decir tiene que las experiencias no pueden ser más antagónicas.
En aquellos tiempos planificar un viaje era algo
insólito pues la gente corriente solo se desplazaba por necesidad y nosotros lo
hacíamos por alegría o por padecimiento. Ni siquiera recuerdo qué tipo de
equipaje llevábamos entonces. En aquella época el No-Do nos mostraba imágenes
de los emigrantes que se iban a Alemania portando aquellas maletas de cartón
atadas con cuerdas, pero en cuanto a nuestros bultos mi memoria se muestra amnésica.
Sin embargo, todavía recuerdo la intranquilidad que
nos provocaba el inminente viaje, una inquietud que se acentuaba cuando, desde
la estación, veíamos venir el tren a lo lejos y cómo me impresionaba ver
aquellas locomotoras enormes con su luz arriba como el ojo de un cíclope. Sólo
eran unos minutos de parada y qué nervios, qué ajetreo, pues había que subir el
equipaje y acomodarnos en el vagón lo antes posible. Pero siempre nos ayudaban
porque entonces acudían a despedirte los familiares, que unos minutos antes te
daban besos y abrazos como si aquello fuese el fin del mundo.
Durante el trayecto podías compartir las viandas con
otros viajeros y, entre bocado y bocado, contar obra y milagros, aunque fuesen
intimidades. Total, ya no ibas a volver a verlos y aquellas conversaciones eran
un desahogo. Eso era mucho mejor que la soledad de las pantallas de ahora.
¡Dónde va parar! Aquello era conversar, de todo menos de política, claro está.
Después, al recalar en la estación de Atocha, nos
tranquilizábamos porque era el final del trayecto y entonces desaparecía la
urgencia, aunque continuaba el asombro, sobre todo por el bullicio de los
pasajeros desalojando el convoy. En los andenes, los mozos de maletas voceaban
sus servicios y, de vez en cuando, había que dejar paso al vehículo que
transportaba los bultos de aquellos que habían facturado el equipaje.
Cuando empecé a viajar solo, mi primera maleta estaba
construida de un material compuesto, quizás entre plástico y cartón, era verde
aceituna y ahora está olvidada encima del armario en la casa del pueblo,
albergando algunos trastos tan inservibles como ella. Pero aquella valija que
ahora reposa en el olvido tuvo sus días de gloria, sobre todo en los primeros
viajes.
Recuerdo uno en particular cuando se acercaba la
Navidad. Aquel fin de semana volví al pueblo cargado con aquella maleta que,
aparte de la ropa sucia de quince días, llevaba en su interior casi el total
contenido de la cesta que me habían regalado en la fábrica. Amontonados en el
interior había de casi todo, espárragos en conserva, vino, champán -que
entonces no se llamaba cava-, anís del mono, una vela de chorizo y otra de
salchichón, mazapán, polvorones y un par de tabletas de turrón -que en el
pueblo se solía comer en la Feria y era de cacahuetes-. Actualmente, ese bulto
difícilmente pasaría la prueba del escáner.
¡Cómo pesaba la condenada! Pero la ilusión contenida
hacía que el trayecto hasta mi casa no se me hiciese largo. Y luego el asombro
de mi familia al abrir aquella caja de Pandora, aquella escena de sorpresa
podía haber sido ideal para un anuncio publicitario sobre el reencuentro, no
era la total felicidad, pero se parecía.
Después, y menos mal, la cosa se fue normalizando y
empezamos a viajar en las vacaciones. En su momento, tuve que comprar una baca
para poder colocar parte del equipaje encima del vehículo, que ni el coche ni
su maletero daban para mucho, pero manteníamos la ilusión porque al menos
podíamos viajar a la playa en plan autónomo.
Ahora voy a Madrid de vez en cuando, por placer, a
pasear y dar una vuelta. Visita obligada es el Corte Inglés de Sol. Y no es
solo porque quiera conocer las últimas novedades comerciales, que también.
Confieso que esa apremiante visita es una exigencia para evacuar la vejiga, y
supongo que no soy el único, que la capital anda muy mermada de urinarios
públicos donde aliviarse.
Hasta llegar a los aseos hay que emprender un
recorrido que empieza en la planta baja, estimulado por mil y una fragancias de
la zona de colonias y maquillajes, hay que dirigirse hasta las escaleras
mecánicas. Después, al subir a la primera planta, hay que recorrer un pasillo
lleno de tentaciones, cuyo lado derecho despliega la zona de zapatería,
mientras que a la izquierda, los bolsos. Pero mi urgencia suele hacer que no preste
atención.
Es a la salida, y ya relajado, cuando puedo curiosear
por la sección de equipajes. ¡Qué variedad! Cuántas maletas, mochilas y macutos
confeccionados con toda clases de materiales, de todos los tamaños y cada cuál
más bonito y colorido, con cerraduras tan sofisticadas como una caja fuerte.
Algunas son tan grandes como los famosos baúles de la Piquer, que uno piensa
que allí dentro debe caber medio armario.
Pero como decía mi compañero Senén, que en paz
descanse: "Para viajar, la visa y los calzoncillos". Y no le
faltaba razón, que llevando el monedero repleto apenas hace falta equipaje.
Qué paradoja, se me ocurre que los muy ricos y los muy
pobres se igualan en esto de viajar. Unos, con apenas un minúsculo tarjetero
tienen suficiente para moverse por el mundo. Los otros, necesitan un puñado de
billetes para pagar al traficante el incierto pasaje y una bolsa liviana donde
guardar los sueños por conseguir un futuro mejor.
Y nosotros, a lo nuestro, indiferentes ante la injusticia, buscando la inmunidad frente al virus y ajenos al drama de otros, deseando preparar las maletas porque parece ser que esto empieza a ver la luz.
Globosonda: Texto para la Caja Negra del mes de julio
del 2021
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
Sábado, 20 de Abril del 2024
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