Romería

Y cada Romería

Relato de la pregonera de la Romería, María Teresa Lozano

María Teresa Lozano | Miércoles, 26 de Abril del 2023
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Amanecía, y lentamente la luz se iba abriendo paso en la llanura, dando intensidad a los ocres y verdes, mientras una brisa suave mecía las pámpanas rítmicamente.

Con los ojos llenos de sueño y el alma afligida, Carlos, se dispuso a comenzar un nuevo día de trabajo. Le dolía todo el cuerpo. La vendimia era una faena dura, al menos para él que no estaba acostumbrado. La gente a su alrededor reía, contaba chistes, y charlaba amigablemente, pero él siempre callaba, sus pensamientos iban hacía dentro arañándole una y otra vez en lo más profundo de su ser. ¡Qué duro es el silencio cuando duele, y qué difícil echar fuera el sentimiento de culpa!

Hacía tan sólo unos meses que su padre había fallecido. Los ingresos habían mermado drásticamente y él, acostumbrado a tenerlo todo aunque entonces no lo apreciase, empezó a ver restringidas muchas cosas. Tenía que llevar dinero a casa, apoyar en la medida de lo posible a su madre y hermana.

Ahora quería dar un giro completo a su vana existencia. Quería terminar su carrera con más ahínco que nunca. Demostrar a su padre allá donde le pudiese ver, que no era ese hijo inútil, caprichoso y egoísta que perdía lastimosamente el tiempo. Cuantas peleas tuvo con él, su padre siempre paciente y amoroso le decía: Llevas mal camino, la vida es algo más que lo que tú quieres ver hijo mío. Y un mal día, un infarto segó su vida apartándole de él para siempre. ¡Dios mío! pensó, ¿por qué no le abracé y le dije un te quiero a tiempo? ¡Qué sordo a sus palabras, que insensible a sus gestos amables! “Los muertos pesan no tanto por la ausencia, como por lo que no se dijo entre nosotros”. Lo había leído en alguna parte y qué cierto era.

Carlos sacudió la cabeza visiblemente emocionado.

-Carlos, ¿qué te pasa? Ya vas como siempre, pensando. ¡Mira que sois los madrileños callados! -Le dijo Antonio. 

-No, no es eso. Son cosas mías. Perdonad.

-¿Acaso está mal tu madre? Hoy has tenido carta suya.

-No, mi madre y mi hermana están bien. Gracias. 

Antonio se agachó de nuevo a la cepa. No parecía mal muchacho este Carlos -pensó-. Llevaban ocho días de vendimia y siempre le veía agobiado. Algo por dentro le atormentaba.

-Oye, Carlos -repuso Antonio de pronto -si quieres esta noche cuando se ponga el sol y dejemos la faena, te voy a llevar a que conozcas a nuestra Patrona la Virgen de las Viñas. Yo tengo mucha fe en ella. Siempre, al empezar la recolección, voy a pedirle para que no pase nada. Es tanto el trajín con el tractor de acá para allá que uno siempre está en vilo. Después, al terminar la vendimia voy a darle las gracias por el fruto recogido y por todo. Uno tiene sus creencias, ya ves, aunque hoy en día lo autentico, lo profundo, parece estar pasado de moda.

Carlos, necesitaba tanto algo a lo que aferrarse que no dijo nada.

El día transcurrió lentamente, como siempre. ¡Cuánto tardaba el sol en esconderse! Parecía sujetarlo una mano invisible por momentos. Pero necesitaba tanto aquel dinero. Con lo que ganase podría hacer frente a sus gastos en casa y acabar por fin la carrera. Aprobaría las asignaturas pendientes de otros años y terminaría por fin sus estudios. Se lo debía a su padre y a sí mismo. 

Cuando el sol parecía tocar tierra y una mancha anaranjada se iba extendiendo en el horizonte, Antonio dio orden de dejar la faena. 

-Vamos, Carlos, mientras los demás organizan la cena, tú y yo iremos a Pinilla.

Se lavaron un poco y subieron en un furgón ya viejo que le servía de apoyo en las mudanzas de una finca a otra.

El Santuario no quedaba muy lejos por lo que no tardaron mucho en llegar. En el camino intercambiaron algunas palabras, aunque era Antonio el que más hablaba. Aparcaron el coche, y lentamente se sumergieron entre la arboleda. Hacía una hermosa noche de septiembre y la luna alumbraba tenuemente la explanada. Parecía un mundo aparte, no había nadie por allí, excepto la familia que se encargaba de que todo aquello estuviese cuidado. A lo lejos, el canto alegre de algún grillo y el ruido de los pocos coches que pasaban por la carretera cercana, ponían música a la noche. Antonio, rompió el silencio.

-Muchos domingos los pasamos aquí con la familia, los chicos corretean sin peligro alguno y lo pasan bien. Pero el gran día es el último domingo de abril, ese día, Romería de Nuestra Señora, las viñas se engalanan para rendir homenaje a la Patrona. Tomelloso huele de otra manera y hasta el cielo festeja la ocasión mandándonos sol y agua al mismo tiempo, algo imprescindible para nuestras cosechas.

Mientras Antonio hablaba, aceleraron el paso hacía el Santuario. Al entrar, Antonio se quitó la gorra que siempre llevaba puesta y calló. Al acercarse a la imagen él se persignó, y arrodillándose en un banco próximo, agachó la cabeza con las manos muy juntas.

Carlos no sabía qué hacer. Miraba a Antonio, su jefe, orar con devoción. Y entonces, se fijó en la imagen. Allá arriba una imagen con un niño en brazos parecía mirarles con ternura. En sus facciones finas y serenas, reinaba el amor. El niño llevaba un pequeño racimo de uvas tintas en la mano, parecido a esos otros racimos de uvas blancas que día a día y con tanto esfuerzo él recogía. De pronto quedó absorto, sus ojos parecieron nublarse, y la luz que envolvía la imagen se hizo más resplandeciente… Fijó aún más su mirada y, por unas centésimas de segundo, al lado del rostro de la Virgen, creyó ver la cara de su padre sonriente, mirándole complacido. Sacudió la cabeza y abrió aún más los ojos; pero ya no vio nada. Sin embargo, poco a poco la paz que se respiraba allí se iba adueñando de él. Se arrodilló en el banco junto a Antonio, y así permanecieron un buen rato.

El camino de regreso lo hicieron en silencio. Antonio intuía la lucha interior de Carlos, pero no dijo nada.

-Bueno, ya hemos llegado. Parece ser que la cuadrilla está impaciente esperándonos para la cena, y mi mujer me estará echando de menos -repuso Antonio. 

-Pasa tú, Antonio. Yo no tengo hambre, me quedaré un rato más, necesito pensar…

Carlos quedó afuera, le apetecía pasear. El silencio que reinaba era absoluto. A lo lejos se veían las luces de algún pueblo, (qué más daba cual fuese)…Miró el cielo que se veía inmenso; poderoso. Miles de resplandecientes estrellas lo decoraban. Empezó a caminar lentamente. Se sentía en paz por primera vez desde la muerte de su padre. Pensó en la Virgen,  en su Niño y en el rostro de su padre sonriéndole... ¡Padre, perdóname! Dijo en voz alta mirando al cielo.

Aquella noche, Carlos, tuvo un sueño precioso. Vio a su padre sonriente, mostrándole un racimo de uvas. Llevaba colgada al cuello la medalla de la Virgen de las Viñas.

La vendimia terminó y Carlos regresó a Madrid. Acabó su carrera con éxito y pronto logró encontrar un puesto de trabajo. Con el tiempo formó su propia familia. Pero Carlos no olvidó aquella vendimia en Tomelloso, ni por supuesto a su Patrona. Y cada Romería, hacía un hueco en sus muchas ocupaciones para vivir la fiesta junto a Antonio y su familia. Y cuando los tomelloseros al ver pasar a su Patrona gritaban ¡VIVA LA VIRGEN DE LAS VIÑAS! Él emocionado, gritaba como uno más, muy fuerte. ¡VIVA!

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