Erase un país
llamado Arcadia, económicamente sólido,
estable y solidario, donde vivía Juan Q. La vida no había sido fácil para él ya
que, procediendo de una familia humilde, había logrado con su esfuerzo y
sacrificio costearse sus estudios en una Universidad privada de reconocido
prestigio. Su postgrado en varias
escuelas de negocios y su capacidad intelectual y de gestión le hicieron
promocionarse rápidamente en su escalafón profesional, llegando pronto a ser
directivo de una gran empresa de servicios y consultoría industrial. Esto le
permitió pagar a sus hijos una formación elitista en un colegio bilingüe, dada
las carencias de idiomas en la enseñanza pública; hacer frente a los recibos de
una sociedad médica privada que le garantizaba a través de un seguro la mejor
asistencia posible, sin listas de espera y cirugías programadas con plazos
irracionales; poder costearse una vivienda de libre mercado en régimen de
propiedad, con la duda de que las deducciones en IRPF derivadas de su compra se
las hubiese apropiado el promotor a través de mayores precios; poder hacer
frente a un plan de pensiones complementario (¿) al público, con el fin de
mantener cierta dignidad en su retiro; contratar a un servicio de seguridad
privada con el fin de garantizar cierta tranquilidad a su familia antes hechos
desagradables que últimamente se había producido en su vecindario a pesar de
los esfuerzo de los cuerpos de seguridad del Estado;….
Pero todos los
años, religiosamente, a finales de mayo se enfrentaba, no sin cierta desazón, a
su declaración del IRPF, porque a él nunca le salía negativa. Un profesional
como él percibía unas altas remuneraciones por múltiples conceptos que hacían
que sus cuotas estuviesen en consonancia con su nivel retributivo, y siempre la
pregunta era la misma ¿y yo que recibo realmente del Estado que me compense, mínimamente,
por el esfuerzo económico que me supone el pago de mis impuestos?.
Y, como
persona documentada, algo le ha sonado en un debate ya antiguo pero que se ha
realimentado en los últimos tiempos entre las regiones de aquél país. Ruritania,
región de Arcadia, se quejaba
amargamente de que a través de sus impuestos abonaba más al Estado de lo que
percibía en forma de políticas de gasto y, especialmente, en inversión pública
lo que estaba condicionando seriamente las capacidades de crecimiento económico
de “su” territorio. Y se le encendió una
lucecita ¡Pero si esto es lo mismo que me pasa a mí!. ¡Yo también quiero una
balanza fiscal individual!.
Y como todo cuento tiene su moraleja, esta es la que yo propongo: pensemos, si cada persona paga en función estricta de lo que percibe; si cada región aporta al Estado en función estricta de lo que percibe: donde queda la solidaridad, que puede ser tanto personal como territorial; donde queda la progresividad que hacen que paguen más los que más tienen; donde queda la redistribución de la renta y riqueza entre personas y regiones; donde queda la estabilidad social y democrática que sustenta la Carta Magna. En definitiva, Juan Q. está en su derecho de exigir una balanza fiscal personal, siempre que consideremos que los principios apenas esbozados no tienen cabida en el futuro político de convivencia, lealtad y solidaridad tan necesarios para la estabilidad de Arcadia.
Juan José Rubio Guerrero, catedrático de Hacienda Pública de la UCLM
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Miércoles, 16 de Julio del 2025
Martes, 15 de Julio del 2025