Opinión

Luciano, el hombre de la luz, doña Clemencia y sus criados

Juan José Sánchez Ondal | Martes, 5 de Marzo del 2024
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I.- Luciano, el hombre de luz 

Santa Clemencia de Portaña, era un pueblo feliz, en la ladera del monte de Las Cambrias, por cuya parte sur corría el rio Guadiervos en la Castilla milenaria. Tendría en el momento en que fue anegado para construir el pantano de Corgentes, unos trescientos vecinos acomodados en ochenta y cinco casas. Desde que corrieron las voces de su destino subacuático, cundió la emigración ya que diez años atrás su censo era de 908 vecinos: quinientas dos mujeres y el resto, cuatrocientos dos, varones. Debía su nombre, según la tradición, a que fue fundado por una gran dama que, apartándose del mundanal ruido, se estableció en aquel lugar con sus deudos y servidumbre, y fueron tantas las magnanimidades y milagros que realizó que fue canonizada primero y elevada, después, a los altares. Sus restos, se decía, reposaron bajo el altar mayor de la iglesia del pueblo.

 Hemos tratado de averiguar la biografía de esta santa fundadora del pueblo y no hemos podido hallar, a pesar de haber tenido la impagable ayuda del gran hagiógrafo fray Rosendo, mercedario, ninguna santa Clemencia cuyos datos coincidan con los de la tradición de su pueblo.   Y hemos aprovechado la excepcional   circunstancia de que este año, amén del estiaje del rio, por razón de los desorbitados precios del fluido eléctrico, se han abierto las compuertas de la presa para generar más electricidad en la central hidráulica y ha resurgido la mayor parte del pueblo, para comprobar que, a los pies de lo que debió ser el altar mayor de la iglesia, con gran esfuerzo de casi excavación, retirando arena y lodo, hemos hallado una lápida de piedra berroqueña de 50 por 50 centímetros, en la que, casi borrado, hemos podido leer solamente:    IN -------MENTIA -----M--LVII.

Según el catastro de Ensenada, realizado en 1752, Santa Clemencia de Portaña tenía una extensión de 6.543 fanegas, 4.790 pertenecientes a particulares, 835 al común y 918   a la Iglesia. Vivian en el pueblo 231 familias en 173 casas.  182 eran labradores, 216 jornaleros, 4 tejedores de lienzos, 3 molineros, 3 albañiles, 1 carpintero, 1 herrero 1 cirujano y 1 maestro de primeras letras. Existía un molino harinero, un horno y una almazara, 18 bueyes de labor, 32 vacas, 12 yeguas, 7 caballos, 15 jumentos, 18 cabras y 46 cerdos.

En cuanto a las tierras casi se equiparaban las de secano con las de regadío y predominaban los prados, los olivares, las viñas y los huertos. La generalidad era de propietarios del municipio, salvo algunas de propiedad de forasteros de pueblos cercanos.

La diligencia y sentido histórico del joven párroco de Santa Clemencia, en vísperas del día D del anegamiento, que envió el archivo parroquial al de la Diócesis, y los del viejo secretario del Ayuntamiento, que apresuradamente escribió un “Memorando histórico, económico y social de la que dejará de ser Santa Clemencia de Portaña”,  que obra en el de la Diputación, en el que hace constar, entre otras jugosas cosas, que ésta rechazó los documentos del archivo municipal por falta de espacio, nos han permitido llegar al conocimiento de muchas de las circunstancias del pueblo, de sus moradores, costumbres, historia y tradiciones.

Hoy nos ocuparemos de una curiosa práctica, no sé si calificarla de premonitoria, por cuanto el anegamiento de Santa Clemencia tuvo por objeto la construcción de una central hidroeléctrica y la anécdota, llamémosla así, se refiere al invento y suministro de este fluido por un natural del ahogado pueblo.

Entonces, no constan fechas, en Santa Clemencia no había luz eléctrica, ni de gas, ni otro tipo de alumbrado que no fuera el de los faroles y quinqués, las candelas, los velones, las hachas y las teas.

Luciano había heredado el secreto de la fórmula de la luz. Mediante una combinación de ciertas plantas y otro componente secreto, en una especie de bidón y serpentín de latón, diseño de su padre, con unas válvulas y palanca, producía luz que vendía por las noches en las casas del pueblo.

Transportaba el artilugio en una vieja borriquilla, que el pueblo dio en llamar Lucila, y voceaba su mercancía como los demás vendedores de productos: aguadores, pescaderas, fruteros, etc.

--¡Luz para las noches, luz en casa, en el pajar, en los establos para aviar las vacas!

¡A cinco céntimos el rato!

El rato lo medía Luciano a ojo, pues tenía el tiempo dividido mentalmente en tantas fracciones como daba de sí el depósito y horas tenía la noche, con lo que los ratos de invierno solían ser más largos que los de verano, primavera y otoño. Y la duración de los últimos ratos dependía de la demanda. Si esta había sido amplia, como le quedaba menos luz en el tanque, la reducía en duración, y si el consumo había sido escaso, aumentaba al cliente el tiempo de prestación, pero no subía ni rebajaba nunca los cinco céntimos de la tarifa. Ello daba lugar a algunas discusiones, aunque Luciano solía evitarlas conviniendo antes de la prestación del servicio, el precio, y advirtiendo de que la duración del rato iba a ser algo más o menos largo dependiendo de las existencias del serpentín.

Como Luciano conocía a los clientes, que solían ser los mismos, y sabía para qué menester era solicitada la luz, era elástico, permitiendo la finalización de la tarea, aunque esta rebasara algo de su cronómetro mental y la reducía si acababa antes de lo previsto.

-Otro día te compensaré si tardas más en echar de comer al ganao, les decía.

Tenía establecido su itinerario que era conocido de los vecinos y respetaba escrupulosamente, rato más, rato menos, dependiendo de la demanda, pues no admitía la prestación de más de un rato por cliente. Bajaba de su solitaria casa en el monte y comenzaba por la plaza. Su primera clienta solía ser doña Clemencia Ruiz, --había, lógicamente, varias Clemencias en el pueblo- cuyo criado, Régulo, solía esperarle en la puerta.

Sin darle tiempo a pregonar su mercancía, Régulo le hacía señas y Luciano acercaba la borriquilla al portalón de la casa e introducía la larga manguera que, a semejanza de la de los bomberos, conducía el chorro de luz desde el serpentín a la alcoba de doña Clemencia en la primera planta. La dejaba en el suelo con la puerta entornada, en los primeros servicios.  Después doña Clemencia pidió al carpintero que hiciera un orificio del tamaño de la boca de la manguera en uno de los cuarterones, con su tapa de cierre interior.

 Luciano salía a la calle y al manipular la manija del serpentín, comenzaba el milagro lumínico en la alcoba, mientras la doncella desvestía a la señora y le ponía el camisón. La luz era blanca y fría, he deducido que similar a la de los actuales tubos fluorescentes, potente, pero no deslumbrante. Una vez que salía de la manguera se expandía uniformemente por la estancia iluminándola, adaptándose a los límites del recinto, sin dejar zonas o rincones en sombra.

Para este primer servicio y para que el artilugio cumpliera su cometido, Luciano tenía que manipular la manija o palanca, a modo de las de las bombas manuales de extracción de agua, con lo que tenía calculados los sube y baja que requería el rato. Exactamente, el de doña Clemencia equivalía a doscientos cincuenta y dos.

En los sucesivos servicios ya no era necesario el movimiento continuo de la palanca, bastando con dejarla bajada. Sin duda, esos primeros doscientos cincuenta y dos golpes de mando, eran los que mentalmente debía contar Luciano para medir el rato en los demás suministros, pues, aunque analfabeto, sabía contar hasta mil y, más que escribir, dibujar su nombre.

En la demanda de las noches había lo que ahora se llaman horas punta y horas valle. Las más solicitadas eran las primeras y las últimas de la noche. En las del centro, rara vez era requerido para prestar sus servicios, circunstancia que aprovechaba Luciano para dar una cabezadita en el quicio de algún portal, o para alimentar el serpentín con las sustancias que llevaba mezcladas con otras, en las aguaderas de Lucila, si la demanda inicial había sido abundante y esperaba que la de las horas pre crepusculares fuera buena. Las sustancias con las que producía su mercancía eran preciosas para él, no abundaban en la zona y tampoco podía mostrarse recolectándolas, por temor a ser espiado por competidores, así es que ponderaba su gasto y trataba de ajustarlo a las exigencias, ya que la luz generada había de consumirse en las horas siguientes y no permitía su almacenamiento de un día para otro.

Como el pueblo era pequeño y recogido en torno a la plaza, en la que estaban la iglesia y el Ayuntamiento, no había problema de suministro en el extrarradio, salvo el pajar y el establo de Josvaldo que distaba un cuarto de legua y al que acudía, previa petición, raras veces, cuando estaba de parto alguna yegua o vaca. En estos casos, y, solo en éstos, ante la imprevisibilidad de la duración del servicio, éste podía ser de uno o de varios ratos.

Luciano, con algún que otro sueñecillo, velaba por las noches y se recogía al amanecer a su casa en la parte baja del monte, en la zona más alejada del pueblo. Su casa, o mejor, sus ruinas, fue lo único no anegado por el pantano, y aún se pueden ver los cimientos de piedra entre el zarzal que la cubre. Dormía hasta media mañana y salía a trajinar en un huerto que tenía, en el que solamente cultivaba hortalizas corrientes, ninguna planta desconocida o rara. Era en los días y horas más inhóspitos e intempestivos, cuando subía al monte en busca de sus plantas misteriosas y no se supo si de los otros componentes generadores de su producto fulguroso. No faltaron curiosos o interesados que le siguieran en sus excursiones y recogieran las mismas hierbas que el acopiaba, pero ya tenía buen cuidado de recolectar otras inservibles para enmascarar las que le interesaban.

Un día vino un señor de la capital que había tenido noticia de su industria, con una tentadora oferta para comprarle la fórmula, pero Luciano, que juró a su padre no revelarla a nadie, ni por nada del mundo, salvo a sus herederos si los tuviera, con la misma exigencia, rechazó el ofrecimiento. Consiguió aquél que un latonero le fabricara un artefacto lo más parecido posible al de Luciano que probó con todo tipo de las hierbas que le habían visto recoger, pero el resultado fue tan negativo que, en una ocasión, explotó el artilugio y a punto estuvo de costarle la vida al capitalino.

 Tampoco le faltaron a Luciano propuestas de matrimonio de algunas vecinas, pero ninguna le satisfizo y como entrara en años sin descendencia, el párroco le sugirió que le desvelara su invento bajo secreto de confesión y promesa de no darlo a conocer mientras viviera, y sólo, en caso de fallecer sin descendencia o sin designación de heredero, poder explotarlo la parroquia en beneficio de los pobres, pero tampoco logró convencerle.

Luciano seguía con su modesta industria lucífera, con su reparto cotidiano, o mejor nochidiano, de luz, con su amada Lucila, a la que cuidaba como una hija, a la que alimentaba con las mejores hierbas y hortalizas del huerto y a la que nunca cargaba con su humanidad por muy cansado que estuviera.

Su industria iba progresando y cada vez la demanda era mayor ante la calidad de la luz que suministraba, de tal forma que empezó a conseguir unos luminosos ahorrillos que iba atesorando en el huerto a los pies de un peral.

Un espléndido día de primavera, extrañó que le vieran subir al monte y un joven, al que pagaba el señor de la capital porque le espiara y observara sus acopios, le estuvo siguiendo hasta perderle de vista tras la tapia de una majada. A diferencia de otras veces, le llamó la atención que aquel día Luciano llevara una mochila de piel de oveja y una manta, y no recogiera hierba alguna ni cualquier otro producto.

Al anochecer Régulo le esperó en balde y doña Clemencia hubo de desvestirse y encamisonarse a la luz amarilla de unos velones. Los demás clientes se sorprendieron ante la infrecuente informalidad de Luciano, y el alcalde envió al alguacil a buscarle con el temor de que le hubiera ocurrido alguna desgracia. Volvió éste diciendo que no estaba allí; que no respondió a sus insistentes llamadas; que en la cuadra halló a la Lucila muerta, que el aparato de la luz estaba desmontado y que, por el aspecto de la casa, de la que se había llevado lo más preciso, tal parecía que se hubiera ausentado del pueblo. 

Como pasara una semana sin tener noticias suyas, vivo ni muerto, dieron cuenta de su misteriosa desaparición a las autoridades de la región, pero nadie supo arrojar luz sobre su paradero.

El generador de luz fue examinado por los ingenieros y los químicos de la provincia que no encontraron explicación científica alguna al proceso iluminativo, siendo devuelto al Ayuntamiento de Santa Clemencia de Portaña, en cuyo almacén, los más viejos del lugar recordaban, o decían que recordaban, haberlo visto, ya que a la hora de describirlo ofrecían versiones diferentes. El secretario aseguraba no haberlo tenido bajo su custodia en los largos años en que ejerció el cargo.

La imaginación popular, a veces calenturienta, a veces avispada, trabajó con la hipótesis de que, en el proceso de generación de aquella luz en el alambicado instrumento, además de las misteriosas hierbas, interviniera alguna dosis de los excrementos sólidos o líquidos de Lucila, a la que tanto mimaba Luciano, y que, ante su muerte, decidiera emigrar.

Con la desaparición de Luciano, Santa Clemencia de Portaña quedó a oscuras. Tuvo que volver a los antiguos medios de alumbrado, hasta que, pasados los años, se instalaron los modernos procedimientos de iluminación pública y domiciliaria.

 Muchos más años habían pasado cuando, en vísperas de la desaparición del pueblo, sus escasos moradores aseguraban, y el secretario del Ayuntamiento, en su memorando, daba fe, que, cortado el fluido eléctrico, en la decrépita y deshabitada casa de doña Clemencia Ruiz, las tres últimas noches, durante un rato, el balcón de la que fue su alcoba se vio iluminado por una luz blanca y fría, similar a la de los actuales tubos fluorescentes, potente, pero no deslumbrante.

 Madrid, 4 de marzo de 2024.

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