Opinión

El precio del confort

Ramón Moreno Carrasco | Martes, 17 de Agosto del 2021
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Este verano nos han brindado doble sorpresa, dado que, a la ya clásica subida de los carburantes fósiles como consecuencia del aumento de la demanda para desplazamientos de asueto y vacaciones, también nos han subido de manera exorbitante el precio de la energía eléctrica, imprescindible en los hogares actuales.

Los avances tecnológicos y científicos nos han aumentado la confortabilidad de nuestra vida y hábitos diarios, hasta el punto de percibirlos como necesidades primarias cuando en realidad no lo son. Quienes tenemos cierta edad, sin que se nos pueda calificar de viejos, hemos vivido en hogares calentados con leña, donde solo había una televisión en blanco y negro con dos canales, e incluso la compra de alimentos debía ser cuasi diaria, ya que los rudimentarios frigoríficos de entonces, comparados con los existentes ahora, junto con alimentos más naturales y carentes, de conservantes hacían imposible proveernos de ellas para un tiempo superior a dos o tres días.

Quienes viajan al extranjero, especialmente a lo que conocemos como el mundo subdesarrollado (en mis tiempos de la extinta EGB tercer mundo), o se preocupe de estar medianamente informado sabrá que una parte mayoritaria de la población vive sin dichas comodidades.

Ello es una demostración empírica que de la percepción de primera necesidad que tenemos de ciertas cosas no es tal, sino que han sido esos mecanismos de ingeniería social de los que les he hablado anteriormente los que han elevado a tal categoría ciertos bienes materiales e intangibles, en cuya ausencia nuestra vida, si bien menos confortable, no correría peligro alguno. Como dice el ínclito escritor, don Arturo Pérez-Reverte, que un botón haga de manera automática ciertas tareas cotidianas es genial mientras éste funcione, ahora bien, si hay una incidencia susceptible de que el botoncito de las narices deje de cumplir su función y carecemos de alternativas, la cosa cambia, ya que te encuentras en un callejón sin salida.

Esto es justamente lo que sufrimos en la actualidad. Un hogar sin electricidad, como vivieron muchos de nuestros abuelos, ahora se convierte en una casa diabólica e imposible de habitar. Los alimentos que tenemos almacenados se descompondrían, ante la ausencia de los antiguos fregaderos nos sería mucho más difícil lavar nuestra ropa, no la podríamos planchar, etc. Dicho de otro modo, las comodidades actuales, lejos de ser opcionales, nos las han impuesto, creando dependencia de ellas. Este fenómeno llega aún más lejos, toda vez que dicha exigencia ha venido acompañada de una renuncia a alternativas que permitan adaptar nuestras particularísimas condiciones personales a las cambiantes necesidades de cada momento.

Lo siniestro de todo ello radica en que todas esas comodidades, tales como electricidad, telefonía móvil, canales de televisión de pago, videoconsolas, internet, tarjetas de crédito, etc., están explotadas por empresas en régimen de oligopolio, cuyo accionariado está en manos de esa minúscula proporción de la población que acumula la gran mayoría de la riqueza mundial.  Para entendernos, si cogemos una simple calculadora y hacemos cuenta de lo que le pagamos a papa Estado vía impuestos, directos e indirectos, al banco por la hipoteca y a estos grandes emporios empresariales con obscenos beneficios anuales, llegaremos a la conclusión de que trabajamos para ellos.

He leído en algún sitio, y de veras que lamento no poder dar detalles exactos de donde, que la mejor forma de someter a la población consiste en inducirla a tomar ciertas decisiones bajo la falsa creencia de que éstas son tomadas libre y conscientemente. Es un mecanismo verdaderamente ingenioso, propio de las más depravadas mentes, que al imponerlo de manera masiva se eleva a la categoría de costumbre, entendida como una norma no escrita cuyo incumplimiento es debidamente sancionado vía exclusión social. Los ejemplos que se puede poner de ellos son infinitos; si a cualquiera de la mayoría de nosotros nos dice un conocido que por convicción propia no utiliza teléfono móvil, y he conocido a alguno así, pensaríamos que vive de manera arcaica. Si visitásemos a un amigo y su casa estuviese iluminada por velas, en vez de con luz eléctrica, probablemente no volveríamos. Si carecemos de tarjeta de crédito ya no podremos comprar bienes y servicios en determinados establecimientos, ahora minoritarios, si bien es un fenómeno en aumento.

Estas acciones se complementan con otras implantadas anteriormente y las que ahora están en la reserva para un futuro inmediato. Se trata de ocultar la íntima conexión que hay entre ellas, para fagocitar su asimilamiento y evitar colectivas oposiciones a sus espurios intereses. Las medidas se establecen de forma paulatina, espaciadas en el tiempo unas de otras, no sea que caigamos en la tentación de relacionarlas.

Compañías suministradoras de energía en cualquiera de sus formas (electricidad, gas, combustibles fósiles...), aseguradoras, banca y servicios de telefonía e internet, se configuran siempre bajo el mismo modelo oligopolístico, llevándose la proporción mayoritaria de los recursos que generamos con nuestro trabajo, sin que nos sea posible eludirlas.

A su misma vez dichos artefactos económicos, en tanto que generan la gran mayoría del empleo, directa e indirectamente, lejos de aceptar los mandatos de los poderes legitimados democráticamente, condicionan a los últimos con chantajes más o menos subliminales, sabiendo que de decidir irse para establecerse en otro territorio les generarían un gran problema social.

Y para terminar el cuadro tienen un control de las autoridades más laxo, esto es, menos inspecciones tributarias y de trabajo, lo que les permite conculcar esas normas cuyo estricto cumplimiento sí es exigido tanto al ciudadano de a pie como a las pequeñas y medianas empresas.

Así es como los conceptos de libertad, soberanía e intimidad son minados a diario de forma subrepticia. Se trata de los herederos de esa nobleza privilegiada del Medievo, ahora poseedora de las grandes fortunas, que, lejos de resignarse, han sabido aprovecharse del avance tecnológico y científico para recuperar el terreno perdido. Solo comparando la mejoría de nuestra propia vida con la de ellos nos daremos cuenta del verdadero expolio que estamos sufriendo. 

Lo más trágico de ello es la ausencia de conciencia al respecto. En la América colonial, el esclavo de color era perfectamente consciente de su situación, lo que implicaba un peligro potencial de una revuelta o rebelión. Esto ahora es inconcebible, pues todos percibimos que nuestra vida es ultramoderna, mientras nuestras necesidades aumentan y cada día somos un poquito más dependientes de ellos.

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