La casa, que en su origen era de pastores, fue reformada en varias ocasiones y los cambios afectaron a la cueva, principalmente a la escalera que hubo que cambiar de ubicación. De hecho, el propietario nos muestra el relleno de piedra por donde iba la antigua. “En esta casa nací yo, justo al año de comprarla mi padre”, recuerda.

Bajamos  una escalera en forma de ele y observamos lo bien encalado que está el techo abovedado y las paredes. El arco fue esculpido magistralmente  por los picadores en la piedra algo que llamó profundamente la atención de Isidro cuando era un niño de ocho o nueve años, por cierto, edad en la que ya se tuvo que marchar a trabajar campo. “Y en el campo sigo”, dice con esa campechanía de la que tanto tiran los agricultores.  El arco se aplana a medida que vamos bajando.  Antes nos hemos encontrado el acceso al empotrado que presenta una curiosa forma con dos entradas. Alberga nueve tinajas de cemento que son de distintas capacidades: la mayor es de quinientas arrobas, pero también las hay de 450, 400 y 350. Isidro recuerda con claridad las cuentas de envase: “en esta cueva se podrían almacenar hasta cinco mil arrobas”. Antes, la cueva tuvo tinajas de barro, con lo que deducimos que su construcción se produjo hace más de un siglo.

Que la cueva pasó por diferentes etapas constructivas salta a la vista, sobre todo en el empotrado. Una parte tiene ménsulas, moldura y otros elementos decorativos por debajo de su balaustre y en la  parte de enfrente las formas son más listas y el balaustre ya es de metal. Algunas de las tinajas conservan la tapa de anea. El techo se encuentra en la tosca, horadado por dos lumbreras de desgarre trapezoidal que enseñan las diferentes capas del terreno: la parte dura y la parte más blanda. La humedad ha afectado a algunas de las paredes. Recientemente, en un día de mucha lluvia entró algo de agua y los bomberos tuvieron que intervenir.

Los peldaños de la escalera están recubiertos de cemento y las paredes están encaladas. “La cal  permite transpirar y así no se producen desprendimientos porque la humedad se va evaporando”, comenta la arquitecta Ana Palacios, que junto a José María Díaz, vuelve a acompañar a los dos periodistas de La Voz en nuestra visita semanal a las joyas del subsuelo tomellosero.  

Y como en tantas otras cuevas aparecen algunos utensilios y aperos relacionado con la viticultura tradicional. José María nos explica la función de uno de ellos, un rastro de la casca. No dejamos de aprender en nuestras visitas a las maravillosas cuevas de la ciudad. Ya van 83 y todavía quedan por visitar. Se las seguiremos mostrando con gusto a nuestros lectores.