(Dedicado a nuestras queridas amigas)
Ha estado
soplando toda la noche un levante fuerte y lo que era un mar semejante a una
balsa de tranquilidad en la tarde de ayer, se ha convertido en innumerables
montañas rusas subiendo y bajando; adornando las subidas con espumas como
salidas de bocas de dragones gigantes y las bajadas con barridos de arena,
conchas de coquinas y pedazos de algas arrancados
de los fondos marinos, que saludan las miradas de los bañistas y se revuelven
en loca algarabía hacia el fondo de nuevo.
Me remojo
en un intento fructífero de quitarme el sofoco de estos días finales de julio,
pero mi instinto y los silbatos de los socorristas advierten de la
imprescindible prudencia. No te puedes fiar en estos momentos del mar que
tienes delante y hace chorrear tu cuerpo en cascadas de gotas alivianado los
efectos de la canícula. Es por ello que decidimos, mi mujer y yo, disfrutar de
un paseo a lo largo de la playa.
Demasiados bañistas han decido hacer lo mismo y
no resulta fácil mantener la línea caminera. Se añaden los papás junto a los niños construyendo
castillos y almenas más imaginativos que reales; no falta la pareja de jovenzuelos
jugando a las palas sin precisar demasiado la trayectoria de su pelota, en este
momento convertida en proyectil impactado en el cogote de un señor calvo, que
se revuelve con ganas de asesinar al lanzador, se da cuenta de que son jovenzuelos,
pasan por su mente sus años mozos y logra cambiar la faz de intentos asesinos
por una sonrisa y un movimiento lateral repetido de cabeza como recriminación
cariñosa.
Llevamos
un rato, que se me va haciendo largo, oímos música, pero el paseo donde habitan
los restaurantes y bares quedó atrás, es sábado y los botelleros de botellones
están demasiado agotados para mantener sus ritmos bailongos a estas horas y en
este lugar. Continuamos caminando unos pasos más y la música aumenta su nitidez
y volumen. Son las dos de la tarde.
La música
brota de un altavoz portátil que se mece en la mano de una señora, que a la vez
agarra un teléfono. No puede ser…, y la acompañan otras tres mujeres de similar
edad. Guapas las cuatro bailando y moviéndose al ritmo de los vibrantes
altavoces.
No
molestan porque observo que algunos extranjeros duermen siestas infinitas;
rojos como la grana sus hombros, espalda y nalgas. También detecto que algunos,
estos sí españoles, siguen el ritmo de la música con movimientos de pies, como
si asintieran y se sintieran, aunque algo alejados, dentro del grupo musiquero;
no lejos varios niños mueven sus cuerpecitos acompasando los ritmos que les
llegan del altavoz. Vamos observando todo esto y nuestro interés por
enterarnos de lo que pasa va creciendo
por momentos.
Están
situadas cerca de una sombrilla que les regala oscuridad para los capazos,
toallas, cremas y otros enseres. Las cuatro mujeres están cerca del borde de la
playa, ataviadas con bañadores o biquinis, tocadas de sendos sombreros de paja,
cinteados con tela o algún adorno similar de borlas de colores. Detrás de sus
gafas de sol, posiblemente compradas en un deseo de colaborar en la adquisición
de algún bocadillo de los señores negros, que las ofrecen en todos los idiomas
del mundo, o sea por señas, observan el devenir de las olas y de las gentes que
al igual que el agua van y vienen.
Me
recuerdan alguna fábula todavía sin escribir, contraria a la de “La cigarra y la hormiga” en la que los
personajes disfrutan con la música invitando al pasajero a hacer lo mismo, por
lo menos mientras recorre los pasos vecinos a ellas.
En mi
mente salta de pronto la frase tan manida y para mí tan repelente de “no podía
ser de otro modo”, la razón es que mi mujer con una sonrisa abierta y repleta
de alegría me dice: “Pero si es mi amiga Luisa
Mari con otras amigas: Consuelo, Vicen y María José”. ¿Cómo mi compañera no
iba a conocer a alguien de su querido Tomelloso? Da unos pasos más rápidos y se
pone a bailar unos movimientos de sevillanas, metiéndose en el corro de las cuatro
señoras. Mientras el altavoz
orgulloso de su sonido canta haciendo vibrar sus entretelas: “Sevilla tiene un
color especial, Sevilla sigue teniendo su duende, me sigue oliendo a azahar, me
gusta estar con su gente…”
Yo que
soy más cortado en los asuntos bailongos, me quedo detrás en mi calidad de observante.
Estas cuatro mujeres no necesitan ninguna Irene Montero que las anime a “empoderarse”, su personalidad es suficientemente fuerte como para actuar por sí mismas, sin el hálito politiquero pseudoprogresista al oído, tampoco necesitan promesas huecas de feminismo fatuo excluyente. Ellas, las cuatro son madres de familia, algunas con trabajo en sus propias empresas, dos de ellas han perdido sus maridos jóvenes por enfermedades malditas, cuentan con el apoyo de las otras dos y ahora no son numeralmente cuatro, sino infinitas (los apoyos se multiplican conforme se conoce su objetivo), para levantarse de la lona tras casi haber sido noqueadas.
Han conseguido entre las cuatro
una terapia casi perfecta con su calor, sus miradas, sus apoyos, sus risas, sus
bromas y una fuerza interior demoledora.
Sobra el consuelo ficticio de la
lástima montada en palabras vacías.
Sobran los rítmicos rezos
narcotizantes para esperanzas engañosas.
Sobran los cielos negros de
infiernos ansiosos de almas.
No se rinden…
Luchan con sus hijos y por sus
hijos.
Rivalizan con ellas mismas,
contra los desánimos, los ahogos y las huidas.
No se conforman con ver pasar la
vida, necesitan vivirla y hacerla vivir.
Odian la muerte de sus queridos
maridos, igual que abominan arrinconarse en la cocina de la existencia.
Lloran pero se levantan.
No piden razones.
Donde el corazón manda sobran
aclaraciones.
El luto no puede vestirlas de
negra tristeza.
Ellas se visten de colores de
vida engendrada en sus propios vientres.
Por eso la luz, el mar, la
alegría, y el cariño compartidos, ayudan a transformar la losa de hoy en alas
de un próximo mañana.
30 de
julio de 2022
Joaquín
Patón Pardina
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
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Viernes, 19 de Abril del 2024
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