Era puro sentido común, se acercaba el otoño y las
noches empezaban a ser más largas. Nunca le había costado madrugar, pero
aprovechaba esos minutos de más para remolonear entre las sábanas antes de
levantarse. Sin embargo, al enterarse del inmediato viaje que le había surgido
a su amigo, le insinuó la posibilidad de acompañarle y éste, ante su propuesta,
le expresó sus dudas con una sonrisa pero al amanecer, como se conocían
sobradamente, no se sorprendió al verlo preparado y dispuesto para la ocasión.
De repente había surgido la oportunidad perfecta para
pasar más tiempo juntos y, sobre todo, privadamente, sin que nada ni nadie los
distrajera, quería disfrutar de su compañía en la intimidad a la que invita el
habitáculo del coche, una emoción que deseaba a pesar de su predisposición al
mareo cuando iba de pasajero copiloto.
Habían dejado atrás las estribaciones de la sierra sin
poder admirar tan bello paisaje, pero apenas importaba porque a su mente
acudían encinas y castaños que en anteriores viajes quedaron grabados en la
memoria. Sin embargo, nunca antes tuvo una imagen tan sugestiva como cuando
atravesaron las instalaciones de la mina. Las luces del complejo, las chimeneas
y las cintas transportadoras que cruzan la carretera le impresionaron. Al momento,
y entre la bruma, aquella vista le recordó a esos filmes catastróficos o de
ciencia ficción donde se refugian los rebeldes que luchan frente a los
poderosos en un planeta que se extingue.
Fue al inicio del trayecto cuando iniciaron la
conversación, bueno, más que un diálogo empezó siendo un monólogo porque solo
hablaba él, que, además, se había pertrechado de una botella de agua para que
su garganta pudiese aguantar tanta cháchara.
Su amigo se limitaba a conducir y, aunque es un
avezado conductor, mantenía una prudencia que presumía para él, pues el
cuenta-kilómetros nunca sobrepasaba la velocidad que la vía demandaba, y es que
tenían tiempo suficiente para no incurrir en excesos.
Su amigo nunca había sido muy hablador, aunque ahora
con la edad se prodigaba un poco más. La ocasión era ideal para poner algunas
ideas en común puesto que, sus situaciones familiares se asemejaban bastante.
Hablaron, bueno habló él, sobre los hijos... Que si empiezan a ser mayores y
viven su vida, pero que hay que estar siempre atentos a sus necesidades.
Trataba de transmitirle o compartir sus dudas sobre su comportamiento
sobre-protector, de la excesiva tutela que ejercía o, simplemente, porque
debían aconsejar a sus vástagos en función de la experiencia que ellos ya
habían adquirido.
Se lamentaba de comportarse así, craso error, porque
nunca es recomendable ese amparo desmedido. En su defensa se refugiaba en la
frase que el personaje del padre en la serie televisiva "Cuéntame"
suele pronunciar resignado: "Los hijos no se acaban nunca". Los
kilómetros pasaban y él seguía con su soliloquio: Supongo que los progenitores
tenemos siempre una responsabilidad implícita por el simple hecho de ser
padres, luego allá cada cual con su compromiso o conciencia.
De soslayo observo a su amigo que, ante tales
afirmaciones, ni asentía ni negaba, pero era evidente que sus silencios tenían
más argumentos que su verborrea. Interiormente pensó en la suerte que tiene
cuando puede compartir con él sus ideas
o pensamientos más íntimos.
Sin embargo sobre algunos temas son conscientes de sus
grandes diferencias y de las distintas formas de actuar que manifiestan, pero
de ese contraste de personalidades nace el respeto que les sirve para renovar
su amistad a cada encuentro.
Él piensa que ninguno de los dos son dogmáticos y que
por eso, en ningún momento tratan de persuadir al otro.
Lo que sí comparten son sus miedos, sobre todo a la
ignorancia, a la enfermedad, al dolor y cómo no, a la muerte. También, el
desasosiego que produce la nostalgia y la añoranza. En un arranque de
sinceridad su amigo le confiesa que, a veces, acuden las lágrimas a sus ojos
cuando los recuerdos le atrapan. Quién lo diría, a ver si va a resultar que él
era el más flemático de los dos.
Ya ha amanecido y llegan a su destino. Mientras su
amigo se ocupa de resolver el asunto que les ha llevado a la capital, él se
dedica a recorrer el centro de la ciudad, una urbe que despierta con gente
diligente y presurosa camino del trabajo. En cualquier esquina nota el bullicio
de los escolares entrando al colegio. En su camino se encuentra por casualidad
con una rotonda dedicada a una saga de toreros vinculados a la ciudad. Al
momento surge la ironía ante un futuro hipotético y no le resulta descabellada
la idea de que, ante la nueva moda del revisionismo, aparezca un edil empeñado
en hacer desaparecer esa estatua del matador argumentando que la exposición de
su efigie puede herir las sensibilidades de muchos vecinos que defienden otros
valores ajenos a la tauromaquia. Desecha la idea y se reafirma frente a todos
los que desean reescribir el pasado en función de su razonamiento y se alegra
de que su amigo no se comporte así, porque es paciente y tiene la capacidad de
escuchar, aunque a veces sean sus sermones.
Como percibe el olor salobre del mar, sube una
empinada cuesta tratando de buscar el horizonte marino pero al llegar arriba
solo vislumbra los límites de la ciudad, el océano quedará seguramente detrás
de aquellas enormes silos de cemento del complejo petroquímico, pero apenas
puede divisar nada más.
Su amigo le anuncia que ya ha resuelto el asunto y,
después de un animado desayuno, inician el camino de vuelta. Recorren algunas
avenidas de las afueras y al tomar la autovía, ya se está despejando la bruma.
Pero justo antes de coger el desvío, su amigo empieza a hablar sobre la
importancia de las decisiones que tomamos, le cuenta que a veces elucubra sobre
cómo hubiese sido su realidad actual si hubiese tomado otros derroteros. Piensa
o especula si estaría más satisfecho si hubiese elegido con mayor audacia, un
razonamiento que le asalta de vez en cuando generándole dudas.
Ante tales comentarios él, que no suele dar consejos,
le refiere que frente a esas hipótesis, quizás nuestro destino está determinado
de antemano, y que en muy pocas ocasiones nuestra voluntad puede cambiarlo. Él
al menos cuando hace un sincero balance de su pasado se siente satisfecho,
quizás porque es más conformista que su amigo.
A la vuelta y a plena luz del día vuelven a divisar la
explotación minera. Ante sus ojos se abre un barranco de dimensiones inmensas,
como si el hombre estuviese empeñado en buscar el centro de la tierra. Por las
pistas serpentean como diminutas hormigas los volquetes que suben el mineral
hasta las instalaciones. Luego se sorprende del tamaño de esos camiones
aparcados al lado de cualquier nave, una visión que le da idea del gigantesco
agujero al lado de la carretera, un paraje gris y apocalíptico que emociona y
sobrecoge a la vez.
Al llegar a la sierra vuelve la belleza y la placidez
del paisaje, pero su estómago empieza a revolverse, abre la ventanilla y aspira
el aire fresco, ya queda poco y el viaje ha merecido la pena. Silencios y
charla han servido una vez más para renovar a cada encuentro ese cada vez más
escaso vínculo que es la amistad, por nada del mundo trataría de echarlo a
perder porque, aunque sea una frase hecha: "Quien tiene un amigo,
tiene un tesoro".
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
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Viernes, 19 de Abril del 2024
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