Para quienes somos de tierra muy adentro el mar siempre ha sido un
lejano objeto de deseo. Es verdad que hoy las comunicaciones han hecho
lo en otros tiempos fue poco accesible para la mayoría de nosotros, algo
mucho más próximo y frecuentado sobre todo en
estos días de verano; aun así me sigue resultando fascinante y
reclamado; será porque el origen de la vida se fraguó en ese medio y
toda nuestra existencia tiene al agua como un constante y necesario
devenir vital.
Desde el momento en que somos concebidos permanecemos sumergidos en ese
pequeño, confortable y sereno paraíso marino que es el líquido
amniótico. Seres paridos y lanzados desde ese mar domesticoe íntimo que
contiene similar salinidad que el agua marina a otro
mar mucho más impersonal y casi siempre inclemente, proceloso, frio y
turbulento. Nuestras vidas son a fin de cuentas como continuas
navegaciones por el mar de las circunstancias, ambiciones, esfuerzos e
imprevistos en los que el oleaje más o menos arbolado
hace muy difícil que podamos mantenernos siempre a flote. Nacemos
mojados y nuestra condición reclama que habremos de navegar de esta
manera en nuestras vidas.
La experiencia de quedarnos sentados en la orilla viendo como las olas
que provocan las circunstancias se acercan y se van resulta tan pobre y
alienante para el hombre como renunciar a las facultades con las que
está dotado. Al fin ¿de qué material estamos
hechos los humanos? Agua prominente en los tejidos, inteligencia y poco
más.
La calma en el mar y en la existencia es agradable para un rato pero
después resulta demasiado anónima y monótona. Cuando la marea hace acto
de presencia por la acción de ese bonancible vientecillo de la vida,
nuestro mar cobra carácter y personalidad propia,
el horizonte se aviva y la existencia comienza a tener un alegre ritmo
sobre el bamboleo de sus olas. La experiencia de nadar sobre el pequeño
oleaje dejándonos llevar por él resulta una experiencia placentera. Son
los momentos agradables de la vida. Cuando
las olas se hacen más fuertes esa placidez desaparece y hay que dar
paso al esfuerzo corporal y mental para vencerlas, pues no sólo hace
falta fuerza física para sobrevolar en ellas, también hay que pensar en
cómo hacerlo; dicen los expertos nadadores que
dejándose llevar para después, atacarlas y vencerlas pero siempre por
debajo.
Cuando en la vida cotidiana aparecen sin avisar tres o cuatro “golpes de
mar” en un momento, la serenidad que hemos mantenido quizá pueda
tambalearse. La fuerza con que baten las olas en nuestro cuerpo una y
otra vez acaso lleguen a aturdirnos pero constituyen
los momentos en los que medimos el verdadero peso de nosotros mismos.
Situaciones que nos ponen al límite de nuestra capacidad y nuestras
fuerzas. Son las marejadas de la vida. Son los necesarios y distintos
ritmos de un mar en el que estamos abocados a vivir;
porque en el fondo todos somos millones de afanosas y volubles espaldas
y esperanzas empapadas o así debería ser. Quedarse en la orilla del
océano sin experimentar el suave balanceo o el azote de las olas es como
renunciar a los múltiples latidos y sabores
que la vida lleva dentro.