Conforme se
van cumpliendo años resulta difícil resistirse a caer en cierta nostalgia por
los tiempos pasados. Ya sabemos que la memoria tiende a magnificar nuestras
pequeñas gestas de la vida cotidiana y que lejos de empequeñecerse cuando han
pasado décadas, a veces todavía se agrandan más de lo que nosotros ya habíamos
hinchado subjetivamente.
Vaya, pues,
de antemano mi clara intención de rescatar el pasado sin hacer una epopeya de
un asunto menor, sabiendo que lo que trataré no fue un acontecimiento
extraordinario, ni cambió el rumbo de ninguna institución. Si entiendo que
trata de la pequeña historia de un reducido grupo de personas, cuya experiencia
vital quizá quedó marcada en su biografía, tras participar en aquel proyecto de
publicación que fue la revista Nosotros.
Lo que voy a
evocar sucedió en el periodo escolar
1975/76, cuando unos escolares estudiaban octavo curso de la entonces
emergente E.G.B. Aquella etapa educativa había traído algunas
novedades que se ponderaban de la nueva ley, aunque muchos años después otras
leyes todavía difunden aquellas innovaciones como si fueran metas para el
futuro, no ya del presente y, por supuesto, de ninguna manera algo del pasado.
Por poner
algunos ejemplos, se hablaba mucho de los saberes prácticos y por eso, cada
libro de texto se acompañaba con otro tomo de actividades compuesto por fichas.
Este segundo volumen debíamos sujetarlo con anillas, porque las fichas se
arrancaban y luego se entregaban al profesor, ya que debía evaluarlas.
Parte de
aquellas actividades se basaban en el trabajo en grupo, por ello las mesas
individuales o los pupitres en pareja fueron sustituidos por una mesa para
grupos de 6 alumnos. La nueva distribución espacial propugnaba un trabajo
colaborativo, cuya principal producción con los recursos disponibles entonces
fue el mural. Cualquier clase que se preciase entonces de moderna debía dejar
espacio en sus paredes para una muestra de murales creados por la clase, ya que
colgar todos hubiera sido imposible. Nótese también que con aquella medida
sufrió la estética tradicional de las clases, puesto que los mapas de España o del mundo, o las partes
del cuerpo humano, dejaron de reinar en los muros, para convivir con los
informales trabajos del alumnado.
No sé si como
consecuencia de las nuevas metodologías, lgunos alumnos del colegio de padres
carmelitas debimos mostrar alguna disposición en nuestras redacciones o
nuestros dibujos, como para acometer un proyecto que sobrepasaba claramente
nuestras capacidades del momento. Obviamente, se presuponía el apoyo e impulso
de un adulto bien cualificado, tal y como terminó sucediendo.
Fue así como
el padre Juan Pérez nos propuso hacer un equipo que pretendía cubrir un hueco
dejado el curso anterior, aunque luego las metas crecieran con cada edición. Se
trataba de dar continuidad a un periódico semanal que había surgido de la pluma
y el pincel del padre Manuel Anguiano y que con su sorna característica él
había llamado El Gallo Pelón.
Quienes
conocieron al padre Manuel seguro que recordarán su ingenio, fruto de una
inteligencia múltiple que le permitía tocar el violín, hacer un rótulo con una
caligrafía gótica impecable o componer dibujos que iban desde los trazos
realistas (el rostro de Cristo) hasta
las figuras de viñeta como aquella “Pitón” o el gallo que había convertido en
cabecera de su publicación exitosa.
Cada lunes
los alumnos nos acercábamos a mirar con fruición un amplio tablón acorchado,
buscando noticias tan importantes, como la crónica de un partido de máxima rivalidad, que el sábado anterior se había
jugado en las eras. Sin embargo, el padre Manuel fue trasladado fuera de
Tomelloso y con el nuevo curso quedó vacío el tablón que recogía semanalmente
la evolución de la liga de futbol escolar y algunos acontecimientos más.
El padre Juan
debió pensar que aquello podría resultar una oportunidad para mantener vivo un
canal de comunicación con los alumnos, pero su estilo necesariamente iba a ser diferente.
El entonces todavía estaba en la
treintena, tenía una buena formación académica a la que sumaba convicción y
coherencia en las ideas. Su esquema mental quizá resultaba más complejo de
trasladar a unos chicos anclados con un pie a la infancia, mientras
vislumbraban su transformación personal.
Este fue el
punto de partida para tres chavales de 13 años que fueron llamados a cubrir un
hueco tan grande. No recuerdo nada de la convocatoria, ni sobre como pudo
mostrarse atractiva una actividad que nos sustraía el sábado completo de
nuestra libre ociosidad, pues había que ir al colegio hasta la noche del sábado
y, posiblemente, incluso parte de los domingos.
Surgió así un
equipo que pronto fue cobrando agilidad, conforme cada cual desarrollaba sus
capacidades. A partir de una idea inicial, yo afrontaba la redacción, Joaquín
Díaz pasaba a máquina el artículo y lo maquetaba, usando para ello los
rudimentarios elementos de la época como un juego de rotuladores o las letras
“transfer”. Entre tanto, Pepe Carretero hacía una ilustración alusiva a los
partidos de la jornada, a un acto del colegio, o a uno de los personajes
célebres de la cultura, la Iglesia, el gobierno, la sociedad y la vida local,
que constituían los temas de la revista.
Por supuesto,
era el padre Juan quien introducía las áreas temáticas de trabajo, por ejemplo,
un número dedicado a personajes e instituciones locales. También escribía con
seudónimo algunos artículos con temas de relevancia espiritual o moral, pero
esto no suponía que el tuviera la exclusiva en asuntos religiosos. Sin ir más
lejos, yo hacía los extractos sobre la vida de algún santo relevante durante la
vigencia del nuevo número que íbamos a publicar. Al cabo de unos números, se
incorporó como ilustradora para temas de
vida religiosa una monja de clausura que mandaba sus dibujos desde Aracena.
La revista
incluyó elementos añadidos para captar la atención de los lectores. Desde luego
las crónicas y la clasificación de la liga futbolística suponían el atractivo
principal de los lectores, pero no descuidábamos los concursos con pequeños
premios, como los jeroglíficos semanales o la publicación de los ganadores de
concursos literarios o ilustración que se llevaban a cabo por profesores de
algunos grupos.
Cada fin de
semana el trabajo se concretaba en 15 o 20 páginas para incorporar al tablón,
un número milagroso incluso si lo juzgo desde mi perspectiva actual. Pero este
esfuerzo compensaba cuando el lunes veíamos a nuestros lectores (los
compañeros), como se arremolinaban en torno al tablón.
Así pasamos
todo el curso y creo que la experiencia dejó huella. Para constatarlo no hay
más que mirar la trayectoria profesional que luego han tenido los
participantes.
Tampoco el
padre Juan debió considerar menor aquello, pues en su momento cuidó lo editado
y lo recopiló. Tras pasar por puestos relevantes acordes con su valía personal
y profesional, ahora, desde su retiro sevillano también lo tiene presente, como
pude comprobar no hace mucho en una conversación agradable.
No voy a
ponderar virtudes de la revista, ni a exaltar a sus participantes, pero si
quiero destacar lo arduo de la tarea y el apoyo del que disfrutó. Fue un medio
útil para difundir cultura, información y valores, pero valió más la pena en
cuanto se convirtió en algo necesario para aquella pequeña comunidad de
lectores adolescentes.
Ahora, tras
tantos años en el olvido, he querido resucitar unos instantes aquel proyecto,
antes de que su recuerdo vuelva a diluirse de nuevo, quien sabe si de manera
definitiva.
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Lunes, 30 de Diciembre del 2024
Lunes, 30 de Diciembre del 2024