Feria 2024

Sabú

Premio Local de Narraciones “Félix Grande” de la Fiesta de las Letras Ciudad de Tomelloso

Inocente Picazo | Viernes, 16 de Agosto del 2024
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“Y yo, ciego y mortal, hacia tu carne,

hacia las soledades de tu pecho pongo mi corazón y escucho”

Carlos Sahagún

Sabú mece la cola al compás de tres por cuatro, para que el mundo se entere que su batuta nerviosa es la de un perro feliz. Sabú gasta canela en el lomo, calcetines al tobillo y eterna lengua colgante de la caja de los piños que aparenta pitorreo a quien lo mira de frente, pero es mueca involuntaria.

La Lucia y el Sabú son parejita de hecho, vecinos de la escalera y amigos de nuestra casa.

—Mamá, ¿por qué le pusieron Luci?

—Es por su santo del día. Hace milenta años paraba por no sé dónde, una moceja formal y bastantico devota que por dimes y diretes en las cosas de la fe, le arrancaron los dos ojos sin otras contemplaciones. Ahora vive en los altares y es patrona de los ciegos y los que miran sin ver.

Tenemos en nuestro barrio, encajado entre los bloques, un parque quiero y no puedo, con  cuatro arbolillos tísicos, algún matojo que otro y una fuente de secano, inventario lastimoso que aquí llamamos parterre con mucho orgullo de pobre. La ventana de mi cuarto da a ese jardín de Bolonia, siendo platea fetén de miranda y bacineo.

Desde allí los veo pasar. Lucía camina envarada, con sus grandes gafas negras en el marco de la cara; Sabú, cuarta y media por delante en postura de ojeador, con la cabeza bien alta y el arnés encorsetado sobre la jaula del pecho. Despacio van rodeando la geometría del parque, tanteando bien los pasos como quien cuenta baldosas. Si al animal se le pinta hace un alto en el camino alerta de algún peligro, y Lucía como espejo hace también su parón; un tironcillo suave y a vueltas con el garbeo.

Rematada la excursión toman asiento los dos: Lucía en ese banco lindero al secarral de la fuente, Sabú sobre sus cuartos traseros, lo que viene siendo el culo. Ya en posesión del escaño y más cumplidos que un luto van recibiendo visitas. Como es hora del paseo, vecinos y chucherío van llegando en procesión, pegándose allí la hebra con repaso general. Los perros también conversan echando sus parrafadas de olisqueo y lengüetazo.

Toda la fauna censada, la irracional y la otra, en este barrio arrabal que mal llega a fin de mes, sabe mucho de ataduras y entiende bien de cadenas: esas que traban el cuello o esas que amargan la vida, según te haya tocado en suerte. Unos ligados en corto con dos palmos de correa, otros con lazo extensible y en libertad vigilada; algunos que son los menos disfrutando el tercer grado libres ya de penitencia.

—Oye Luci, ¿y ese collar tan extraño que le pones a Sabú?, me parece muy distinto a los que veo por ahí.

—Sabes que siendo especial, no le sirven los atijos con que se enlaza a otros perros.

Guille sufre de un mal traicionero que hace llorar a mi madre.

—¿Cómo se llama la pupa que lastima al hermanillo?

—Autismo — me responde con tristeza—, la pupa se llama autismo.

Guillermo está cumpliendo condena tras los barrotes sutiles de una pompa de jabón. No mira a nadie a los ojos ni contesta si le llamas, pasando las horas muertas cómplice con las paredes. Su alma chica de niño es presa del laberinto y solamente Sabú, como un ángel lazarillo, sabe encontrar las salidas. Así: los amigos juguetean conversando sin palabras, y Guillermo nuevamente hace llorar a mi madre, esta vez de otra manera.

A Lucía le gusta contar historias. Sus historias son hermosas. Están pobladas de duendes, de brujas y sortilegios, de dragones y de hadas, de caballeros intrépidos, de villanos malaleches que siempre salen perdiendo llegado el final feliz.

—Luci, cuéntame el de la princesa— los tres amigos sentados en nuestro banco de siempre.

— Ese te lo he contado cien veces y lo sabes de memoria; pero bueno..., allá va.

“Erase de una princesa que vivía en su palacio. Aunque todo lo tenía, siendo muy bella y discreta, la princesa estaba triste, ¿qué tendría la princesa? Para las gentes del reino aquello no era otra cosa que un terrible mal de amores.

En una humilde cabaña retirada media legua de aquel palacio encantado, habitaba un leñador, conocido en los contornos por su honradez y talento. Tenía aquel buen hombre una perrita muy linda que por tiempo de la siega había parido cachorros.

Compadecido el leñador de la tristeza cansina que afligía a la princesa, pensó en llevarle un presente con que aliviarle las penas de soledad y desamor. En un canasto de mimbre, se agitaban revoltosas cinco madejas peludas.

—Alteza, es una ofrenda humildísima la que vengo a presentaros; escoged el que os guste.

La princesa, tras un momento de duda, posó su mano de nieve sobre el pelo entreverado de una de aquellas crías que con su legua de lija le devolvió la caricia.

—Es un bichejo valiente, pero fijaos señora no yerres en tu elección, pues burrunto a mi pesar que siendo cosa tan chica su desventura en muy grande.

La princesa, sin mediar palabra alguna, lo arrebujó entre sus brazos dispuestos como una cuna. Y allí se quedó el perrillo en su palacio encantado per sécula seculorum. Y colorín colorado…”.

Acabado aquel relato, la tarde estaba vencida. Lucía con un gesto de sus manos, pasó las gafas oscuras del redondel de la cara a la cimera del moño, resultando una diadema. Mi amiga quedó callada un instante, metida en sus pensamientos, contemplando ensimismada la hermosura de la puesta que se pintaba bellísima entre oros y turquesas. Escapando a sus silencios, nos preguntó de repente mirándonos con dulzura: “¿qué, par de golfos, es hora que nos subamos?”. Sabú, con un resorte de autómata, puso los huesos en punta, agitando su batuta en señal de asentimiento.

La noche ya se arrimaba. Un manto de oscuridad se iba adueñando de todo: de los bloques, del parterre, de los ojillos inertes de nuestro perro feliz.

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