“A pesar que el recuerdo llega turbio
como un documental retrospectivo
con las caras borrosas, …”
Los trenes. Eladio Cabañero
Sí, a pesar que el recuerdo suele llegar turbio, con las
caras borrosas, cuando es de aquellos a quienes se profesó verdadero afecto, al
rebobinarlo y volverlo a visionar,
sorprende lo claro, vivo y actual que permanece.
Así me ocurre con el recuerdo de Eladio.
Le conocí en la biblioteca municipal donde solíamos
acudir. Él, al terminar su trabajo; yo,
a la salida del estudio vespertino del colegio. Allí, donde al terminar la
jornada y mientras se recogían y ordenaban los libros, se celebraba la famosa
tertulia presidida por don Francisco García Pavón, con asistencia de Eladio,
Félix Grande, Antonio López García, Ignacio Carretero, Rafael Negrillo, el que
suscribe, ávido oyente y algún otro que se
me escapa.
Y nos conocimos de esa forma tan natural con la que se
conocían entonces los pocos que frecuentaban
los sitios: sin presentaciones formales previas. Comenzando a charlar a
la salida. Eladio era un albañil poeta y
yo un alumno del colegio. Conseguiría aquel año un
accésit del Ayuntamiento, de 300 pesetas, en la V Fiesta de las Letras de
Tomelloso, celebrada el 14 de septiembre de 1954, uniendo ya su nombre en
aquella ocasión, al de los demás
ganadores. Flor natural: José García
Nieto; 2º premio: Luis López Anglada; 3º, Ramón Garciasol y 4º Salvador Pérez Valiente. “Actuó de Mantenedor, con la
retribución de 3.000 ptas., Federico Muelas.”, concluye el Diario Municipal.
Alguna discrepancia hay entre lo escrito por Manuel Alcántara
en la introducción a “Poesía Reunida” de Eladio y lo que consta en el Diario.
Escribe Alcántara, respecto del conocimiento de Eladio:
“Paco García Pavón me
había dicho que en Tomelloso no se hacían chanchullos y los premios se daban a
quienes los merecían.
-El segundo se lo ha ganado un albañil.”
Y después de leer el poema de Eladio, escribe que le comentó:
“Oye Paco, en Tomelloso
no haréis chanchullos, pero os equivocáis sin necesidad de hacerlos; este poema
es mucho mejor que el mío.”
La aparente discrepancia está en que Eladio, como hemos
dicho, obtuvo su premio en los juegos
florales de 1954 y Manuel Alcántara en los del año siguiente, por lo que no
compitieron y la supuesta equivocación
del jurado, a juicio de Alcántara, no se pudo haber producido, a menos
que éste quisiera dar a entender que el año anterior Eladio mereció mejor
galardón.
Al año siguiente, 1955, obtendría
el Premio Juventud con su poema “El pan”.
“Poned
el pan sobre la mesa,
contened el aliento y quedaos mirándolo.
Para tocar el pan hay que apurar
nuestro poco de amor y de esperanza…”
Con
tal motivo, el 7 de enero de 1956, en el Casino de Tomelloso, se le dio un vino homenaje,
compartido con el pintor Francisco Carretero que había obtenido un premio en
la Bienal Hispano-Americana de Barcelona. Aquella III y última de las
bienales con las que el Estado español, a través del Instituto de
Cultura Hispánica, pretendía renovar los vínculos plásticos entre España y
América Latina y, de paso, ofrecer al mundo una nueva imagen del régimen, más
interesado en la cultura y que, desde que fuera convocada la primera, provocó
una fuerte oposición de los artistas exilados capitaneados por Picasso.
Presidió el acto de homenaje en el Casino, el
Gobernador civil, a la sazón, José María del Moral y Pérez de Zayas, con
intervenciones de éste, de los homenajeados, de García Pavón y de Juan Torres
Grueso.
Después
del homenaje público, según nos cuenta Esteban Ortiz Manzaneque, en su libro
“Así lo recuerdo y así lo cuento”, y yo, que no asistí, guardo memoria de
haberlo oído tal cual, la celebración se prolongó con los amigos y fue subiendo
de grados en diversas barras. Antonio
López García, Antoñito, que les
acompañaba, “eufórico a tope, decidió el
solico, subirse a lo alto de una farola que hay, justo enfrente del
Ayuntamiento, para encender una bombilla que estaba “apagá”. A mitad de la
ascensión apareció Juan Francisco, guardia municipal y brutico él, y sacudiendo
con la porra en la farola, empezó a “gritarle”: -“O tapeas dahí al contao, o
cuando llegues al suelo, te vas a entender con ésta...”, refiriéndose a su
instrumento de trabajo…¡la porra!”
A pesar de la diferencia de edad, ocho años me sacaba Eladio,
pronto congeniamos y charlábamos de literatura y de lo que fuese, trufada
siempre la conversación con sus chascarrillos, bien de camino a casa o bien en
aquellos interminables paseos domingueros por la calle de Don Víctor, arriba y
abajo, saludo va y saludo viene (Adiós, adiooós) a cada conocido y sobre todo conocida, con que nos
cruzábamos, tantas veces como el cruce se producía, hasta la hora del cine,
alfombrando el firme de adoquines de la calzada con las cáscaras de las pipas.
A pesar de su pronta orfandad y de las circunstancias en que
tuvo lugar, del truncamiento que ella supuso en la vida de un niño, jamás
le oí un reproche, una queja; sin duda, porque en su tierno corazón, como el
pan que cantó, no tenía cabida el odio
ni el resentimiento.
Debió ser en alguna de aquellas charlas, cuando saliera a
colación Gerardo Diego, santanderino como yo,
en la que le dije que tenía, de mi padre, su antología, “POESÍA ESPAÑOLA 1915-1931”, la
primera edición de 1932, de Editorial Signo, tapas verdes, con sobrecubierta de
Spert, por la que mostró gran interés,
ya que no la tenían en la biblioteca municipal (García Pavón tenía la segunda
edición, la de 1934, de tapas rojas).
Se la dejé durante bastante tiempo. Varias veces, después, me dijo que tampoco
la tenían en la Biblioteca Nacional en la que trabajaba. Después adquirirían un
ejemplar.
Con tal motivo (recogerla o devolverla) vino a casa y mantuvo
una prolongada charla de poesía con mi padre, gran conocedor y poeta inédito
él, cuyos poemas un tanto modernistas,
conservo. Eladio salió impresionado de sus conocimientos sobre los poetas
clásicos y de su admiración por Rubén Darío, del que sabía de memoria gran número
de poemas. Con frecuencia nos recitaba varios, entre ellos, el soneto, en
alejandrinos, a Caupolicán que, de oírselo, me aprendí de memoria:
“Es algo
formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón...”
Leí, conservo el recorte,
la que sería la primera entrevista que le hicieran, que publicó, en la
Estafeta literaria nº 67, p. 6, 1956, D. N. Ramírez Morales. ¡Que poco podía
imaginar entonces, Eladio, que llegaría a ser redactor jefe de la misma! En ella contaba su difícil infancia y
adolescencia y sus inicios con la poesía
(“Escribí mi primer poema a los veintiún
años. Un poema de amor…”) y proclamaba: “Soy
oficial de albañilería, quiero a una muchacha, la de siempre, y espero
progresar y cambiar esta profesión para tomar otra más compatible con mi
vocación ... soy un albañil autodidacta
que tiene escritos dos libros de poesía y ganado algunos premios.”
Se refería al ya publicado, que poseo, “Desde el Sol y la anchura “, y al que decía iba a titular “Cada cosa de
Dios”, que, sin embargo, con el título de “Una señal de amor”, obtendría un
accésit del premio Adonais en 1958.
Supe que, en 1959,
obtuvo el premio de poesía “Gran Hotel” de Albacete, dotado con 3.000 pts.,
con el poema “Campo mío de diciembre” y que, en 1968, con el poema “Mare nostrum”, ganó el premio Gabriel Miró,
de Alforjas de la poesía, dotado con 40.000 pts., a la vez que Luis López
Anglada obtenía el Juan XXIII.
Ya en Madrid nos veíamos con frecuencia pues manteníamos
relación los tomelloseros, de pensión a pensión, de bar en bar o de taberna a taberna y los que
frecuentábamos nos eran conocidos.
Supe de sus logros en concursos poéticos, como la pensión
March de literatura de 1961, para escribir un libro en el plazo de un año, y
asistí a la lectura en el Instituto de Cultura Hispánica, en la Tertulia
Hispanoamericana, el 12 de noviembre de 1963,
de versos, del que sería su libro “Marisa sabía y otros poemas”.
Nuestros encuentros tenían lugar con motivo de actuaciones
literarias o artísticas como alguna de García Pavón o las exposiciones de
pintura en la sala del Prado del Ateneo de Antonio López, en diciembre de 1957
o en la de la Sala Biosca en 1961, o en
tertulias literarias como la Hispanoamericana,
de los martes, del Instituto de Cultura Hispánica que dirigía Rafael
Montesinos, en la que coincidíamos con Félix Grande, o el Aula de poesía del
Ateneo a cargo de Pepe Hierro. Después, cuando yo frecuentaba la biblioteca del
Ateneo, preparando mis oposiciones, bajaba alguna vez a verle a la
Estafeta. Otras eran encuentros casuales
por Arguelles o en el centro. Nos recuerdo tomando vinos en una taberna que
había en la esquina de la plaza de la Ópera con Escalinata con su mostrador
rojo sangre de toro y pila de cinc, de enjuagar los vasos, mientras esperábamos
a algún otro poeta con el que Eladio había quedado.
Era fama la rusticidad acentuada de Eladio, tal vez para
enmascarar su ternura, y, en general, la de los tomelloseros, que se pone
de manifiesto en su propio y peculiar
lenguaje del que hacen gala, incluso, como elemento diferencial. Allí las cosas
no son de, o para siempre, sino “de, o pa
toa la vidisma de Dios”; no se es rústico o torpe, sino candorro
o sinaco, ni se queda uno fijamente mirando,
sino encanao, encanao. Por eso, sin
duda, me granjeé, la carta de naturaleza tomellosera para Eladio, un día que,
en la Puerta del Sol, nos encontramos con Ana Victoria Velasco, compañera de
Preuniversitario, que decidió estudiar Filosofía y Letras, (luego sería
catedrática, directora del Instituto de Tomelloso, así como del Archivo
municipal, ya fallecida.). Siempre se metía conmigo y bromeábamos. En una ocasión, en clase de Historia con doña
Paquita Vivancos, con la que, como ya mayorcitos, teníamos cierta confianza, en
un receso, fruto de aquellas mutuas puyas, Ana Victoria me arrojó a la cabeza
uno de los tomos de Fortunata y Jacinta que todos teníamos que leer para el
trabajo que García Pavón nos había encargado sobre la novela del siglo XIX.
Gracias a mis reflejos, conseguí evitarlo y el libro al caer al suelo sufrió
algún pequeño desperfecto. Estaba encuadernado en tapa dura, creo recordar que
con lomo azul. Era de la Biblioteca
municipal y, como permanecerá en ella, seguro que puede dar fe de haber
ejercido de proyectil, con su deterioro superior al de los demás tomos.
Pero estaba hablando del encuentro con Ana Victoria y nuestros rifirrafes verbales en aquella ocasión, a los que, en un momento, le repliqué, por supuesto, sin intención de cumplirlo: “Un día te voy a retorcer el pescuezo.” Las carcajadas de Eladio se oían en Callao y durante una temporada, a cuanto tomellosero nos encontrábamos se lo contaba con gran regocijo, considerándolo equiparable a su ¿A qué te doy un gavillazo en los riñones?, con el plus, a mi favor, de habérselo dirigido a una chica.
Mi posesión de la antología de Gerardo Diego fue para Eladio
título de presentación ante cualquier poeta o literato con que nos encontráramos. Tras mi nombre,
indefectiblemente, venía el “que tiene la
primera edición de la antología de Gerardo Diego”.
Mi relación con Eladio, fue “guadianizándose”. Aparecíamos y desapreciamos por rachas. En una de afloramiento tuve ocasión de conocer a Marisa. Sí, Marisa sabia no fue un personaje imaginario o un nombre supuesto, un amor prohibido, una Beatriz de Dante, una Laura de Petrarca o la Guiomar de Antonio Machado. Marisa fuit, Marisa existió. Era aquella joven vallisoletana, tordesillana, estudiante de Filosofía y Letras, alta, espigada, bella y simpática, que moraba en una residencia o colegio mayor allá por el Metropolitano. Me la presentó y algunas veces, los tres, tomamos vinos en los bares de La Moncloa. Como Eladio tenía aquella fijación con la antología de Gerardo Diego, se la prometí como regalo de boda con Marisa. Pero no hubo lugar a que la unión de ambos implicara la separación mía del libro, que conservo. Por cierto, tantas veces salía a relucir éste, Eladio me recomendaba que se lo llevara a Gerardo Diego a que me lo firmara. Siempre que pasaba por el Gijón donde estaban en la tertulia con “el viejo”, él y García Pavón, me lo recordaba. Un día, oí que Gerardo Diego firmaba ejemplares de un libro suyo en Espasa, en la Gran vía, y tras comprarlo, y pedirle que me lo firmara, le solicité que hiciera otro tanto en la antología. Al verla, exclamó “¡Esto es otra cosa!” y un tanto despistado, sin tener en cuenta que yo no había nacido cuando se editó, me puso: “A Juan José Sánchez, felicitándole por su paciencia. Gerardo Diego. 1.980”.
Y hablando de firmas y dedicatorias.
Desde su primer libro fui comprando los publicados por
Eladio, leyéndolos con verdadero gusto y emoción. En varias ocasiones le solicite que me firmara alguno. Se
resistía a ello con bromas y cambios de conversación. La única dedicatoria que
le conseguí arrancar no es en ninguno de sus libros sino en una antología del
Grupo Guadiana de Ciudad Real, publicada por el Instituto de Estudios Manchegos
en 1971 que me había regalado mi, entonces, jefe, el Tesorero del Ayuntamiento
de Madrid, Camilo González Osorio, (q. e . p .d.) manchego también, que
figuraba en ella como integrante, en su día, de aquel grupo, y, por supuesto,
Eladio, que dando, una vez más, muestra de su memoria, le recordaba y recordaba
un poema que leyó en la ocasión en que se conocieron. Había ya publicado, Eladio, “Marisa sabia y
otros poemas” por el que le dieron el premio Nacional de Literatura. Recuerdo
que llevaba yo en la mano la antología y estábamos con alguien más en un bar
junto al Ateneo, donde entonces estaba la Estafeta literaria, de la que era
Redactor Jefe (el bar en la esquina de la calle del Prado con la del León). Me
pidió la antología para darla un vistazo, pues él aún no la había recibido, y aproveché para pedirle que me la firmara
junto a sus poemas. Entre excusas suyas
e insistencias mías, accedió por fin, y me puso, en su estilo más
tomellosero:
”A mi amigo del alma Ondal
que es un macho a carta
cabal.
¡Viva Tomelloso!
Eladio Cabañero”
La prodigiosa memoria de Eladio no solo era literal, gráfica
o anecdótica. Era también auditiva. Recuerdo una vez, después de mucho tiempo
sin vernos, que pasé por el Café Gijón.
Subía Eladio de la planta de abajo y aún
en las escaleras, a contra luz, cuando su coquetería le impedía ponerse gafas
para complementar su deteriorada visión, ante mi saludo, por la voz, y así me
lo dijo, me reconoció.
En sus últimos años perdí su pista. Dejé de verle. Un día de
julio de 2000, estando de vacaciones, me sorprendió la noticia de su
fallecimiento, que, tal vez por las fechas veraniegas, no tuvo la repercusión
en los medios de difusión que, por sus méritos, merecía. Una breve nota necrológica de EFE en El País
(24. 7, 2000) se limitaba a decir que “Eladio
Cabañero, premio Nacional de Literatura en 1963 y premio de la Crítica en 1971,
falleció el sábado en Madrid a los 69 años. Cabañero murió en el Hospital de la
Princesa, tras agravarse su estado de salud, precario en los últimos tiempos
desde que en septiembre de 1996 sufriera una trombosis, por la que tuvo que
permanecer ingresado varios días.”
Sigo recordándole con el cariño que sabía inspirar: sigo leyéndole y
releyéndole con admiración y deleite.
De él me serví en la comida de despedida que me dieron con
ocasión de mi jubilación en el Club de Campo en marzo de 2008, después de los
cuarenta y dos años de servicios al Ayuntamiento de Madrid, para concluir mi
intervención con los versos de su poema Despedida, que, con cariñosa y
emocionada cita, leí porque venían a cuento en su literalidad.
“Como
el olvido es malo, nunca olvido;
han pasado estos años… Ahora veo
que es necesario hablar de despedirnos,
de un documento extraño que se firma
para dejar de ver a los que amamos.”
Sirvan ahora, también, cuando
se cumplen veintiún años de su partida, como muestra de que permanece en mi
recuerdo, en mi no olvido.
Madrid, 20 para el 22 de
julio de 2021.
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Jueves, 15 de Mayo del 2025
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