Opinión

Evocaciones taurinas

Julio Olmedo Álvarez | Lunes, 28 de Agosto del 2023
{{Imagen.Descripcion}} Diego Ventura rodeado de su gente y algunos más / Julio Álvarez Diego Ventura rodeado de su gente y algunos más / Julio Álvarez

En la búsqueda de lo inédito o lo diferente nuestra sociedad se ha volcado de modo compulsivo, desarrollando grandes sectores de la economía como el turístico o el audiovisual. Sin embargo, en la vida cotidiana podemos encontrar auténticos tesoros que nos inducen a reparar en valores culturales de nuestros antepasados, en usos y costumbres al borde de la desaparición, en el papel de los animales en la vida humana o en el espectáculo como representación y espejo de la sociedad.

Todo esto sirve para introducirnos en la tauromaquia, un mundo tan controvertido a partir de este siglo, pero que tanto dice sobre nosotros y nuestra historia. Parece innegable su valor como reliquia viva de nuestra cultura, pero lejos de convertirse en un bien Patrimonio de la Humanidad (tiene un reconocimiento parecido y menor solo en España), afronta serio peligro de supervivencia en muchas zonas. Bien es sabido que una parte de la población se ha sensibilizado profundamente con los derechos de los animales, de modo que un espectáculo donde corre la sangre y termina estoqueado un toro se convierte en algo repulsivo e inaceptable para un apreciable sector social.

Poco puede importar que una plaza de toros recuerde en su estructura y en la concepción del espectáculo a la influencia romana o más modernamente a los torneos y festejos medievales. Todo el bagaje acumulado a lo largo de milenios se tilda ahora de barbarie, sin detenerse a separar, al menos, si hay elementos que podrían considerarse válidos, y hasta dignos de promoción para nuestra sociedad del futuro.

Por mostrar dos reseñas superficiales, en los toros el éxito y el triunfo salen de la aclamación popular por parte de los espectadores. Comparando con otras referencias de participación en deportes o espectáculos, la diferencia resulta abrumadora, ya que la tendencia dominante se basa en un miedo a la decisión del público que se termina neutralizando con un jurado reducido de 3 o 5 “expertos”. Así se decide desde  la gimnasia hasta en Eurovisión.

Por otro lado la antigüedad del coso y el concepto de espectáculo taurino mantienen una idea de inclusión que ha desaparecido en todos los eventos más actuales. En los toros quienquiera que sea el espectador ha de sentarse en la misma grada que los demás, pues se carece de zonas “vip” para los asistentes privilegiados, tales como accesos especiales, locales apartados con visión panorámica y climatizada, etc. 

Pero no quiero adentrarme en esos derroteros teóricos, ni en digresiones filosóficas, sino que modestamente me centrare en lo que me sugirieron algunas escenas cotidianas que pude observar por pura casualidad, no hace mucho. Fueron horas previas al comienzo de la corrida, las que me permitieron entrometerme someramente en esos momentos de preparación que no forman parte visible del espectáculo, y que comienzan a partir de aquí:

Esta fase admite miradas caleidoscópicas porque hay mucha gente actuando al mismo tiempo, de modo más o menos coordinado, que hacen equilibrios entre lo reglamentario y la pura improvisación, pero con la certeza de que todo terminará encajando cuando se abra la puerta de cuadrillas a los alguaciles, para que representen su arcaico papel, despejando la plaza para que puedan acceder los toreros y sus cuadrillas.

Como las dependencias administrativas son tan precarias y no pasan de una mesa antigua de oficina con silla a juego, que se ubican en un espacio con pared enjalbegada y suelo de hormigón en bruto, el agente de la guardia civil que coordina la estructura legal de la corrida se mueve más por los corrales. Allí solicita a los subalternos su firma, o pide que intervenga el personal de plaza para algún asunto. Luego volverá a salir para formar un grupo en el que participen cuadrillas, veterinarios, y representantes. Todos subirán a la parte de los corrales donde pueden ser observados los toros y allí se hará el sorteo, para ver quien torea cada uno de ellos. Todos toman referencias, unos de cara al toreo, otros sobre la idoneidad de los animales conforme al reglamento.

Mientras, a la sombra del coso, deambulando por el callejón, llega la voz de un empresario que conversa a través de su teléfono móvil. Hace un resumen de cómo se presenta la tarde, cuenta a su interlocutor el encaste de los toros y da un previsión de aforo. Cerca de él, un operario mira moverse el aspersor que riega la plaza y, de vez en cuando echa un vistazo a su teléfono. Entretanto, un curioso trata de introducirse subrepticiamente en la cuadra donde descansan los caballos de picar, más que nada por colmar su curiosidad.

Surgen huellas de antaño viendo el comportamiento de los aficionados que intentan acceder en esta mañana tórrida. Su comportamiento en estos momentos previos se aprecia  por ser llamativamente a contracorriente. Resultan opuestos a lo que pueda verse en cualquier espectáculo deportivo o musical, donde hoy resultaría inconcebible que los aficionados a un equipo de futbol importante se mezclasen en el campo con los jugadores, o tuvieran la oportunidad, por breve que fuera, de interactuar con su ídolo. Seguramente se aducirían muchos motivos para justificar la distancia entre jugadores y público, desde el respeto a la integridad física de los deportistas, hasta posibles problemas de orden público. Tampoco se nos ocurriría pensar en que un cantante de cierto éxito llegue  un concierto por una puerta que no esté restringida al público, sí que transite por otro sitio que el “backstage”, que no es otra cosa sino un conjunto de espacios reservados y excluyentes en diferente grado.

Para que, en cambio, si resulte posible que una figura del toreo se mezcle entre los aficionados, y lo haga con naturalidad, se presume como requisito previo un comportamiento cívico singular, ajeno a los usos de nuestro tiempo. De otra manera que no fuera asumiendo cada uno su papel y sus límites, no podrían mezclarse cientos de personas con los profesionales taurinos de todo el escalafón, sin que nadie tenga miedo a incidentes.

En nuestro día a día, se presume imprescindible la presencia de seguridad privada, combinada también con fuerzas especiales de orden público, si el acto tiene un mínimo de importancia. Se nos vienen a la mente infinidad de actos donde se produzca un mínimo de asistentes concentrados, no solo espectáculos, también romerías o hasta procesiones de Semana Santa. 

Por el contrario, en los corrales de esta plaza no veo más que un par de policías locales que se bastan con suficiencia para mover de lugar a los aficionados a un lugar más conveniente, o para desalojarlos cuando es menester. Todo sucede sin que nadie levante la voz, sin uso de vallas de delimitación, ni coacción alguna.

Por no abundar estos ejemplos, surge una lección de vida importante para los niños y adolescentes que están aquí pisando la tierra de los corrales. Qué fácil asimilar una lección en la que basta con moverse al compás de familiares o de otras personas. El público en su acepción de “el respetable” sabe comportarse también, pagando con la misma moneda.

Hay un sentido de prudencia que se mezcla con la admiración cuando alguien del público quiere acercarse a un diestro reconocido. Busca el modo de no agobiar, sin apresurarse para solicitar una foto, pues todos sabemos que ahora mismo este resulta ser el modo dominante de mostrar la admiración, como antes fueron los autógrafos o las postales firmadas. Aquí lo diferencial se basa en el modo de pedirlo, acompañando una muestra de admiración y deseando suerte para el festejo. Se vive algo así como si entablasen una relación efímera con un héroe, casi un culto como en tiempos remotos.

La figura del torero, así como la gente que le rodea, también se mueve por otros códigos. Tomo como referencia a Diego Ventura, junto al que estoy desde el momento en que ha llegado a la plaza. Eran casi las once, cuando ha bajado de la furgoneta con otros miembros de su cuadrilla.  Ha entrado por las portadas de acceso general, entre aficionados y curiosos, alguno de los cuales le ha llamado por su nombre, pero sin más vítores ni alboroto.

En el interior de la plaza ya estaba el apoderado y otras personas de su confianza. He visto saludos  previos a otros integrantes del mundo taurino, como banderilleros y picadores de otras cuadrillas. El estrechamiento de manos ha sido ceremonioso, pero mostrando camaradería a la vez.

En este conglomerado de profesionales en torno al diestro principal, no hay que hacer muchos esfuerzos para identificar a cada profesional. Puede verse al que saluda, interrumpiendo antes acometidas en el aire, que hacía con su vara de picar, como si se tratase de un don Quijote cualquiera en agosto de 2023. Un poco más allá están los banderilleros de brega, menos refinados que los estilizados aspirantes a torero de corte clásico. Estos pasean erguidos con torería, y adornan su cuerpo esbelto con un vestuario cuidado; probablemente serían indetectables entre los miembros de un ballet clásico.

Mientras acaban las salutaciones, el maestro Ventura se ha acercado a charlar con su representante, quien parece haber recibido indicaciones, ya que no ha tardado en ir a buscar a los empresarios de la plaza. Seguramente ha sido para exponer las peticiones del rejoneador sobre dónde colocar los caballos. Entretanto Diego Ventura se mantiene con sus próximos como si el asunto no fuera con él.

Como responsable de sus intereses, ha dejado la relación con terceros para su apoderado. Este responde en cierta manera a la imagen clásica de esta figura taurina: es un hombre metido en los sesenta y tantos años, calado con sombrero parecido al Panamá Fedora. Usa gafas de sol y su cuerpo robusto no termina de pasar a la categoría de obeso. Su vestuario se compone de camisa de manga larga, pantalón vaquero sin ajustar, con zapatos de mocasín. El tono de la camisa destaca por ser rosa claro, pero seguro que no se debe a que le haya influido la película Barbie, sino a su obsesión por los colores derivados del capote.

Este hombre habla en modo resolutivo y es de esos que todavía emplean términos como “vestirse por los pies” para señalar al varón que mantiene su palabra. Se mueve mejor con el contacto personal que por medios digitales, lo que se acredita por su desenvolvimiento en la charla con unos y otros, que puede pasar de un tono amistoso a un ultimátum, según quien sea el destinatario.

Cuando vuelve el apoderado, la cuadrilla al completo con su maestro forma una improvisada junta, en torno a un banquito metálico móvil y un abrevadero blanco que son asientos para el apoderado, alguno de los mayores  y, esporádicamente, el rejoneador. Los otros permaneces de pie, apenas sin hablar, en torno a sus líderes de grupo.

Hay poca gente en el lugar, porque el público ha sido desalojado, pero no falta quien se acerque a Diego Ventura para felicitarlo, o quien lleva a sus hijas pequeñas, aficionadas a la hípica, para presentarlas ante el mito. El rejoneador acepta de buen grado lo agasajos y luego vuelve a su grupo.

Pasado un tiempo, el apoderado da instrucciones a otro de su gente. Este sale para que el camión de loa caballos pueda entrar. Con el llegan también todos los utensilios de la lidia, colocados en cajones laterales. El vehículo se asemeja a una gran caravana, de la que no tardan en abrirse, con automatismos, ventanales o desplegarse un largo toldo.

Todos los caballos van siendo bajados con cuidado, bajo la tutela de su jinete. Terminan en un recinto artificial que se ha creado entre una pared de la plaza y el lateral del camión donde se ha desplegado el toldo. Allí, se ha quedado el rejoneador en solitario, tal vez para infundir confianza a sus corceles. Después se abre otra vez la puerta para que acuda el público y contemple los caballos. Estos, junto a su jinete, parecen mostrarse apacibles, en medio de una burbuja. Nadie diría que apenas doce horas antes lidiaron una corrida a seiscientos kilómetros de distancia.

Al llegar otra vez la muchedumbre he considerado mejor que fuera yo el que tomase la dirección de salida. En ese momento me he cruzado con Antonio Linares, que recogía felicitaciones y parabienes. Un amigo me ha pedido que le hiciese una foto con el torero, mientras él estrechaba su mano y le deseaba lo mejor.

De semejante manera es como tuve acceso a estas evocaciones con sabor a otro tiempo. Las escenas taurinas que acababa de presenciar me conducían a pensar en otra sociedad, quizá asimilable un tanto al pasado. Pero, no tardé en darme cuenta que conforme caminaba se iba desmantelando todo aquello, a medida que el tráfico de los coches y el bullicio callejero me devolvían a la cotidiana realidad.


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