Cuando a Ernesto le
explotó la cabeza, eran tres las personas que estaban a su lado. Cerraron los
ojos tarde, tan sólo una décima de segundo, lo que provocaría que se vieran
salpicados por cientos de miles de neuronas ensangrentadas.
Ernesto era bueno. Y de
bueno, tonto. Y de tonto, tan estúpido como para ser incapaz de resolver el más
simple de los acertijos. Fue el trío que lo acompañaba, el culpable de la
desgracia. Sabedores de las limitaciones de quien, ahora, yacía en el suelo
decapitado por una terrible sucesión de secuencias tan lógicas como irrelevantes,
no dudaron en plantearle un dilema inalcanzable para sus posibilidades. Y la
cabeza le explotó, literalmente.
A Sandro, el más malvado
de los tres, le entró por el ojo izquierdo un conglomerado de neuronas de
Ernesto. La mayoría inertes, pero, entre tanta viscosidad, sobrevivía una que
aún guardaba carga eléctrica y, nada más colocarse en el nervio óptico, salió
disparada hacia el córtex con tal ira y enojo que Sandro fue el siguiente en
caer desplomado al suelo.
Susana y Elías, que
también tenían mal fondo y, además, eran inteligentes, comprendieron que allí
estaba sucediendo algún episodio vírico, mágico o, sencillamente, justiciero.
Por esa razón, sin tiempo para limpiarse la cara de restos neuronales, salieron
corriendo, como alma que lleva el diablo. Y no pararon de hacerlo hasta que se
sintieron seguros, a unos dos kilómetros de distancia.
Por el camino, fueron
gritando y haciendo aspavientos con las manos. Susana pretendió, en algún
momento, parar y sumergirse en la fuente del parque infantil, que en aquellos
instantes iban atravesando, pero el astuto de Elías supuso que, dados los
acontecimientos, la mezcla de vísceras podría volverse ácida o corrosiva al
entrar en contacto con el agua, así que tiró fuertemente del brazo de Susana y
ambos, por fin, alcanzaron el borde exterior de la ciudad. Allí estarían a
salvo.
Tras descansar unos
instantes, el pánico dio paso a la satisfacción por el mal causado, tanto a
Ernesto como a Sandro. Para ellos, existían pocas cosas tan excitantes como
poder destruir a un semejante con sólo desearlo. Fue entonces cuando se miraron
y supieron que ambos pensaban lo mismo. Que, ahora, ya deseaban lo mismo.
Susana introdujo sus dedos en las órbitas de Elías y apretó todo lo fuerte que
pudo, introduciendo restos del cerebro de Ernesto, que aún portaba tras de sus
uñas. A su vez, Elías agarró, ya a oscuras, a Susana del cabello, llevando su
cabeza hasta el suelo, donde la escuchó partirse en dos. Finalmente, yacieron
uno encima del otro, infestados por la ira de Ernesto, que, de tonto, parecía
bueno, pero que, de bueno, tampoco tenía un pelo.
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Sábado, 21 de Diciembre del 2024
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