El Rey (art. 56 de nuestra Constitución) es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español...
A pocos se les escapó la expresión algo constreñida mantenida por Felipe VI en el transcurso de la toma de posesión de Pedro Sánchez. Más allá de la seriedad que tal acto institucional demandaba debido a su trascendencia, apareció desnudamente protocolario, sin otros aditivos que lo hicieran más empático.
El rey cumplía con su deber institucional de sancionar el nombramiento de un presidente del gobierno elegido, como en ocasiones anteriores, democráticamente por el Congreso de Diputados y en esta ocasión además, en primera votación.
Sin embargo la explicación a la expresión hierática del rey no estaba en su legitimidad incuestionable, sino en las concesiones, en los acuerdos, en los precios políticos que el candidato había ofrecido para salir elegido, los más, digamos que incómodos y preocupantes para el monarca como símbolo de la unidad y permanencia del Estado, la posibilidad de un referéndum, la figura de un mediador para supervisar las exigencias pactadas con Puigdemont como si de una democracia recién estrenada se tratara; (que las demás, como la amnistía y la dependencia del poder judicial son cuestiones que aun siendo discutiblemente constitucionales responden a un ordenamiento interno.
Extremos que al rey como persona, más allá de su obligada y exquisita neutralidad y aceptación como Jefe del Estado de lo acordado en la sede de la soberanía nacional, pueden parecerle de una determinada manera. Que el rey no es una estatua, un símbolo, una imagen ante la cual se realizan determinados actos, sino una persona con una responsabilidad única ante la Nación y hacia la Historia.
Si el semblante del rey permaneció invariablemente inexpresivo, la actitud de Pedro Sánchez denotaba incomodidad. Sus gestos de saludo al Jefe del Estado antes y después de prometer el cargo fueron por decirlo en lenguaje coloquial, a la remanguillé, sin pararse, de soslayo, apenas inclinándose, pareciendo indicar así cierta lejanía personal hacia la figura de quien representa al Estado y quién sabe también si para contentar o al menos no defraudar a quienes le habían procurado la elección.
En todo caso a modo de cierto contrapeso gestual a las palabras pronunciadas: “Prometo, por mi conciencia y honor, cumplir fielmente con las obligaciones del cargo de presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”…
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Lunes, 12 de Mayo del 2025
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