Ha pasado
un año y sigo cuidándolos. No estoy demasiado viejo aún y lo sé porque el
tiempo, contra el que lucho, parece haberme dado un respiro. Los niños subieron
a su habitación hace unos minutos y yo me quedé en el sofá, medio vencido,
pensando en irme a la cama, aunque sin demasiadas ganas.
Tienen
trece y doce años y yo soy el único adulto en sus vidas. A veces creo ver en
sus ojos el miedo a que me marche, como lo hicieron sus padres durante el
primer confinamiento. La covid se llevó a mi niña, de cuarenta y cinco, y a su
marido Pepe, de cuarenta y ocho. Fueron de los primeros, aunque resistieron dos
meses en la UCI. A mediados de mayo ya se habían ido y, bien sabe Dios, que yo
lo hubiera hecho también de no ser por estos dos pequeños, que ahora duermen en
las habitaciones de arriba.
—Abuelo, te quiero
mucho —me dice todas las mañanas Elisa antes de irse al instituto con su
hermano.
Me
resulta imposible no ver a mi niña en ella, aunque la voz de la pequeña tiene
ahora esa mezcla de miedo y esperanza, tensada por la incertidumbre. «Abuelo,
te quiero mucho, así que no se te ocurra dejarnos solos», me parece escuchar en
realidad, entre sus palabras.
La vida
se parece poco a la que me saludaba hace unos meses a diario. No lo digo por
las restricciones, sino por lo que acabo de contaros. Perder una hija en vida
es algo inexplicable y tan doloroso que uno hasta se arrepiente de haber nacido.
Se suponía que debía marcharme yo en lugar de ellos. Y que serían ellos quienes
no pudieran despedirse de mí y, acaso, pudieran asistir a mi entierro, solos,
acompañados de los operarios del ayuntamiento. Las tornas cambiaron y era yo
quien se hallaba erguido sobre la tierra y vosotros quienes ahora estabais bajo
de ella. Un trece de mayo del veinte en el que se congeló mi vida y me
prohibieron, primero desaparecer y, segundo, envejecer.
Tengo dos
soles a los que acompañar mientras crecen, así que todas las mañanas, tras
vencer momentáneamente a la melancolía, me pongo en marcha y hago la casa. No
me esmero mucho, pues se hace lo que se puede y el desorden, con los años,
termina por vencerte (o convencerte). Medio arreglada la faena, es hora de irse
a la compra. Ando, ando y ando, porque caminar me ayuda a ver a mi Elisa en
cada calle. Y me paro con los que aún hemos evitado al bicho. Echamos un rato
hablando de Fulano, que no pudo con él, o de Mengano, que tuvo más suerte.
—¡Has perdido peso,
Manolo! —me dicen en el súper y yo les digo que es que ahora estoy más joven
porque mis nietos me llevan a la moda. Algo de cierto hay, pues Elisa me regaña
si me ve desarreglado.
—¡Abuelo! Hay que ir
guapetón porque así tiene uno más ganas de vivir —me dice la niña y me dan unas
ganas de llorar que para qué. Aprieto los dientes y la abrazo.
—¡Claro que sí! ¡De
mañana no pasa! —le digo mirándome al espejo del recibidor.
Siempre
me gustó la cocina, pero la de campo y días de fiesta. Bueno, Manolo, dirán ustedes,
¿acaso no comía antes? Y sí, cierto es que lo hacía, pero no es lo mismo
cocinar para uno solo (incluso repetir comidas) que tener en mente el menú
infantil de la semana, con las consabidas discusiones y regañinas porque se me
ha ocurrido meter lentejas los lunes o potaje los jueves. Hoy toca pasta. Esa
es otra, porque a mis nietos les encanta, pero a mí…
—Abuelo ¿no comes
macarrones? Están buenísimos —apunta el pequeño, que se llama Adrián y está de
alto como yo (y de mozo como su padre).
—El abuelo Manolo
prefiere un pimiento «encebollao» y unas patatas panaderas (a lo pobre, que
también se llaman) pero no estas cosas hechas con no se qué —les digo como en
broma, para que se metan conmigo y olvidemos un rato las cosas tan tremendas
que pasan en este mundo. Y sigo con las explicaciones:
—El abuelo es así,
Elisa. Un antiguo que no sabe comer «pasta». Por no saberla comer, me da hasta
vergüenza nombrar esa palabra. Me parece demasiado moderna.
—¡Pues hay que comer
pasta para hacer los deberes! Que lo dice mi profesora de matemáticas.
¡Ay los
deberes! Ahora ya los tengo más o menos asimilados. Fue durante el curso pasado
cuando aprendí un nuevo lenguaje, que llamaban algebraico. Además, con ayuda de
internet y de los vídeos que por allí salen, le fui cogiendo el truco a las
oraciones, a los poetas, a los que vivían en Mesopotamia e incluso, a mis
setenta y ocho años, al fitness que nos encargaba el profesor de educación
física. Cuántas cosas se aprenden por la fuerza y cómo está el mundo de loco,
pues en esos vídeos hay de todo, aunque no abunda lo bueno y me apena que
exista tanta mala baba y tanta envidia, sin que esta última sirva para mejorar
sino para hacer más daño. No está bien reírse de todo y andar, casi todo el
tiempo, amargado.
Cuando
los niños se acuestan (eso dicen para que no me preocupe, pero yo sé que se van
para hablar con sus amigos a través del móvil) doy gracias por haber vivido un
día más, que a mis años ya cuentan. No me olvido de mi Elisa ni de su Pepe y
así, en penumbra, me viene a la cabeza que, tal vez, no lo estoy haciendo tan
mal y pienso que mi hija, si acaso pudiera verme desde algún sitio, estaría,
más o menos contenta conmigo, a pesar de mis manías y mis defectos.
—Si puede
ser, —me digo —prefiero quedarme unos cuantos años más, hasta que los niños ya
no me necesiten.
—Si puede
ser, —vuelvo a decirme —prefiero marcharme entonces, justo antes de ser una
carga, que ya es bastante la que llevan en sus corazones, esa misma que provoca
la ausencia de unos padres.
*****
—¡Cariño!
¡Elisa! ¿Estás en casa? ¿Qué te ocurre? —pregunta Luis al ver las lágrimas en
mis ojos. Se sienta a mi lado y me da un beso en la mejilla.
—Nada
—respondo, tratando de sonreír. —Estaba leyendo el diario de mi abuelo Manolo.
Lo encontré esta tarde, mientras guardaba sus cosas. No sabes ¡Cuánto lo echo
de menos!
Ramón Castro Pérez trabaja como profesor de Economía en el IES
Fernando de Mena (Socuéllamos, Ciudad Real). Escribe relatos cortos en su blog Marlentina.
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