La 31 Muestra Local de Teatro José María Arcos de Tomelloso
ha llegado este sábado a su ecuador con el estreno de “Se oye el mar”, de Bakú Teatro.
Una obra —escrita y dirigida por Fernando Ruiz de Osma— desconsoladora e inquietante
que pone un espejo poético sobre nuestra proclamada libertad y nos devuelve la
imagen de una realidad poco halagüeña. Un elaborado texto y una estupenda interpretación
de los actores de Bakú, que estamos seguros de que han merecido los aplausos
del público del Marcelo Grande.
Hablamos en condicional ya que, en uno de los pocos privilegios
de esta profesión, hemos asistido al ensayo general de “Se oye el mar”. Así, la
gentileza de la compañía nos ha facilitado el trabajo en una tarde en la que se
acumulan los actos.
Se oye el mar, pero no se ve; lo impiden los árboles. Pero,
si no tenemos el valor de ir a comprobarlo, tal vez tras la arboleda no esté el
océano y solo sea una ilusión sonora. Ruiz de Osma cuestiona esa libertad de la
que todos hacemos gala y nunca nos planteamos. Al contrario, nos vamos
convenciendo de que es plena, incluso somos capaces de sentirla cada mañana, de
creernos que somos los dueños de nuestro destino.
“Se oye el mar” nos transporta a una residencia alejada del
mundo, un lugar ideal para crear. Allí conviven cuatro personas. Una profesora
que se sirve de las nuevas tecnologías para dar clases online, a quien da vida
Teresa Cuenca; la hija de esta, una joven pianista que no avanza con la música,
Marian Navarro; una escritora en pos de su última novela, Yolanda García y un
banquero jubilado que se dedica a la apicultura, Pedro González. Un vigilante,
Fernando Ruiz de Osma, observa todo. Vigila para que todo siga igual, para que
nada cambie.
A ese lugar impersonal y distópico se han retirado —no saben
desde cuanto hace— para poder crear, para cumplir unos objetivos que se revisan
periódicamente. Se trata, como explica la maestra a su hija, de un lugar en el
que todo esta preparado para su comodidad. Un espacio frio y blanco donde su
supuesta libertad y bienestar la dictan unos avisos por megafonía que marcan las
actividades de un programa inexorable. A pesar del minimalismo del lugar, de la
ropa con aires orientales, se nos antoja un sitio asfixiante y raro. Así. las convencionales
conversaciones de la hora de la comida las repiten invariablemente. El
vigilante, con sus desgarradores y poéticos monólogos nos recuerda que algo
falla en ese lugar perfecto.
Fuera, como la canción de Silvio Rodríguez, “la ciudad se
derrumba”, pero ellos quieren lograr sus objetivos. Es la joven pianista la que
siembra las dudas en los otros tres residentes, que ha aguantado todo este
tiempo por amor a su madre, aquí solo estamos para “comer, dormir y trabajar”.
Unas dudas de las que se libran con el autoconvencimiento de que están en el
mejor lugar en el que es posible estar y de que, faltaría más, tiene que
cumplir sus objetivos. Y después de cumplirlos, como lamenta el vigilante,
vendrán otros “y serán felices porque tienen un objetivo nuevo por cumplir e
infelices porque les falta un objetivo”.
La obra resulta descorazonadoramente creíble gracias al gran
trabajo de los cinco actores de Bakú. Resuelven los complicados diálogos con solvencia,
con una profesionalidad que ya quisieran muchos artistas que cobran por ello. Los
monólogos del vigilante, los diálogos entre madre e hija o con la escritora y
el banquero alcanzan un notable nivel teatral. Se nos olvida en muchas
ocasiones que son actores aficionados.
Cuando cae el telón nos queda un sentimiento agraz, “Se oye
el mar” certifica en el escenario del Marcelo Grande lo que todos sabemos.
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Lunes, 10 de Marzo del 2025
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