Feria 2024

Al otro lado del velo

XXVI Premio de Novela Policiaca “Francisco García Pavón” de la Fiesta de las Letras Ciudad de Tomelloso

Luis Miguel Sánchez Tostado | Viernes, 16 de Agosto del 2024
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(Fragmento)

Sir Arthur Conan Doyle puso la atención en un detalle que pasó desapercibido: Elizabeth Stride, la tercera víctima, fue degollada junto al International Working Men's Educational Club, donde aquella noche se daba una conferencia sobre judaísmo y socialismo. Apuntó la posibilidad de que el asesino, de ser judío, tal vez salió del acto enardecido por la sensación de injusticia que le dominaba y lo hubiera pagado con Stride, a la que no llegó a mutilar porque debió huir cuando vio que salían personas del club. Se sintió frustrado por el trabajo inacabado y, casi inmediatamente, acabó con la vida de Catherine Eddowes, con la que se ensañó.

—En esta ocasión dejó dos pistas: en la calle Goulston abandonó un trozo de delantal ensangrentado de Eddowes sobre el que apareció un mensaje escrito con tiza en una puerta y que la policía decidió borrar para evitar revueltas.

—¿Qué decía el mensaje? —preguntó Pemberton.

—Según el agente que lo anotó, decía: “Los juwes son los hombres que no serán culpados de nada”. Esta frase está mal construida: empleó una doble negación, que no es habitual en inglés, por lo que se intuye su procedencia extranjera. Seguramente lo que pretendía decir era que los judíos no deben ser culpados de nada. Escribió juwes en lugar de jews (judíos), o tal vez fue un error de transcripción del policía que lo anotó.

—¿Y si el término juwes tuviera algún sentido para él? —propuso Pemberton.

—No lo creo. La frase expresa cierta incapacidad de aceptar la culpa, cualidad que, junto a la de no sentir remordimientos, son típicas de los psicópatas o de algunos trastornados mentales. Los errores gramaticales y ortográficos pueden ser consecuencia de su deterioro mental. En su fase última, la sífilis produce síndromes como psicosis, manías y demencias, incluso alucinaciones auditivas, impulsividad y agresividad.

—Un momento —Alfred Mason volvió a la carga con el dedo levantado y el ceño fruncido—. ¿No son los juwes unos personajes de la tradición masónica? —atajó, clavando los ojos en Conan Doyle—. Si no me equivoco, fueron los tres asesinos del Gran Maestre Hiram Abif, citado en la Biblia como el constructor del Templo de Salomón. Se dice que acabaron con su vida por negarse a desvelar los secretos genuinos del Maestro Masón. En el rito masónico se contempla en el tercer grado. Tal vez la frase quería decir que debe exculparse a los masones.

—Esa hipótesis debe descartarse —sir Arthur negó y agitó la mano como deshaciéndose de una propuesta inconsistente. 

—¿Por qué debe descartarse, porque usted es masón? De la logia Phoenix número 257 de Portsmouth, si no me equivoco —sentenció Mason, que provocó de nuevo un incómodo silencio entre los contertulios.

Durante unos segundos sir Arthur perdió la mirada en un punto invisible, como meditando el paso siguiente y sus consecuencias, pero optó por mantener la calma, ignorar a su colega y continuar su exposición.

—La técnica para extirpar órganos y el uso de cuchillos muy afilados me llevó a pensar que estábamos ante un carnicero o un matarife —prosiguió Doyle—. ¿Quién podría caminar tranquilamente por la calle con la ropa manchada de sangre sin levantar sospechas sino un carnicero con su delantal? Debía residir dentro del área donde se produjeron los asesinatos y conocía al dedillo cada callejuela, cada rincón solitario y oscuro, el más adecuado para abordar a sus víctimas y huir con rapidez. Me inclino a pensar que el autor era un comerciante misógino que residía en el mismo distrito y sufría problemas degenerativos a consecuencia de la sífilis que padecía.

Con aquella cadencia suya tan característica, sir Arthur informó a sus colegas de The Crimes Club que, en el amplio listado de sospechosos, solo había dos que coincidían con ese perfil: Jacob Levy y Nathan Kaminsky. Los dos eran judíos, carniceros, vecinos de Whitechapel, ambos en fase terminal de sífilis y, tras sus muertes, los crímenes cesaron.

Para Doyle, David Cohen podría ser el nombre ficticio de Nathan Kaminsky, un inmigrante judío de origen ruso que había trabajado de zapatero y carnicero, dos profesiones en las que se emplean afilados cuchillos. Frecuentaba a las meretrices de Whitechapel y, en 1888, sufría una sífilis avanzada que habría precipitado su desquicio mental. Fue descrito como violento antisocial y, en diciembre de 1888, fue encerrado en el Asilo Lunático de Colney Hatch por su agresividad y comportamiento misógino. Durante su reclusión se mostró agresivo y destructivo, debiendo ser contenido hasta su muerte en octubre de 1889.

—¿Por cuál se inclina usted? —preguntó Le Queux.

Sir Arthur aplicó la llama sobre la cazoleta de su pipa y dio sonoras chupadas para encenderla de nuevo. Volvió a trazar una pausa espesa, acaparada de atención. Conocía los efectos de aquellos oportunos silencios que multiplicaban la expectación de los concurrentes. La presencié muchas veces en sus conferencias.

—Un joven de veintitrés años llamado Joseph Lawende, judío de origen polaco, vio a Catherine Eddowes con un hombre justo antes de ser asesinada —sir Arthur buscó su declaración en la encuesta judicial—. En un primer momento lo describió como “de estatura media, con aspecto de marinero, llevaba una chaqueta de pimienta y sal holgada, una gorra de tela gris con un pico a juego y un pañuelo de color rojizo para el cuello. Era de unos treinta años, con una tez y bigote rubio y unos cinco pies con siete u ocho pulgadas de alto”. Después se negó a declarar más. Estamos ante el único testigo que pudo identificar a Jack el Destripador y se negó a testimoniar contra él.

—¿Para protegerlo? —cuestionó Pemberton.

Sir Arthur suspiró. Tras un silencio reflexivo, Conan Doyle volvió a sorprender a

todos.

—Ante la presión de la prensa, Joseph Lawende y su familia se marcharon de Whitechapel. Hace un par de días me desplacé a Islington, donde fijó su residencia, y tuve una breve charla con él.

Los asistentes no simularon su asombro por la iniciativa de sir Arthur, más propia de Holmes. Ellos no se habrían tomado tantas molestias treintaidós años después de los sucesos. Sir Arthur contó que Lawende, al principio, se negó de plano a recibirnos cuando lo solicitamos por carta, pero acordamos que un servidor, como su secretario, me adelantase y le informara de que el famoso creador de Sherlock Holmes deseaba mantener con él una charla y estaba dispuesto a compensarle con una generosa propina por las molestias. Al fin, nos recibió en su modesta casa y, aunque negó saber más de lo que tenía dicho, saltaba a la vista que sabía mucho más de lo que decía. Lawende, ya con cincuentaiséis años, reconoció que su carnicería estaba a cincuenta metros de la de Jacob Levy y que trabajaban juntos. Compartían religión, profesión y vecindad. Solo por su forma de expresarse, salimos convencidos de que no delató a Levy porque era su amigo y porque, en el fondo, le temía. Posiblemente se negó a llevar sobre su conciencia la condena de muerte que, por su testimonio, le hubiera impuesto el tribunal a Levy. Cuando este falleció, no se atrevió a cambiar su declaración y prefirió marcharse del barrio. Levy pudo haber desarrollado un odio incontenible a las mujeres que ejercían la prostitución en las noches de Whitechapel, haciéndolas responsables de su enfermedad y, por tanto, de la ruina de su negocio de carnicería y de su relación familiar.

—Me bastó esa charla para convencerme de que Jack el Destripador era el carnicero Jacob Levy —concluyó Doyle.

Tras la exposición, sus colegas de The Crimes Club se arrancaron en un aplauso espontáneo. Hubo dos que, por diferentes razones, no aplaudieron y quedaron pensativos. Uno, el eminente patólogo Bernard Spilsbury, a quien sorprendió la excesiva seguridad de sir Arthur al afirmar categóricamente que el Destripador “era” el carnicero Jacob Levy. Debió haber dicho “pudo ser”, dejando abierta la posibilidad de una brecha falible pues, la técnica empleada por Doyle para desarrollar su hipótesis se basaba en meras premisas detectivescas, las mismas que, con destreza literaria, ponía en boca de Sherlock Holmes. Hilvanar conjeturas con más de treinta años de retraso, cuando casi todos los protagonistas habían desaparecido, suponía atribuirse una certeza presuntuosa imposible de demostrar.

Alejar el debate de las nuevas ciencias forenses, materias que no dominaba, fue otro síntoma del declive de sir Arthur. Pese a que continuó escribiendo aventuras del detective Holmes hasta 1927, muy pocas de sus historias las ambientó fuera de la década de 1880 y 1890. En Su última reverencia, publicada en 1917, Holmes se había retirado a Sussex para criar abejas en 1903, precisamente el año en que se fundó The Crimes Club. Manteniendo a su héroe en la época victoriana tardía, evitaba integrarlo en un mundo con rivales más cualificados donde las habilidades científicas ya no sorprendían. En El fabricante de colores retirado, uno de sus últimos relatos, Holmes, para desvelar al asesino, utiliza la picaresca con métodos fuera de la ley, como trucos y robos, esquivando el método científico y el estudio de la escena del crimen que utilizaba en sus primeras historias. Si bien al principio esto le ayudó a crear un icono moderno frente a una investigación policial obsoleta, los rápidos avances de las ciencias forenses pillaron a Doyle a contrapié y, en los últimos años, estaba más interesado en el espiritismo que en incorporar la dactiloscopia, los grupos sanguíneos, la balística, la grafología o la psiquiatría a las habilidades deductivas de su personaje.

Spilsbury representaba la nueva generación de investigadores que aplicaban con éxito esas ciencias. The Crimes Club habría sido un foro extraordinario para conocer los nuevos métodos y reciclarse con profesionales como Spilsbury, pero sir Arthur se consideraba una institución cultural, un afamado literato y tenía claro que acudía al Club para enseñar, no para aprender.

Alfred Mason, otro que tampoco aplaudió, escuchó con atención la exposición de Doyle. Cuando el secretario levantó la sesión y los asistentes salieron del hotel Cecil dando palmadas de felicitación al escritor escocés, Lambton quedó a solas con Mason.

—¿Qué ocurre, Alfred? ¿No cree que Levy sea el asesino de Whitechapel? Alfred Mason quedó pensativo.

—¿No le parece extraña la cantidad de médicos asesinos en los últimos años? El doctor Palmer, el doctor Neill Cream, el doctor Crippen... Todos fueron ahorcados. Dicen que Jack el Destripador tenía conocimientos anatómicos y cuchillo de cirujano. ¿Cree que un asesino analfabeto sin conocimientos médicos sería capaz de identificar con poca luz un útero entre las vísceras ensangrentadas de su víctima para llevárselo como suvenir?

—¿Qué intenta decir? —preguntó Lambton, sorprendido.

—¿Por qué tres décadas después de aquellos crímenes Conan Doyle se toma la molestia de visitar a un testigo, justo antes de que abordemos en el Club el debate sobre el Destripador? ¿Por qué no lo hizo años atrás cuando la policía requirió su ayuda? ¿Cómo sabemos que la conversación entre sir Arthur y el viejo Lawende se desarrolló en los términos que nos trasladó Doyle y no viajó a Islington para advertirle de que debía continuar con la boca cerrada?

—¡No se exceda, Mason! —clamó Lambton.

—Espero que algún día me digan cuál de las premisas que relacionan a Conan Doyle con Jack el Destripador es falsa —masculló tomando su sombrero del perchero.

Los crímenes de Whitechapel conmovieron los cimientos de la sociedad victoriana y desvelaron la existencia de una Gran Bretaña distinta, humillada y pobre. Los tratadistas más benevolentes afirmaban que los sucesos de 1888 sirvieron para reflexionar sobre la paupérrima situación de los suburbios. La atmósfera decadente de aquel East End febril, contribuyó a que la propia fisiología del barrio se asociara a los mismos crímenes, hasta el punto de compartir la culpa, como si el viejo espíritu de la ciudad hubiera jugado algún papel en aquellos terribles asesinatos.

—Dígame una cosa, Lambton —Mason hizo una pausa intrigante—. ¿Cree usted en los fantasmas?

Alfred Mason se caló el sombrero y salió tras el silencio estupefacto del secretario, que quedó en la sala sumido en un océano de dilemas tras la inquietante pregunta de escritor.

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