A Lucía Ruibal se le escapó la ilusión entre las grietas del
suelo, por las juntas de las tablas de los escenarios. Y en lugar de sentarse, dejarse
llevar por los demás o por esa bailaora que no conocía cuando se miraba en el
espejo, recorrió de nuevo el camino de su vida para ser lo que ella quería,
hasta encontrar ese baile que ya existía cuando ella lo soñó. Y fuimos
afortunados de poder ser testigos de ese recorrido vital.
De vez en cuando este
oficio de contar lo que uno ve ofrece momentos irrepetibles; anoche en el
Marcelo Grande fue una de esas ocasiones. Con “La bailarina salvaje”, Lucía
Ruibal —con el apoyo inapelable de José Almarcha y Roberto Lorente— nos puso un
nudo en la garganta, ofreciéndonos belleza, emociones y elegancia sin tregua. El
público —no tanto como el espectáculo merecía—, entendido o no, disfrutó de lo
lindo como así sentenció con una gran ovación.
Volvía este sábado a Tomelloso Lucía Ruibal, esta vez como
protagonista con el aclamado espectáculo “La bailarina salvaje”. Con dirección
musical de José Almarcha y escénica de Ana López Segovia, la bailarina nos
relata durante casi hora y media su peripecia vital, su reencuentro con el
baile, su resurgimiento de las cenizas.
A oscuras y sin avisar arranca “La bailarina salvaje” … y de
golpe se hace la luz. Y sin dejarnos tiempo para comprenderlo salen al
escenario Ruibal, Almarcha y Lorente. Y el silencio se rompe con el quejido del
cante, el sonido de la guitarra y el murmullo del baile —el maravilloso baile—.
Y en el primer número llegan los aplausos y los olés que serán una constante
durante toda la velada.
Baila Lucía sonriendo, mientras su taconeo implacable nos
deja sin habla. Moviendo los pies sin piedad nos hace partícipes de sus sentimientos
más profundos. Baila Lucía para ella, sin complejos, desde dentro, con el
público —al que ha dejado formar parte del virtuoso aquelarre— como testigo. El
primer cuadro nos pone en aviso de lo que nos espera.
“Se me escapó la ilusión por las grietas del suelo”, recita
la bailaora sus propios versos. Y nos lleva a sus primeros años en Cádiz, allí
el mar le trae unas zapatillas de ballet y unos bellos versos, lorquianos, con
acento andaluz. A partir de El Cascanueces de su infancia, inocente y tierno,
Lucía entre poesía y baile va dejando el academicismo para irse impregnado de
flamenco. Y Almarcha nos deleita con su virtuosismo —es una constante durante la
representación—. Mientras Roberto Lorente nos lleva al río Guadalquivir, ese
que va entre naranjos y olivos, Lucía va sintiendo el flamenco, la hondura, el
dolor de un arte anclado a la tierra.
Y Ruibal baila y baila mientras recita bellos poemas, con la
música de Almarcha y la voz de Lorente como exquisito telón de fondo. La
bailaora hace pequeño el escenario del Marcelo Grande, cada milímetro de las
tablas siente su baile, recibe sus emociones. “La bailarina salvaje” nos tiene
pegados a la butaca, solo se mueven nuestros pies, intentando seguir a los de
la bailaora que son capaces de transformar en arte el ritmo endiablado de
Almarcha.
De negro y con el pelo sujeto por las convenciones y las
reglas, Rubial no se reconoce. Entre gritos (no puede más, quiere ser ella), se
va quitando el negro y las ataduras. Y de nuevo Cádiz… y el mar, como origen.
Bailan los versos de Lucía Ruibal mientras recita con los pies una danza en la
que caben todos los estilos “donde baila el corazón, mi bailarina salvaje”. El
público en pie, aplaudió a rabiar un espectáculo único.
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Miércoles, 30 de Octubre del 2024
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