Opinión

“Nosotros”, una publicación hecha por nosotros

Julio Olmedo Álvarez | Miércoles, 28 de Diciembre del 2022
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Conforme se van cumpliendo años resulta difícil resistirse a caer en cierta nostalgia por los tiempos pasados. Ya sabemos que la memoria tiende a magnificar nuestras pequeñas gestas de la vida cotidiana y que lejos de empequeñecerse cuando han pasado décadas, a veces todavía se agrandan más de lo que nosotros ya habíamos hinchado subjetivamente.

Vaya, pues, de antemano mi clara intención de rescatar el pasado sin hacer una epopeya de un asunto menor, sabiendo que lo que trataré no fue un acontecimiento extraordinario, ni cambió el rumbo de ninguna institución. Si entiendo que trata de la pequeña historia de un reducido grupo de personas, cuya experiencia vital quizá quedó marcada en su biografía, tras participar en aquel proyecto de publicación que fue la revista Nosotros.

Lo que voy a evocar sucedió en  el periodo escolar 1975/76, cuando unos escolares estudiaban octavo curso de la entonces emergente  E.G.B.  Aquella etapa educativa había traído algunas novedades que se ponderaban de la nueva ley, aunque muchos años después otras leyes todavía difunden aquellas innovaciones como si fueran metas para el futuro, no ya del presente y, por supuesto, de ninguna manera algo del pasado.

Por poner algunos ejemplos, se hablaba mucho de los saberes prácticos y por eso, cada libro de texto se acompañaba con otro tomo de actividades compuesto por fichas. Este segundo volumen debíamos sujetarlo con anillas, porque las fichas se arrancaban y luego se entregaban al profesor, ya que debía evaluarlas.

Parte de aquellas actividades se basaban en el trabajo en grupo, por ello las mesas individuales o los pupitres en pareja fueron sustituidos por una mesa para grupos de 6 alumnos. La nueva distribución espacial propugnaba un trabajo colaborativo, cuya principal producción con los recursos disponibles entonces fue el mural. Cualquier clase que se preciase entonces de moderna debía dejar espacio en sus paredes para una muestra de murales creados por la clase, ya que colgar todos hubiera sido imposible. Nótese también que con aquella medida sufrió la estética tradicional de las clases, puesto que  los mapas de España o del mundo, o las partes del cuerpo humano, dejaron de reinar en los muros, para convivir con los informales trabajos del alumnado.

No sé si como consecuencia de las nuevas metodologías, lgunos alumnos del colegio de padres carmelitas debimos mostrar alguna disposición en nuestras redacciones o nuestros dibujos, como para acometer un proyecto que sobrepasaba claramente nuestras capacidades del momento. Obviamente, se presuponía el apoyo e impulso de un adulto bien cualificado, tal y como terminó sucediendo.

 

Fue así como el padre Juan Pérez nos propuso hacer un equipo que pretendía cubrir un hueco dejado el curso anterior, aunque luego las metas crecieran con cada edición. Se trataba de dar continuidad a un periódico semanal que había surgido de la pluma y el pincel del padre Manuel Anguiano y que con su sorna característica él había llamado El Gallo Pelón.

Quienes conocieron al padre Manuel seguro que recordarán su ingenio, fruto de una inteligencia múltiple que le permitía tocar el violín, hacer un rótulo con una caligrafía gótica impecable o componer dibujos que iban desde los trazos realistas (el rostro de Cristo)  hasta las figuras de viñeta como aquella “Pitón” o el gallo que había convertido en cabecera de su publicación exitosa.

Cada lunes los alumnos nos acercábamos a mirar con fruición un amplio tablón acorchado, buscando noticias tan importantes, como la crónica de un partido de máxima  rivalidad, que el sábado anterior se había jugado en las eras. Sin embargo, el padre Manuel fue trasladado fuera de Tomelloso y con el nuevo curso quedó vacío el tablón que recogía semanalmente la evolución de la liga de futbol escolar y algunos acontecimientos más.

El padre Juan debió pensar que aquello podría resultar una oportunidad para mantener vivo un canal de comunicación con los alumnos, pero su estilo necesariamente iba a ser diferente. El  entonces todavía estaba en la treintena, tenía una buena formación académica a la que sumaba convicción y coherencia en las ideas. Su esquema mental quizá resultaba más complejo de trasladar a unos chicos anclados con un pie a la infancia, mientras vislumbraban su transformación personal.

Este fue el punto de partida para tres chavales de 13 años que fueron llamados a cubrir un hueco tan grande. No recuerdo nada de la convocatoria, ni sobre como pudo mostrarse atractiva una actividad que nos sustraía el sábado completo de nuestra libre ociosidad, pues había que ir al colegio hasta la noche del sábado y, posiblemente, incluso parte de los domingos.

Surgió así un equipo que pronto fue cobrando agilidad, conforme cada cual desarrollaba sus capacidades. A partir de una idea inicial, yo afrontaba la redacción, Joaquín Díaz pasaba a máquina el artículo y lo maquetaba, usando para ello los rudimentarios elementos de la época como un juego de rotuladores o las letras “transfer”. Entre tanto, Pepe Carretero hacía una ilustración alusiva a los partidos de la jornada, a un acto del colegio, o a uno de los personajes célebres de la cultura, la Iglesia, el gobierno, la sociedad y la vida local, que constituían los temas de la revista.

Por supuesto, era el padre Juan quien introducía las áreas temáticas de trabajo, por ejemplo, un número dedicado a personajes e instituciones locales. También escribía con seudónimo algunos artículos con temas de relevancia espiritual o moral, pero esto no suponía que el tuviera la exclusiva en asuntos religiosos. Sin ir más lejos, yo hacía los extractos sobre la vida de algún santo relevante durante la vigencia del nuevo número que íbamos a publicar. Al cabo de unos números, se incorporó  como ilustradora para temas de vida religiosa una monja de clausura que mandaba sus dibujos desde Aracena.

La revista incluyó elementos añadidos para captar la atención de los lectores. Desde luego las crónicas y la clasificación de la liga futbolística suponían el atractivo principal de los lectores, pero no descuidábamos los concursos con pequeños premios, como los jeroglíficos semanales o la publicación de los ganadores de concursos literarios o ilustración que se llevaban a cabo por profesores de algunos grupos.

Cada fin de semana el trabajo se concretaba en 15 o 20 páginas para incorporar al tablón, un número milagroso incluso si lo juzgo desde mi perspectiva actual. Pero este esfuerzo compensaba cuando el lunes veíamos a nuestros lectores (los compañeros), como se arremolinaban en torno al tablón.

Así pasamos todo el curso y creo que la experiencia dejó huella. Para constatarlo no hay más que mirar la trayectoria profesional que luego han tenido los participantes.

Tampoco el padre Juan debió considerar menor aquello, pues en su momento cuidó lo editado y lo recopiló. Tras pasar por puestos relevantes acordes con su valía personal y profesional, ahora, desde su retiro sevillano también lo tiene presente, como pude comprobar no hace mucho en una conversación agradable.

No voy a ponderar virtudes de la revista, ni a exaltar a sus participantes, pero si quiero destacar lo arduo de la tarea y el apoyo del que disfrutó. Fue un medio útil para difundir cultura, información y valores, pero valió más la pena en cuanto se convirtió en algo necesario para aquella pequeña comunidad de lectores adolescentes.

Ahora, tras tantos años en el olvido, he querido resucitar unos instantes aquel proyecto, antes de que su recuerdo vuelva a diluirse de nuevo, quien sabe si de manera definitiva.

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