Había
una vez un señor muy elegante, que venía de tierras muy lejanas, añorando sus
orígenes, sus costumbres, sus raíces. El era manchego, residía desde años atrás
lejos, muy lejos…
Su
trabajo que era muy importante le absorbía mucho tiempo. Con ese esfuerzo y
tesón que caracteriza a la gente de su tierra había logrado llegar a la meta
consiguiente que en ese aspecto de su vida, se cumplieran todas sus ambiciones…
Aquel
día entró en un restaurante muy acogedor y tranquilo, se acomodó en una butaca
flexionando la espalda y estiró las piernas para acomodarse el pantalón,
(vestía correctamente, su apariencia era impecable), deseaba encontrarse cómodo
mejorar su postura, consciente de que allí estaría largo rato.
Se había
situado en una mesa cerca de la puerta de entrada, por la que podía ver un
continuo ir y venir de tractores tirando de enormes remolques cargados de uva
en forma de pirámide, colocados los racimos con tanto esmero y buen hacer que
no se desprendía ni uno solo.
Hasta él
llegó el inconfundible olor a mosto, llenó sus pulmones como queriendo atesorar
dentro de sí ese delicioso perfume. Era tiempo de vendimia. La uva llegaba a
los lagares generosa y humilde para convertirse en caudalosos y continuos ríos
de mosto dulce y fresco, que después de un reposo digno y deseado se
transformarán en vinos de gran calidad.
Junto a
la barra estaban reunidas algunas personas charlando animadamente y pudo ver
como le miraban con atención casi con descaro. En ese momento se sintió
forastero en su Pueblo, era como una espina clavada en un lugar oculto de su
cuerpo, que en ocasiones dolía intensamente.
Le
preguntó al camarero:
—¿Es
verdad que estoy en la ciudad del vino?
—¡Si
señor, así es!
—¿Es
aquí donde está la Cooperativa más grande de Europa?
—Así es,
Señor.
—Por
favor, tráigame un buen vino.
Sus ojos
recorrían la estancia una y otra vez, en toda la panorámica que se extendía
delante de él, sin apenas cambiar de posición.
Se
sentía cansado, muy cansado: los años, el paso del tiempo… comenzaban a hacer
huella en su estado emocional, más que físico, físicamente se encontraba mejor que
en realidad se sentía.
La vida
le había dado duro, su infancia fue triste, en una casa muy oscura. Su abuela,
su madre y su tía, tres mujeres de luto, recogidas en su casa hasta el extremo.
Salían al atardecer o tempranísimo entre dos luces para pasar desapercibidas o
hacer su luto más extenso. El luto era el protagonista de sus vidas. Nunca se reían,
conversaban cosas tristes, estaban siempre envueltas en un círculo oscuro que
nada las motivaba.
Él se
sentía allí como un pajarillo, muy amado y protegido, sus “féminas” se
dedicaban de lleno a su persona, él era el centro de la diana para ellas.
El niño
en la medida que crecía necesita volar, salir del nido, buscar otros
horizontes…
En aquel
tiempo, el colegio era su evasión, allí lo pasaba bien, reía, jugaba, reñía…
Las peleas en el recreo eran el “pan nuestro de cada día”. Así aprendió en ganar
y a perder. Se hizo los primeros cardenales, le dieron los primeros “capones”.
Cada uno
de nosotros tiene su cofrecillo de esencias en el recuerdo, de vivencias, de
cosas y lugares que han ido marcando nuestra existencia.
“…No he
podido olvidar una ocasión; fue un otoño, de mediados de los cincuenta,
aproximadamente después de la vendimia, cayó una buena nube, digo buena porque
fue agua sola, pero tanta que el charco que se formaba en la esquina del
colegio Jose Antonio fue creciendo hasta que quedó rodeado de agua todo el
edificio. Las calles parecían ríos, el recreo como una hermosa laguna, algo
parecido a Venecia.
Los
chiquillos estábamos revueltos jugando al trompo o dándonos “collejas”,
mientras esperábamos que el charco decreciera o vinieran a rescatarnos. La
tarde se alargaba demasiado, el manto del atardecer con sus colores rojizos,
ámbar, ocres y violetas nos envolvía. El maestro se impacientaba, comenzando a
dar palmetazos en los bordes de su mesa para recuperar el orden y en la medida
que no lo conseguía se enfurecía más y más. La velada terminó con palabras
disonantes y puntapiés a discreción. Entonces se estilaba el refrán ese de: “La
letra con la palmeta en la mano entra”.
Su tía
Carmela solía decirle: Pobrecito mío, con lo amarga que es la vida, algún día
tendrás que enfrentarte a ella.
Pronto
aprendió a defenderse. El solito tuvo que enfrentarse a la violencia que
entonces se vivía en el mundillo infantil. Que satisfacción sentía después de
una “lucha sin cuartel” si la pelea se desarrollaba a su favor y terminaba por
poder al contrincante, entonces saboreando las mieles de la victoria, merecía
perder de vez en cuando, para así gozar ganando.
Así es
la vida: esfuerzo, luchas, ilusiones y alegrías.
En ese
momento descubrió la copa que balanceaba entre sus manos, le llamó la atención
el brillo que le llegó a sus retinas con unos destellos especiales.
Instintivamente la cogió, levantándola con parsimonia hasta que rozó con la
nariz el borde frio del cristal. ¡¡Que bouquet!!, aromas distintos penetraban
en su cuerpo, ¿se trataría de un “aroma terciario”? No sabía descifrar bien, si
era un vino joven, ligero y aromático. Olfateó nuevamente con más insistencia,
esta vez el aroma parecía más intenso, más fuerte, a frutas variadas, flores,
hierbas… ¡que delicia!, aspiraba una y otra vez, deleitándose, descubriendo
aromas distintos que recorrían su cuerpo despertándole los sentidos.
Con los
ojillos entornados miraba el vino con ternura y delicadeza, descubriendo unas
trazas transparentes que aparecían en las paredes de la copa; es un fenómeno
extraño, se produce cuando el vino tiene más alcohol, la tensión capilar hacen
que estas trazas parezcan lágrimas.
Se
dejaba ver en el trasluz una intensidad que animaba el paladar, un color
cambiante, así como amarillo pálido, con reflejos, dorados, paja, limón… el
vino tenía un aspecto tranquilo, claro y cristalino.
Llevó la
copa a sus labios, a la vez que los pensamientos y recuerdos agradables acudían
a su mente… Quería beber ese vino, saborear su estructura, su equilibrio, creía
tener delante un vino con carácter.
Al fin
llegó el néctar deseado al paladar y se esparció por la boca; “untuoso”, dulce,
ácido, salado y amargo, una mezcla de los cuatro se unía con la saliva llegando
a su garganta cantarín y sonriente.
Todo
parecía cambiar. El tiempo de esperar se acortaba gozosamente. Quería estar
solo disfrutando de ese momento especial casi mágico.
En un
diálogo con Don Quijote, decía el bonachón de Sancho, mientras se echaba un
suculento y largo trago:
“El vino
alegra en la boca y ennoblece la barriga dejando la mente libre para poder
disfrutar de sus gozos y delicias”.
Entonces
reparó en la botella: “Lorenzete” se llamaba ese vino, bien etiquetado, vino
nuevo (se leía en su etiqueta), vino fresco, suave y aromático. En ella se veía
Lorenzete vendimiador, con las manos llenas de racimos. Rodeado de vides
fuertes y pampanosas.
De nuevo
acudían hasta él encadenados los buenos recuerdos: Lorenzete, el eterno
pescador junto a su rana jadeante y alerta (un personaje emblemático) a la
sombra del ala de su sombrero, vio pasar los más variados eventos que se
celebraban en “La Glorieta”.
Su calle
estaba situada en la calle principal, en el trayecto que había desde la plaza a
la Glorieta de Maria Cristina, era una casa pequeña, comparándola con las casas
que había entonces en el pueblo. Tenía tres balcones, desde allí le gustaba ver
el desfile de la banda de música, (ésta actuaba dos veces a la semana en La
Glorieta), que venían desde la plaza envueltos en una nube de polvo. Iban
tocando alegres pasacalles, todos tan disciplinados, más pendientes de los
“baches” de la calle que, de la batuta, era un espectáculo fabuloso.
En el
verano, cuando el calor pegaba fuerte y el aire se detenía en la sombra de los
callejones, era frecuente ver a los vecinos sentados en la calle hasta altas
horas de la noche con el botijo lleno de agua fresquita, recién pescada del
pozo, enredándose en tertulias interminables, ambientadas con el cantico lejano
de los grillos y el ladrido de algún perro que se desperezaba en los enormes
corrales pintados de sombras de luna y luces de estrellas plateadas.
La
Glorieta era un lugar de encuentro, los niños jugaban, cambiaban cromos,
canicas…
Bajo la
atenta mirada de Lorenzete se celebraban los bailes de gala de la Fiesta de las
Letras. Una fiesta que aún permanece y se ha consolidado a lo largo de todos
estos años, como el vino: después de una excelente cosecha de autores premiados
y mantenedores de lujo, alcanzó un prestigio envidiable.
¡Que
época!, juventud, belleza, enamoramiento, noviazgo. Entonces cuando el amor no
estaba en “crisis”, cuando en vez de “relación”, era noviazgo, cuando los
chicos eran los conquistadores y las chicas se hacían de rogar.
Todo era
formidable y misterioso, parecía encontrarse en las nubes pensando en antiguos
tabúes, en cuentos de hadas, varitas mágicas, en cupido con el arco de una sola
flecha, dándonos por vencidos de comprender esa fuerza salvaje.
Las
musas de los recuerdos debían salir otra vez del cofrecillo, esta vez con los
finos perfumes del amor para descubrir todo su encanto y quedarnos atrapados en
esa sutileza que a todos nos envuelve y sigue embriagándonos por el solo motivo
de recordarlo.
Su noviazgo
se inició con tanta sencillez, fue casi sin pensar en ello. Él aún no tenía
definido su tipo de mujer, como les ocurría a algunos de sus amigos, pensaba en
las chicas a mogollón, pero sin decantarse por ninguna, dada su juventud. Todo
llegó por sorpresa, una sorpresa agradabilísima, que cambió su vida en un
ángulo de noventa grados.
En su
primera cita, iba contento, se sentía importante, seguro, llevaba en su rostro
una sonrisa constante que dejaba entrever esa felicidad que sentía en su
interior. Su paso era continuo, ligero, saludando a todos, disfrutando del sol
que tenue se asomaba aquella mañana más bien fría. Ni el aire que enfriaba sus
mejillas le molestaba.
Llevaba
en sus manos, algo nerviosas, un paquete que no sabia de que forma mantener
para no deteriorarlo. El corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. Ella le
esperaba y no quería retrasarse. Quería agradar y, en cierto modo, esa era su
preocupación, ¿qué le diría?, ¿de que le hablaría para no ser pesado?...
El
recuerdo de ella le vino a su mente y volvió a sentirse feliz, ¡que bonita es
esa ilusión en la que no te sientes solo!, es más, buscas la soledad para que
nada perturbe ese sentimiento, esa ilusión tan hermosa que te hace más humano,
nace de ti una transformación constante. Recordaba su imagen y sus
pensamientos, eran más puros que si pensaba en otra mujer.
“…Deseaba
decírselo, declararle mi amor, decirle que la quería, preguntarle si ella me
correspondía; ¡sería tan maravilloso!, ¡me haría tan feliz!... pero no me
atrevía debía esperar, ser paciente. La quería conquistar, es lo que
necesitaba, enamorarla con mi limpieza de vida, superarme en mi trabajo para
ofrecerle a ella, además de mi amor y vida, una posición cómoda para crear
nuestra familia…”
“…El
encuentro fue fortuito.
—¡Julio!
Reconocí
su voz, ¡era ella!
—Ana,
¿dónde vas?
—Llegué
temprano y he salido a tu encuentro.
Nos
cogimos de la mano y empezamos a caminar lentamente, quería decirle tantas
cosas… y ahora el más rotundo silencio era mi compañero. Me daba cuenta cómo una
mirada era más elocuente que las palabras; con el calor de sus manos menudas me
contestaba tantos interrogantes… Me sentía felicísimo, era inminente nuestro
próximo noviazgo, la llevaría a casa, se lo comunicaría a los amigos…
Sentía
ganas de lanzarlo a los cuatro vientos, para que a todos les llegara la
noticia, ¡Nos queremos Julio y Ana!
Que bien
define nuestro encuentro y forma de vivir aquellos versos de Emilio Ortega:
Dos
brazos
Peregrinos
de deseos
Buscaron
El
apoyo y el encuentro.
Y
lo hallaron
En
los afines del tiempo
Allá,
muy arriba y muy alto
En
unos brazos gemelos.
Y
se fueron aquietando,
Aquellos
vivos deseos,
Embriagados
De
sabor de vino añejo.
¡Era un
mundo tan distinto y maravilloso!...
Cómo
estaba cambiando su talante, su forma de pensar, de sentir; prácticamente ni el
mismo se conocía.
El vino
debió venir del cielo, (pensaba mientras seguía saboreando los últimos tragos),
ya que tantos poderes atesora. Se consagra en el altar, convirtiéndose en la
sangre de Nuestro Divino Redentor. Al más sublime misterio llegó y del cielo a
la tierra bajó. Y esta tierra, su tierra, es Manantial del Vino. Manando
de una tierra árida, dura, seca, pobre, milagrosamente se da la paradoja que
sea la mayor productora de alcohol del mundo. Todo esto fruto del trabajo y
esfuerzo de sus hombres y mujeres.
Qué
orgulloso se sentía de sus orígenes, una alegría notaba en su interior que se
iba robusteciendo en la medida que sus reflexiones lo iban llevando a una
hermosa realidad: él era Tomellosero, hijo de este pueblo grande
y hermoso donde la llanura se extiende hasta límites insospechados y los
horizontes se alargan en una lejanía llena de belleza.
Sintió
un júbilo tan enorme que recorriendo su cuerpo logró estremecerlo.
El vino
aporta alegría, es ilusión salud y vida. Que pena debe sentir el que en exceso
lo toma, embriagándose con él pierde hasta la memoria y no logra recordar, ni
el sabor, ni los aromas.
Así
termino este cuento,
Sacando
la moraleja,
Brindando
con estos versos,
A
quien de beber no deja.
Alzo
mi copa y desato,
El
placer de los sentidos,
De
la pena a la alegría,
Se pasa bebiendo vino.
Manoli
Jiménez Sobrino.
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Miércoles, 17 de Abril del 2024
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Viernes, 19 de Abril del 2024
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