Ciento veintidós años contemplan la historia de la bodega y cueva de la familia Perales en el
paseo San Isidro de Tomelloso. Nuestro recorrido semanal por las cuevas de la
ciudad nos lleva hoy a una joya que sus dueños han cuidado con mimo, que suele
albergar diversos acontecimientos sociales y culturales y que es una de las más
visitadas. Ana Perales, amable anfitriona, explica que “mi bisabuelo, José
María Perales, fundó la bodega en el año
1900. Primero se construyó la parte superior y la cueva se hizo posteriormente,
en 1929. En la parte de arriba, que es donde se empezó a elaborar, tenemos
tinajas de barro y abajo son todas de cemento. La solemos enseñar porque nos
gusta que se conserven nuestras tradiciones y también porque supone un homenaje
a la historia de la familia”.
Recalca Perales la
particularidad de que es “una cueva industrial”, de ahí sus grandes dimensiones
y los curiosos detalles que encontraremos en su interior. José María Díaz hace
que nos fijemos en una tinajas de barro de grandes dimensiones que, “al contrario
que otras que se hacían con este material, apenas reventaban”, pero la
propietaria recuerda que reventó una, concretamente, la tinaja número diez, y
después nos mostrará el hueco.
Aún no hemos bajado a la
cueva y admiramos una bodega que conserva intacto todo su encanto y esencia.
Tinajas de barro se enfrentan con las de cemento, las primeras con un balaustre
de madera, y de hierro en las segundas. Paredes encaladas y una techumbre con
cerchas de madera que los propietarios quieren remozar porque se encuentra algo
deteriorado. “La idea es ceñirse lo máximo posible a su estado original”.
En una de las paredes
cuelga una foto de la bodega Santa María, también de la familia, y que
denominaban la fabriquilla y en ella únicamente se elaboraba alcohol. Justo al
lado aparecen dos cuadros que reproducen dos anuncios de la época con el nombre
de José María Perales. Llegamos al jaraíz, que estuvo en funcionamiento hasta
el año 1986, justo cuando entró en escena Vinícola de Tomelloso, proyecto al
que se asoció la familia. Nos topamos con varias prensas y otros aperos
antiguos que la familia ha conservado. “Esta familia lo guarda absolutamente todo”, dice Ana
Perales. Un entremiso donde se
elaboraban los quesos es otro vestigio de la ocupación ganadera de la familia.
Nos empapamos de historia
por todos los rincones. Una de las dependencias era el laboratorio y en una
estantería aparecen esos útiles que permitían hacer el mejor vino posible. Así
llega el momento de bajar a la cueva por una majestuosa escalera de 49
peldaños, abovedada con arco de medio punto. Nos detenemos en lo que fue un
antiguo pozo para el orujo y donde se observa a la perfección las diversas
capas del terreno y donde tocamos una superficie áspera en la que trabajaron
los picadores y terreras.
Ya abajo pisamos sobre un
suelo de cemento, más elevado en su parte central y horadado por alguna poceta
que recogía el mosto que pudiera derramarse. Nos impresiona su longitud. Ana
Palacios, la arquitecta que vuelve acompañarnos, calcula que puede medir unos
45 metros. La cueva alberga treinta tinajas de mil arrobas de capacidad cada
una. Sus orificios a distintas alturas permitían sacar el vino de diferentes
calidades. Todo el empotrado y el balaustre son de madera, otro vestigio que
habla de la solera y antigüedad de la construcción. El techo, muy uniforme, se
presenta en la tosca pura y apenas presenta desprendimientos. Los desgarres de las
lumbreras están trazados con impecable rectitud. Nos fijamos también en un
ventilador, aparato vital con el que los vinateros hacían frente al temido
tufo.
José María Díaz explica
el laborioso trabajo que suponía mover unas tinajas tan enormes. “Entonces no
había gatos y se movían a base de unas palancas de hierro y las espaldas de
tres hombres que se coordinaban para moverla”. En realidad, y a pesar de haber
pasado tanto tiempo, por toda la cueva aún planea esta atmósfera de trabajo y
esfuerzo de carreros, vinateros, picadores y terreras.
De vuelta a la superficie
todavía nos aguarda una sorpresa con un pequeño museo en el que la familia
conserva curiosos enseres y objetos, entre ellos algunos ejemplares de Voz de
Tomelloso, el periódico que fundara Clemente Cuesta en los años cincuenta y que
nos hace especial ilusión encontrar por ser el que inspiró nuestra cabecera. En
las paredes del amplio patio hay numerosos aperos del campo que parecen
disfrutar de un merecido descanso. Al final, degustamos un exquisito Torre de
Gazate para despedir la visita a una gran cueva de una gran familia.
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Viernes, 25 de Abril del 2025