Opinión

Por extraño que parezca

Ramón Castro Pérez | Martes, 9 de Mayo del 2023
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Cuando desperté, mi cabeza se hallaba girada hacia la izquierda. Mi hermano no se había movido del sitio, así que nos encontrábamos frente a frente. Le pregunté si seguía muerto y asintió con la cabeza. Advertí la respiración de papá en mi nuca. Debía ser él pues había decidido morir con nosotros. Me volví para mirarlo. Sonreía al vernos junto a él. Los tres habíamos fallecido.

Un sonido metálico casi provoca que nos moviéramos. En cierto modo, me hizo ser consciente del frío metal de la camilla en la que habían depositado mi cuerpo. La puerta del fondo se cerró y pude ver cómo dos personas caminaban hacia nosotros. Miré a ambos lados. Los tres cerramos los ojos.­

—¿Siguen muertos? —bromeó el más viejo mientras imitaba a lo que parecía ser un equilibrista borracho.

—Deberías permanecer callado —respondió su compañero. Por el tono, no pareció haberle hecho demasiada gracia el comentario. Nos cayó bien. Papá me hizo un guiño. Moriría el último.

Comenzaron a serrarme el cráneo. Imagino que deseaban examinar si mi cerebro habría sufrido daños tras la agresión de mi hermano. Lo cierto es que me había golpeado muy fuerte con el rodillo de cocina, aunque a mí me había dado tiempo a prepararme. Pude esquivarlo parcialmente a la vez que hundía el cuchillo en su corazón y papá, atónito, decidía pegarse un tiro en la sien. Caímos casi al mismo tiempo, desplomados en el suelo, en mitad de un charco de sangre.

—Creo que nos hemos matado —dije sin mucha ilusión, con la cara medio aplastada, pegada a la baldosa. Papá estaba en «shock» y sería el último en asimilarlo.

—¡Papá! Estamos muertos, pero podemos hablar. No te asustes. Nos han trasladado a la «morgue» ¡Van a hacernos la autopsia!

Resulta frecuente cómo, en medio del dolor, a las personas les da por mostrar comportamientos del todo absurdos, teniendo en cuenta la situación. Con sus dos hijos muertos y él mismo, víctima de un suicidio, papá se mostraba consternado por el estado de su ojo derecho. Este se hallaba medio desprendido y le hacía sentir vergüenza, aun después de muerto. Le dije que no se preocupara. Los tipos que iban a examinarnos carecían de entrañas.

El más viejo se inclinó hacia mí, buscando la lesión en el hemisferio derecho. Aproveché el momento para agarrarle el cuello y morderle. Mi boca se llenó de su sangre y no pude retenerla, por lo que esta se deslizaba por la comisura de los labios, confluyendo en la barbilla. Escuché los gritos del compañero. Trataba de zafarse de los brazos de mi hermano. Fue inútil. Papá lo ahogó con una de sus llaves maestras. Lo hizo mirándolo, con su ojo derecho medio desprendido. Murieron al cabo de unos segundos, aunque, para sorpresa nuestra, no despertaron como nosotros. Yacían tendidos en mitad de la sala de autopsias.

Papá, mi hermano y yo abandonamos el edificio. Hacía frío y no teníamos dónde ir. Deambulamos hasta encontrar una parada de bus vacía. Su luz estaba averiada, así que no fue difícil hacernos pasar por tres vagabundos ebrios.

—Cada vez hace más frío —dijo papá, tiritando. No le hicimos demasiado caso. Nosotros comenzábamos, también, a estar helados.

Nos encontraron a la mañana siguiente, congelados. Nunca supieron que, antes, habíamos estado muertos y que, en ese lapso de tiempo, asesinamos brutalmente al forense de la localidad y a su estúpido ayudante. A veces, aun muerto, puedes seguir haciendo daño, por extraño que parezca.

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