Opinión

La faja

Dolores la Siniestra | Jueves, 18 de Noviembre del 2021
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Estaba la otra noche, la del domingo, mi marido viendo no sé qué partido muy importante de la Selección –de ésos que suele haber cada tanto; o de la Selección, o del Madrid o del equipo que fuere y que no dejan de ser veintidós “desnalgados” corriendo detrás de una “peloteja”- cuando me aventuré a empezar la novela que me habían regalado con motivo de mi reciente cumpleaños.

Una siente pánico atroz a las fajas –las de los libros, las otras no las ha usado en la vida-, especialmente porque suelen utilizar una especie de metalenguaje, muy parecido al de los políticos, con abundancia y riqueza de expresión que rozan lo contorsionista.

En esos estrechos y siempre cortantes papeles aparecen, con frecuencia inusitada, expresiones como “distopía”, “resiliencia”, “caleidoscópica”, entre otras. Un importante esfuerzo publicitario, por parte de la casa editorial, o de ayuda de otros escritores, normalmente, amigos/conocidos –si es que eso es posible en un mundillo como el de la literatura- del autor.

Pues en ésas andaba, cuando me sumergí en una de las tan traídas novelas distópicas. En la misma, se planteaba un mundo en el que los niños han tomado el poder y se prohíbe, de manera autoritaria, la expresión de los sentimientos y la utilización de la palabra.

Obviamente, como en cualquier historia del género que se precie, quedan una serie de irreductibles, que pelean, aún, por recuperar la vida como antes se conocía o, al menos, por existir de un modo menos acorralado que el planteado por la dictadura de los infantes.

Para rematar el círculo, los niños cuentan con el apoyo de los animales, que vigilan que los humanos “mayores” -¿a qué diantres de edad le otorgan a una el calificativo de “mayor”?- no delincan, no se rebelen y, por ende, observen toda la normativa en materia conductual.

Y, yo, que ya saben que no alardeo de especialmente intelectual, pensé que esto de la novela distópica no se aleja tanto de las fábulas, de ésas que nos contaban nuestras abuelas de las cigarras y las hormigas, de las que reservaban para el final una moraleja o enseñanza -sencilla pero directa- que animaba a seguir los buenos principios y los valores de rectitud, sacrificio, empatía y buen comportamiento.

En las fábulas, en las de antes, no se ocultaba que la vida es dura, que nadie regala nada y que, en ocasiones –a veces, en demasiadas- la Justicia es un concepto que campa a sus anchas sin necesariamente atender, de un modo equitativo, a la derrota de cada cual. Lo que desde luego que aquellos esquemáticos relatos no favorecían era que cualquiera se “tirara a la bartola”, esperando que le pasaran de curso a pesar de haberse llevado el zurrón lleno de calabazas. Porque el mundo, así, en general, acostumbra a ser más bien como esos gatos que plácidamente sestean al sol, que a poco que te acerques te sueltan un zarpazo que te deja tiritando.

Cuando acabó el partido, mi marido vino a la cama, y yo que estaba sin faja, pero en pijama de invierno –con sus correspondientes pelotillas fruto del uso y abuso- y que son más efectivos para la anticoncepción que cualquier aro vaginal, pensé que, en el fondo, la mejor novela distópica es la que nos están haciendo vivir.

Desean apartarnos de nuestras tradiciones, uniformar nuestros gustos, invitarnos a regalar nuestra intimidad en redes sociales, hacernos sentirnos partícipes de una rueda de rapidez que, en el fondo, alcanza idéntico destino que el que arribaría una vida más pausada y, especialmente, cubrir de una capa de “caspa” y carácter retrógrado a todo aquello que huela a familiar o religioso.

A una columnista de El País, el otro día, la pusieron a caer de un burro porque apreciaba un matrimonio duradero. A los padres que vieron cómo atropellaban a su hija, un desalmado con tribuna diaria en un periódico nacional, se atrevía a criticarles por no entender la grandeza y hondura de su fe.

En el fondo, tiene sentido, uno empieza a utilizar términos confusos para definir realidades tangibles y, a partir de ahí, una crisis es una desaceleración, un cuchitril es una solución habitual, y me niego a intentar reproducir aquí las diferentes conceptuaciones que del sexo –o género- se pretenden arbitrar por los del pretendido avance progresista.  

Qué quieren que les diga, yo hace mucho que elegí no usar faja, pero no porque me obligara la moda, sino porque odio que me aprieten. Llámenlo libertad de elección. Llámenlo, mejor aún, libertad.

Y con las distopías y las realidades me ocurre igual… cuanto más me aprietan, más me joden –con perdón.

Revelo un secreto. En la novela, todo acaba abierto, sin solución clara… Como la vida, hasta que desde arriba te llaman a capítulo. 

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