No soy ni licenciado, ni diplomado en ninguna de las
ciencias o letras que se dan en universidades. Ya tengo una edad que me hace
tener algo de criterio y a veces (muchas) no entiendo lo que la sociedad nos
plantea.
Vivo en una ciudad de casi 40.000 almas, inmigrantes (necesarios)
incluidos, con bastantes jóvenes a los que el estudio no les dice nada, o los
padres no les sabemos inculcar lo necesario que es en el futuro, hasta aquí
perfecto.
Ahora, lejos de proliferar ese montón de empresas que en los
años 60 y 70, eran receptoras de los chavales que, por distintas
circunstancias, no encaminaban sus pasos al estudio. Aquellas que, a cambio de
prestar este servicio tenían descuentos en los seguros, o de recibir ayudas de
los regidores de entonces, iban creando algo —como ahora se dice— sostenible
para aquellos jóvenes.
En estos años del actual siglo XXI, lo que abunda en mi
ciudad son los salones de juego. Muy pronto, si no es que lo hemos hecho ya,
contaremos con más establecimientos de esos que farmacias. Y eso ocurre cuando no sabemos como llamar,
por lo numerosa que es, a nuestra tasa de ludopatía y el paro entre los jóvenes
es del mismo orden.
A mí juicio, no les llegamos a nuestros padres y abuelos a
la planta del pie, ya que fueron capaces en una época en la que adquirir
cultura y educación solo estaba al alcance de los privilegiados, de formarse
como personas y tener afán de superación.
Pido a quienes nos gobiernan, independientemente del ámbito
en el que lo hacen y de la ideología que profesen, que inviertan en formar a
nuestros jóvenes, vengan estos de donde vengan. De esa manera mañana tendremos
menos gente sin futuro viviendo en la calle y seremos un país mucho más
próspero. Y no hablo de triunfos deportivos, que también.
Nota:
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Miércoles, 30 de Octubre del 2024
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