Feria 2021

Discurso de Elvira Sastre en la Fiesta de las Letras 2021 de Tomelloso

Elvira Sastre Sanz | Miércoles, 1 de Septiembre del 2021
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Reproducimos íntegramente el discurso de la Mantenedora de la LXX Fiesta de las Artes y las Letras, Elvira Sastre.

Tomelloso, bueno es siempre el día si me acoges. Hueles a paisaje de interior, a llanura de color añejo, a todas esas cosas que se encuentran sin necesidad de buscarlas. Suenas a esfuerzo recompensado, a sueño cumplido, a árbol bajo el que una puede siempre cobijarse del sol.

Vengo de la otra Castilla y conozco bien el abrazo de la tierra seca. No todos comprenden la bondad del interior, pero aquellos que la hemos habitado sabemos qué significa la raíz que brota a pesar de la falta de agua o del frío más duro. Esta tierra, estos pueblos casi hermanos, son para mi infancia, mi calma, mi casa. Es por ello por lo que celebro con un orgullo casi propio el hecho de que la cultura llegue a estos parajes, a mis vecinos, a todos aquellos que no quieren irse.

Yo tuve que marcharme a Madrid porque leí toda la poesía que me daba mi ciudad y seguía teniendo sed. Eché en falta espacios como este, poetas como los vuestros, lectores como vosotros. Eché en falta facilidades para descubrirlos, poder llegar a sitios a los que yo sola no lograba llegar. Recuerdo tardes largas en la biblioteca usando a escondidas el carné de mi padre porque ya me había leído todos los libros de la sección infantil y no podía acceder a la planta de arriba. Recuerdo, también, el reproche de una profesora que me recriminaba por leer libros que no eran para mi edad. A eso me refiero.

¿Para qué las puertas cerradas? ¿Para qué las butacas desocupadas? ¿Para qué los oídos tapados, los ojos cerrados, las manos vacías? ¿Por qué les colgamos etiquetas a los libros?
¿Por qué los convertimos en algo obligatorio o exclusivamente recomendado? ¿Por qué también en esto queremos gobernar? Para mí un libro siempre ha sido un símbolo de la libertad más absoluta.


Fui una niña diferente, pero nunca me sentí especial. Leía porque veía a mis padres disfrutar haciéndolo. Cuando llegaba la hora de apagar la luz, me metía bajo las sábanas con una linterna y, empapada en sudor, acababa mi libro. Cuando tenía un examen, colocaba el libro encima del de texto y aprovechaba paseos lentos hasta la cocina para terminar un capítulo que nunca era el último. Cuando tocaba baño, me encerraba durante dos horas con un libro y no salía hasta que los dedos de los pies se arrugaban como una sábana por la mañana. Cuando debuté con la diabetes y tenía que ir de tanto en tanto a un hospital de Madrid en un tren que paraba en todos los pueblos existentes, no me importaba porque era mi rato de lectura y el viaje, en vez de asustarme, se convertía en una aventura. Cuando merendaba con mi prima en casa, sabía que mi rato de lectura estaba por encima del juego. Y no pasa nada. Lo entendían. En esa época todo era sencillo. Es parte de la magia de la infancia: una no se cuestiona nada, aunque el resto lo haga. Ahora echo de menos esos ratos en los que no existían preocupaciones. Leer sin otra cosa en la cabeza. Eso es para la infancia.

La primera vez que escribí algo, sentí que no era lo mío. Me gustaba tanto leer que no lograba encontrar el mismo placer en la escritura. «Para qué», pensaba, «si ya tengo lo que necesito». Siempre he tenido cierta tendencia al conformismo, pero me equivocaba: la escritura me ha enseñado que todo aquello que no me creo capaz de hacer o merecer no existe. Como estar hoy aquí, por ejemplo, llevando un título tan importante como el de Mantenedora, que tan grandes nombres ha recibido. El caso es que no sentí nunca una necesidad extrema de escribir, pero entonces me enamoré por primera vez con doce o trece años y mientras trataba de entender qué era lo que me estaba pasando descubrí la poesía en el libro de Lengua. En concreto, un poema de Bécquer: ¿Qué es poesía? / dices, mientras clavas en mi pupila / tu pupila azul. / ¿Qué es poesía? / ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía eres tú. Y entonces algo se iluminó en mis manos, en mi mente, en mi cuerpo, hasta en mis dedos de los pies. Una luz que llevaba apagada mucho tiempo, esperando paciente su turno, empezó a alumbrar partes de mí que creía a oscuras, partes que no lograba descifrar ni entender. Así entró la poesía en mi vida: iluminándolo todo. Comencé a comprender entonces qué era lo que estaba sintiendo, y así llegaron los poetas a explicarme lo que me estaba pasando. Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Machado, Cernuda, Gloria Fuertes, Rosalía de Castro. Ellos fueron los primeros. Después guardaría el libro de texto y saldría audaz en búsqueda de otros. Así llegaría a mi vida Benjamín Prado, mi poeta. En sus poemas encontré la palabra exacta, un espejo. Fue como si alguien viniera y me dijera, mirándome a los ojos: «Estoy aquí. Entiendo lo que sientes. No estás sola». Y ya nunca más lo estaría. Llegaron Salinas, Ángel González, Karmelo C. Iribarren, Marwán. Llegaron Raquel Lanseros, Idea Vilariño, Luis García Montero. Llegaron Benedetti y Neruda. Y aquel amor imposible se convirtió, en un golpe de luz, en poesía que lo haría posible todo.

Después de leer a Benjamín Prado, uno de vuestros Mantenedores y siempre mi poeta, sentí algo distinto. Al leerle a él y verme a en sus versos, por un instante me sentí capaz de hacer lo mismo, de usar sus palabras para escribir yo mi propia historia, de convertir su amor en el mío y utilizar sus mismas comas en poemas escritos por mis manos. Benjamín es un poeta de lectores, un poeta próximo a quien le lee, un poeta de escenario y librería, un poeta de palabra directa y metáfora cercana. Y esa es la poesía que a mí me gusta: la poesía que no se queda en las estanterías llenas de polvo, que no está solo al alcance de unos pocos, que no requiere de un conocimiento extremo para comprenderla. La poesía que no es jeroglífico sino respuesta.

Hubo un tiempo en el que la poesía estuvo relegada a los departamentos de las universidades. Pero también hubo un tiempo en el que la poesía ocupaba los pueblos, llenaba las plazas, paseaba de voz en voz y formaba parte de los cantos de los juglares. Hubo un tiempo en el que los poetas eran filósofos y los poemas llenaban periódicos y los libros de poesía no ocupaban los estantes más recónditos de las librerías, sino los más importantes y destacados, y los más formados devoraban sin descanso versos y versos. Hubo un tiempo en el que el poeta no era poeta si no había un señor que lo señalara y eligiera y las poetas eran relegadas a meros seudónimos masculinos. Hubo un tiempo en el que no eras tú el que elegías al poema: era el poema el que entraba en tu vida como un rayo de luz, impertérrito a las oscuridades. Eso fue siempre en mi vida. Y eso sigue siendo a día de hoy.

Ahora, poco a poco, la poesía vuelve a desplegar sus alas después de un largo tiempo escondida, y llega a sitios en los que nunca estuvo: una pared en un pueblo de León, una camiseta de color pastel, un anuncio de cerveza, un tatuaje en las costillas. La poesía vuelve a llenar teatros, estadios deportivos, terrazas modernas, bares de cola en los baños. La poesía aparece de pronto en la pantalla de un teléfono de un adolescente que no la busca, pero detiene sus ojos, ya siempre fijos, sobre ella. Regresa a las manos de una anciana que ha olvidado todo menos los poemas de su juventud. Construye un refugio a una mujer maltratada al otro lado del mundo. Forma parte de la enseñanza de un profesor que, esta vez sí, escucha a sus alumnos y les da lo que piden. Pone palabra a lo que siente un hombre que se divorcia y cambia de vida. Le explica a la soledad que el amor es otra cosa y el olvido su remedio. Forma parte de los programas educativos de maestros que se atreven a salirse de los márgenes. Sirve de declaración de amor y petición de mano y también sirve de despedida y consuelo. Se escucha en proclamas feministas en las manifestaciones más importantes y significativas. Vuelve a ser reescrita por los jóvenes a los que nunca nadie debió arrebatársela. Encabeza talleres que colgarán el cartel de aforo completo. Es protagonista de veladas tan inolvidables como la de esta noche.

Y todo esto, entre otras cosas, es gracias a pequeños rayos de luz que, como el poema de Bécquer, creen en la palabra y lo iluminan todo, como este pueblo, este lugar encontrado entre unas coordenadas del interior de la península, este espacio de suelo de piedra y fachada blanca donde la cultura no solo sobrevive, sino que supervive, ajena al camino que otros quieren marcarle. Aquí, en Tomelloso, este pueblo manchego, la cultura nunca fue algo obligado: ha formado parte de la educación de generaciones y generaciones como una mano que acompaña en el camino. No es casualidad que esta tierra sea cuna de artistas de toda índole: un pueblo culto es un pueblo libre. Y eso es lo que sois: un pueblo libre y sabio que abraza el conocimiento y lo expande, como una sábana blanca, sobre el campo que habita para que el sueño sea dulce.

Vivimos una época en la que la cultura forma parte del relleno de los discursos, en la que los escritores y demás artistas han de buscar sustento en otros trabajos y en la que quien manda borra uno a uno los nombres de los autores más importantes de los libros de texto. Hace un tiempo, en un viaje a Argentina, una amiga me contó que allí en los institutos estudiaban, aparte de literatura hispánica, literatura japonesa. Con vergüenza en los ojos tuve que contarle que aquí acababan de eliminar de los temarios a los últimos autores latinoamericanos que estudiábamos, por no mencionar el hecho de que la presencia de mujeres es prácticamente inexistente. Poco existe aquí más allá de los márgenes de lo clásico y lo masculino. Yo misma he sufrido esta discriminación en numerosos actos artísticos e institucionales: miradas de desprecio, barbillas que se inclinan para preguntarme con los ojos qué hago yo ahí, una necesidad diaria de tener que demostrarle al mundo que merezco estar donde estoy por el simple hecho de ser mujer y de ser joven. Pero ¿saben qué?, nada de eso importa cuando una llega a lugares como este, donde el cariño es como la ola del mar un día de verano.

Vosotros fuisteis uno de los primeros lugares en acogerme, hace ya muchos años, y os llevo en mi memoria con ternura, honor y agradecimiento. Yo era una chica que empezaba a compartir sus poemas con el mundo, con timidez y sin pretensión, y vosotros me recibisteis como si llevarais toda la vida esperándome, con generosidad y respeto. Fue en Tomelloso donde recibí el silencio interrumpido solo por un aplauso sincero. Fue Tomelloso uno de los lugares que me dio la fuerza y confianza necesaria para seguir haciéndolo. Fue Tomelloso uno de los hogares que me convirtió en la mujer que soy hoy. Las primeras oportunidades no son solo eso: son impulsos, como la mano de un padre o una madre en la espalda del hijo que empieza a caminar. Que nadie se confunda: el escritor no necesita el aplauso, su alimento es la comprensión del otro. Y este lugar es un bálsamo para mí, un estímulo para hacer las cosas bien, aliento para los días en los que otros me roban el aire.

He tenido el gusto de pisar vuestra tierra para compartir mi poesía y de aquello recuerdo el respeto, las ganas, el cariño. Por aquel entonces yo empezaba y quiero disculparme por los nervios, la mano que temblaba y las palabras en las que pude equivocarme. A pesar de ello, volvéis a llamarme hoy, después de una de las épocas más tristes de este siglo, una pandemia que llegó para encerrarnos y alejarnos, para enfermarnos y enfrentarnos, para rematar la cultura que, como ser libre y vivo, empieza poco a poco a remontar el vuelo.

Por eso es tan importante, tan verdaderamente importante, la labor que aquí hacéis entre todos y todas, desde las instituciones hasta los vecinos que acompañan sus propuestas. Es emocionante que un pueblo pequeño de espacio y grande de alma como este invierta tiempo, dinero y toneladas de ilusión en preservar la literatura y la cultura, en hacerla fácil y elegible para todos los públicos. Es de espíritu valiente dedicarle jornadas al arte en estos tiempos en los que algunos se empeñan en alejarnos de él porque saben que es lo que nos arma y nos hace capaces como seres humanos. Siento mucho orgullo por haber sido la Mantenedora elegida este año, recogiendo el testigo de los nombres más importantes de mi librería, un título que llevaré en la solapa toda la vida. Pienso en todas las mujeres que hicieron posible con su trabajo y, por desgracia, anonimato, que yo esté aquí hoy y solo pienso en colocar sus nombres delante del mío en cada logro conseguido, porque por ellas soy, por ellas somos.


Quiero aprovechar este momento de mi discurso para hacer lo que otros hicieron en su momento conmigo: usar mi altavoz para compartir poemas de otros poetas. He tenido el gusto de empaparme de la poesía de distintos poetas de Tomelloso y no quiero perder la oportunidad, aquí desde el escenario, de compartir algunos de mis fragmentos y poemas favoritos con vosotros y vosotras:

Gabriel Nan, Un minuto

He destruido todos los documentos que mostraban que te quería, / todo el vino de las palabras. / En un minuto de libertad, / he bloqueado todas las ventanas que daban al mar. / Nos queda la máquina automática del pasillo, / y sobre la telaraña entre las espinas, / un cementerio de cuentos sin cruces. / El rocío se olvidó de su arcoíris. / Las velas de la media noche, han encendido en nosotros palabras de piedra. / En un minuto hemos destruido el tratado de paz entre dos pueblos. / Nos quedan los pozos de agua y una fosa común, / una lámpara fundida sobre los papeles de una aduana. / Entre las estrellas, sobre la tela de araña, / el universo olvidó su llave. / Ahora entiendo por qué llorabas cada mañana mirando el mar.

Félix Grande, fragmento de El desterrado del Espasa

Vengo a pedirle a usted la mano de su hija. / Permítame que me presente: Tengo / setenta y tres años cumplidos. Mi padre / defendió a tiros la República. / Tras la derrota tuvo suerte: no le dieron garrote vil. De los ocho hijos que engendró / en el vientre de nuestra madre / vivimos cinco, todos varones. Todos cinco / queremos mucho, don Lorenzo, a Paquita, la hija de usted. / Y yo además la necesito: para durar, / para iluminar mi escalera, / para morir sin odio.

Eladio Cabañero, Esta tarde de lluvia

De niño le decían, bien se acuerda / –cuando su infancia estaba más oscura–: / «Ya saldrá el sol», como dando por cierto / que el sol siempre fue hermoso. Y referían / que hubo una vez un hombre que amó a alguien / y que se retiró a vivir al campo, / a alguna casa de labor, en donde / fue de nuevo feliz y amó apartado / con su familia, el sol y su conducta. / Esta tarde aquel niño quiere irse, / escapar de la lluvia en las ventanas / de cristal arrecido, hacia un recuerdo. / Dejar Madrid, salir de quintería, / existir más sencillamente, hallarse / lejos de tanta gente forastera. / Irse hacia un horizonte abierto en Iris, / muy lejos de esta lluvia tan amarga; / vivir donde está el sol humildemente / compartiendo la mesa de los pobres. / «Vivir allá –se dice– como aquellos / hombres, parientes, rostros ya apagados, / vidas oídas, gentes que vivieron / rodeados de sol y de romances; / campesinos hablando en buen Quijote, / de corral a corral, acompañados / de novias que aman mucho y no lo saben...». / Irse quiere hoy con ellos. (Qué difícil / la paz desconocida.). Quiere irse / de Madrid y su presente doloroso, / allí, a su mancha; escapar del mundo, / ser invisible, oral, tomar acaso / el camino final del amor puro.

Guadalupe Grande, la gran homenajeada de este año, fragmento de Para un poema borrado

El amor es eterno mientras dura, pero la muerte no interrumpe nada. Entre la duración necesaria e inexistente y la continuidad de lo vivo, tal vez las palabras, la huella de las palabras. El bisabuelo tenía el pecho tan grande como el desierto. Mi padre recuerda la llanura de castilla, yo veo un inabarcable horizonte de dunas donde cabían todas las esperanzas de los que esperan y desesperan.

El bisabuelo se afanaba en abrillantar vientres de tinajas como si le abrillantara     el estómago a la ballena que se tragó a Jonás. Necesaria esperanza imposible de los desheredados: consolar al dragón, dejar las migas en el camino para los antepasados, adecentar las mazmorras del porvenir, convertir el azufre en miel; al fin, atravesar el estómago del desierto con una semilla de uva, un dedal de aceite, una monda de naranja en primavera y la brújula imantada por la tinta invisible con que se escribe este poema borrado.

Antes de irme, quiero volver a agradeceros, tal y como seguiré haciendo toda mi vida, que hayáis seguido esperándome con el mismo amor, con el mismo cariño, hasta el día de hoy, en el que me nombráis con el hermoso título de Mantenedora, y que con tanto orgullo recibo. Quizá no lo sepas, Tomelloso, pero eres tú el lugar que nos mantiene a todos los que sabemos que existe la poesía y que existirá siempre mientras alguien la espere. Gracias por ello. Gracias por siempre. Deseo volver a encontrarnos pronto. Mientras tanto, miraré con orgullo mi solapa con vuestros colores, siempre cerca del corazón.

 

Muchas gracias.

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