Opinión

Oficios... de mujeres

Ramón Serrano García | Martes, 11 de Enero del 2022
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Con este entretenimiento mío de la escritura a lo único que aspiro es a pasar mis ratos lo más agradablemente posible, pero nunca, absolutamente nunca, a llegar a molestar a alguien con ella. Por tanto, y tras publicar hace unos días un artículo denominado “Oficios”, en el que me refería a varias ocupaciones, las más de las cuales ya desaparecidas, pero también la mayoría desarrollada por hombres, por lo que he pensado que quizás esto pudiera llegar a molestar al bando femenino, y de inmediato me he puesto a escribir otro que hablase de trabajos realizados por mujeres. En mi recuerdo son menos, pero tan curiosos y entrañables como los masculinos.

Un poco como testimonio de admiración, quiero empezar refiriéndome a las matronas, aquellas mujeres, unas, las menos,  debidamente tituladas, y otras que  sólo se valían para su trabajo de su larga experiencia, y estaban constantemente de día y de noche, esperando ser avisadas por la necesidad de su intervención, por lo que  al no haber locales debidamente acondicionados al efecto, se desplazaban y asistían domiciliariamente al proceso del nacimiento de un bebé en la misma cama de la parturienta.  Allí, tras una, las más de las veces, excesiva espera, y ayudadas por la madre o la suegra de la casi puérpera, o de ambas, sacaba al neonato de su “refugio nuevemesino” y le atizaba de inmediato un azote en las minúsculas nalgas para que la criatura comenzase a llorar, habiendo sido ella la exclusiva y total responsable del acontecimiento. Alguna se les fue, pero cuántas, cuantísimas vidas sacaron adelante.

Hubo en Tomelloso, en otros lugares no tanto, una actividad para las mujeres verdaderamente única. Esta ciudad está completamente minada por las cuevas donde se guardaban las tinajas que contenían la inmensa cantidad de vino que allí se produce. Los hombres, a base exclusivamente de picos y palas abrían los espacios suficientes para que luego se pudieran alojar en ellos las “hidrias” necesarias, aunque antes de esto tenían que ir parejas de mujeres que, a base de espuertas, sogas y garruchas,  hacían la penosa tarea de extraer toda la impresionante cantidad de tierra que había almacenada en el subsuelo. Su trabajo fue siempre muy reconocido, y en la actualidad hasta se les ha erigido una estatua en la plaza tomellosera.

Cómo no hablar, y con toda la admiración de que soy capaz, de las encajeras, oficio que se da en muchos sitios pero principalmente en Almagro, por legado de los habitantes holandeses que allí se establecieron en el siglo XVII, encargados de dar paso con seguridad al oro y plata procedentes de América y con destino a los puertos del norte de España, para luego acabar en los Países Bajos, aunque de esta afirmación hay opiniones que disienten. Sea como sea, lo cierto es que las encajeras saben hacer verdaderas y bellísimas filigranas con el hilo, y sus labores, los tejidos de mallas, lazadas y calados, son muy dignas del mayor aplauso y reconocimiento, hasta el punto que decir que se ha tenido que hacer encaje de bolillos significa que se han tenido que llevar a cabo trabajos muy complicados y delicados para poder conseguir lo que se pretendía.

Las modistas, y me estoy refiriendo a las modestas que no a las de alta clase, existieron y siguen existiendo hoy aunque en mucha menor cantidad. Hace años la ropa, tanto de hombre como la de mujer no existía confeccionada y eran los sastres para ellos y las modistas para ellas los que hacían posible su uso por su confección y posteriores arreglos. Pero aparte de esa actividad de crear y reparar, las modistas tenían un taller en el que, al mismo tiempo de llevar a cabo sus trabajos, recibían diariamente un grupo de alrededor de diez mujeres, normalmente jóvenes, que acudían allí para aprender a coser bien y luego poder llevar a cabo con acierto sus labores de costura que fueran apareciendo en su casa cuando se casaran. Por otra parte, ni pagaban a las aprendizas el trabajo que hacían ni les cobraban por las enseñanzas recibidas.

Las peluqueras o peinadoras domiciliarias, que sin establecimiento propio, se pasaban toda la jornada laboral de casa en casa, realizando verdaderas maravillas en el pelo de sus clientas. Rizados, permanente, ondulaciones, y algunas variantes más, eran realizadas con los extraños aparatos y artículos que llevaban en sus bolsas: tenacillas, tintes, bigudíes, bandolinas, apoyador, pinzas y alguno que otro cuyo nombre no alcanzo a recordar. Y conseguían dos cosas, dejar a las señoras bellísimas y satisfechas de haberlo conseguido aún sin salir de su domicilios.

Y por  último nos ocuparemos de las criadas, mujeres que acudían a las casas a realizar los trabajos domésticos, y siendo ello tan extremadamente conocido por todos, nos evitaremos describir cuál era su labor. Sí he de decir que existían tres maneras de hacerlo: asistiendo por horas, haciéndolo mañana y tarde, o viviendo en la misma casa que la familia. Hoy en día este oficio se sigue ejerciendo, pero está mucho más controlado que en tiempos pretéritos.

Podríamos recurrir a hablar de alguna ocupación femenina más, pero bajo ningún concepto quiero cansar al amable lector por lo que, con lo expuesto, daré por terminado este artículo.

Ramón Serrano G.


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