Opinión

Delante de una copa de vino

Manoli Jiménez Sobrino | Miércoles, 28 de Septiembre del 2022
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Había una vez un señor muy elegante, que venía de tierras muy lejanas, añorando sus orígenes, sus costumbres, sus raíces. El era manchego, residía desde años atrás lejos, muy lejos…

Su trabajo que era muy importante le absorbía mucho tiempo. Con ese esfuerzo y tesón que caracteriza a la gente de su tierra había logrado llegar a la meta consiguiente que en ese aspecto de su vida, se cumplieran todas sus ambiciones…

Aquel día entró en un restaurante muy acogedor y tranquilo, se acomodó en una butaca flexionando la espalda y estiró las piernas para acomodarse el pantalón, (vestía correctamente, su apariencia era impecable), deseaba encontrarse cómodo mejorar su postura, consciente de que allí estaría largo rato.

Se había situado en una mesa cerca de la puerta de entrada, por la que podía ver un continuo ir y venir de tractores tirando de enormes remolques cargados de uva en forma de pirámide, colocados los racimos con tanto esmero y buen hacer que no se desprendía ni uno solo.

Hasta él llegó el inconfundible olor a mosto, llenó sus pulmones como queriendo atesorar dentro de sí ese delicioso perfume. Era tiempo de vendimia. La uva llegaba a los lagares generosa y humilde para convertirse en caudalosos y continuos ríos de mosto dulce y fresco, que después de un reposo digno y deseado se transformarán en vinos de gran calidad.

Junto a la barra estaban reunidas algunas personas charlando animadamente y pudo ver como le miraban con atención casi con descaro. En ese momento se sintió forastero en su Pueblo, era como una espina clavada en un lugar oculto de su cuerpo, que en ocasiones dolía intensamente.

Le preguntó al camarero:

—¿Es verdad que estoy en la ciudad del vino?

—¡Si señor, así es!

—¿Es aquí donde está la Cooperativa más grande de Europa?

—Así es, Señor.

—Por favor, tráigame un buen vino.

Sus ojos recorrían la estancia una y otra vez, en toda la panorámica que se extendía delante de él, sin apenas cambiar de posición.

Se sentía cansado, muy cansado: los años, el paso del tiempo… comenzaban a hacer huella en su estado emocional, más que físico, físicamente se encontraba mejor que en realidad se sentía.

La vida le había dado duro, su infancia fue triste, en una casa muy oscura. Su abuela, su madre y su tía, tres mujeres de luto, recogidas en su casa hasta el extremo. Salían al atardecer o tempranísimo entre dos luces para pasar desapercibidas o hacer su luto más extenso. El luto era el protagonista de sus vidas. Nunca se reían, conversaban cosas tristes, estaban siempre envueltas en un círculo oscuro que nada las motivaba.

Él se sentía allí como un pajarillo, muy amado y protegido, sus “féminas” se dedicaban de lleno a su persona, él era el centro de la diana para ellas.

El niño en la medida que crecía necesita volar, salir del nido, buscar otros horizontes…

 

En aquel tiempo, el colegio era su evasión, allí lo pasaba bien, reía, jugaba, reñía… Las peleas en el recreo eran el “pan nuestro de cada día”. Así aprendió en ganar y a perder. Se hizo los primeros cardenales, le dieron los primeros “capones”.

Cada uno de nosotros tiene su cofrecillo de esencias en el recuerdo, de vivencias, de cosas y lugares que han ido marcando nuestra existencia.

“…No he podido olvidar una ocasión; fue un otoño, de mediados de los cincuenta, aproximadamente después de la vendimia, cayó una buena nube, digo buena porque fue agua sola, pero tanta que el charco que se formaba en la esquina del colegio Jose Antonio fue creciendo hasta que quedó rodeado de agua todo el edificio. Las calles parecían ríos, el recreo como una hermosa laguna, algo parecido a Venecia.

Los chiquillos estábamos revueltos jugando al trompo o dándonos “collejas”, mientras esperábamos que el charco decreciera o vinieran a rescatarnos. La tarde se alargaba demasiado, el manto del atardecer con sus colores rojizos, ámbar, ocres y violetas nos envolvía. El maestro se impacientaba, comenzando a dar palmetazos en los bordes de su mesa para recuperar el orden y en la medida que no lo conseguía se enfurecía más y más. La velada terminó con palabras disonantes y puntapiés a discreción. Entonces se estilaba el refrán ese de: “La letra con la palmeta en la mano entra”.

Su tía Carmela solía decirle: Pobrecito mío, con lo amarga que es la vida, algún día tendrás que enfrentarte a ella.

Pronto aprendió a defenderse. El solito tuvo que enfrentarse a la violencia que entonces se vivía en el mundillo infantil. Que satisfacción sentía después de una “lucha sin cuartel” si la pelea se desarrollaba a su favor y terminaba por poder al contrincante, entonces saboreando las mieles de la victoria, merecía perder de vez en cuando, para así gozar ganando.

Así es la vida: esfuerzo, luchas, ilusiones y alegrías.

En ese momento descubrió la copa que balanceaba entre sus manos, le llamó la atención el brillo que le llegó a sus retinas con unos destellos especiales. Instintivamente la cogió, levantándola con parsimonia hasta que rozó con la nariz el borde frio del cristal. ¡¡Que bouquet!!, aromas distintos penetraban en su cuerpo, ¿se trataría de un “aroma terciario”? No sabía descifrar bien, si era un vino joven, ligero y aromático. Olfateó nuevamente con más insistencia, esta vez el aroma parecía más intenso, más fuerte, a frutas variadas, flores, hierbas… ¡que delicia!, aspiraba una y otra vez, deleitándose, descubriendo aromas distintos que recorrían su cuerpo despertándole los sentidos.

Con los ojillos entornados miraba el vino con ternura y delicadeza, descubriendo unas trazas transparentes que aparecían en las paredes de la copa; es un fenómeno extraño, se produce cuando el vino tiene más alcohol, la tensión capilar hacen que estas trazas parezcan lágrimas.

Se dejaba ver en el trasluz una intensidad que animaba el paladar, un color cambiante, así como amarillo pálido, con reflejos, dorados, paja, limón… el vino tenía un aspecto tranquilo, claro y cristalino.

Llevó la copa a sus labios, a la vez que los pensamientos y recuerdos agradables acudían a su mente… Quería beber ese vino, saborear su estructura, su equilibrio, creía tener delante un vino con carácter.

Al fin llegó el néctar deseado al paladar y se esparció por la boca; “untuoso”, dulce, ácido, salado y amargo, una mezcla de los cuatro se unía con la saliva llegando a su garganta cantarín y sonriente.

Todo parecía cambiar. El tiempo de esperar se acortaba gozosamente. Quería estar solo disfrutando de ese momento especial casi mágico.

En un diálogo con Don Quijote, decía el bonachón de Sancho, mientras se echaba un suculento y largo trago:

“El vino alegra en la boca y ennoblece la barriga dejando la mente libre para poder disfrutar de sus gozos y delicias”.

Entonces reparó en la botella: “Lorenzete” se llamaba ese vino, bien etiquetado, vino nuevo (se leía en su etiqueta), vino fresco, suave y aromático. En ella se veía Lorenzete vendimiador, con las manos llenas de racimos. Rodeado de vides fuertes y pampanosas.

De nuevo acudían hasta él encadenados los buenos recuerdos: Lorenzete, el eterno pescador junto a su rana jadeante y alerta (un personaje emblemático) a la sombra del ala de su sombrero, vio pasar los más variados eventos que se celebraban en “La Glorieta”.

Su calle estaba situada en la calle principal, en el trayecto que había desde la plaza a la Glorieta de Maria Cristina, era una casa pequeña, comparándola con las casas que había entonces en el pueblo. Tenía tres balcones, desde allí le gustaba ver el desfile de la banda de música, (ésta actuaba dos veces a la semana en La Glorieta), que venían desde la plaza envueltos en una nube de polvo. Iban tocando alegres pasacalles, todos tan disciplinados, más pendientes de los “baches” de la calle que, de la batuta, era un espectáculo fabuloso.

En el verano, cuando el calor pegaba fuerte y el aire se detenía en la sombra de los callejones, era frecuente ver a los vecinos sentados en la calle hasta altas horas de la noche con el botijo lleno de agua fresquita, recién pescada del pozo, enredándose en tertulias interminables, ambientadas con el cantico lejano de los grillos y el ladrido de algún perro que se desperezaba en los enormes corrales pintados de sombras de luna y luces de estrellas plateadas.

La Glorieta era un lugar de encuentro, los niños jugaban, cambiaban cromos, canicas…

Bajo la atenta mirada de Lorenzete se celebraban los bailes de gala de la Fiesta de las Letras. Una fiesta que aún permanece y se ha consolidado a lo largo de todos estos años, como el vino: después de una excelente cosecha de autores premiados y mantenedores de lujo, alcanzó un prestigio envidiable.

¡Que época!, juventud, belleza, enamoramiento, noviazgo. Entonces cuando el amor no estaba en “crisis”, cuando en vez de “relación”, era noviazgo, cuando los chicos eran los conquistadores y las chicas se hacían de rogar.

Todo era formidable y misterioso, parecía encontrarse en las nubes pensando en antiguos tabúes, en cuentos de hadas, varitas mágicas, en cupido con el arco de una sola flecha, dándonos por vencidos de comprender esa fuerza salvaje.

Las musas de los recuerdos debían salir otra vez del cofrecillo, esta vez con los finos perfumes del amor para descubrir todo su encanto y quedarnos atrapados en esa sutileza que a todos nos envuelve y sigue embriagándonos por el solo motivo de recordarlo.

Su noviazgo se inició con tanta sencillez, fue casi sin pensar en ello. Él aún no tenía definido su tipo de mujer, como les ocurría a algunos de sus amigos, pensaba en las chicas a mogollón, pero sin decantarse por ninguna, dada su juventud. Todo llegó por sorpresa, una sorpresa agradabilísima, que cambió su vida en un ángulo de noventa grados.

En su primera cita, iba contento, se sentía importante, seguro, llevaba en su rostro una sonrisa constante que dejaba entrever esa felicidad que sentía en su interior. Su paso era continuo, ligero, saludando a todos, disfrutando del sol que tenue se asomaba aquella mañana más bien fría. Ni el aire que enfriaba sus mejillas le molestaba.

Llevaba en sus manos, algo nerviosas, un paquete que no sabia de que forma mantener para no deteriorarlo. El corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. Ella le esperaba y no quería retrasarse. Quería agradar y, en cierto modo, esa era su preocupación, ¿qué le diría?, ¿de que le hablaría para no ser pesado?...

El recuerdo de ella le vino a su mente y volvió a sentirse feliz, ¡que bonita es esa ilusión en la que no te sientes solo!, es más, buscas la soledad para que nada perturbe ese sentimiento, esa ilusión tan hermosa que te hace más humano, nace de ti una transformación constante. Recordaba su imagen y sus pensamientos, eran más puros que si pensaba en otra mujer.

“…Deseaba decírselo, declararle mi amor, decirle que la quería, preguntarle si ella me correspondía; ¡sería tan maravilloso!, ¡me haría tan feliz!... pero no me atrevía debía esperar, ser paciente. La quería conquistar, es lo que necesitaba, enamorarla con mi limpieza de vida, superarme en mi trabajo para ofrecerle a ella, además de mi amor y vida, una posición cómoda para crear nuestra familia…”

“…El encuentro fue fortuito.

—¡Julio!

Reconocí su voz, ¡era ella!

—Ana, ¿dónde vas?

—Llegué temprano y he salido a tu encuentro.

Nos cogimos de la mano y empezamos a caminar lentamente, quería decirle tantas cosas… y ahora el más rotundo silencio era mi compañero. Me daba cuenta cómo una mirada era más elocuente que las palabras; con el calor de sus manos menudas me contestaba tantos interrogantes… Me sentía felicísimo, era inminente nuestro próximo noviazgo, la llevaría a casa, se lo comunicaría a los amigos…

Sentía ganas de lanzarlo a los cuatro vientos, para que a todos les llegara la noticia, ¡Nos queremos Julio y Ana!

Que bien define nuestro encuentro y forma de vivir aquellos versos de Emilio Ortega:

 

Dos brazos

Peregrinos de deseos

Buscaron

El apoyo y el encuentro.

 

Y lo hallaron

En los afines del tiempo

Allá, muy arriba y muy alto

En unos brazos gemelos.

 

Y se fueron aquietando,

Aquellos vivos deseos,

Embriagados

De sabor de vino añejo.

 

¡Era un mundo tan distinto y maravilloso!...

Cómo estaba cambiando su talante, su forma de pensar, de sentir; prácticamente ni el mismo se conocía.

El vino debió venir del cielo, (pensaba mientras seguía saboreando los últimos tragos), ya que tantos poderes atesora. Se consagra en el altar, convirtiéndose en la sangre de Nuestro Divino Redentor. Al más sublime misterio llegó y del cielo a la tierra bajó. Y esta tierra, su tierra, es Manantial del Vino. Manando de una tierra árida, dura, seca, pobre, milagrosamente se da la paradoja que sea la mayor productora de alcohol del mundo. Todo esto fruto del trabajo y esfuerzo de sus hombres y mujeres.

Qué orgulloso se sentía de sus orígenes, una alegría notaba en su interior que se iba robusteciendo en la medida que sus reflexiones lo iban llevando a una hermosa realidad: él era Tomellosero, hijo de este pueblo grande y hermoso donde la llanura se extiende hasta límites insospechados y los horizontes se alargan en una lejanía llena de belleza.

Sintió un júbilo tan enorme que recorriendo su cuerpo logró estremecerlo.

El vino aporta alegría, es ilusión salud y vida. Que pena debe sentir el que en exceso lo toma, embriagándose con él pierde hasta la memoria y no logra recordar, ni el sabor, ni los aromas.

 

Así termino este cuento,

Sacando la moraleja,

Brindando con estos versos,

A quien de beber no deja.

 

Alzo mi copa y desato,

El placer de los sentidos,

De la pena a la alegría,

Se pasa bebiendo vino. 

 

Manoli Jiménez Sobrino.

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