“Y yo, ciego y mortal, hacia tu carne,
hacia las soledades de tu pecho pongo mi corazón y escucho”
Carlos Sahagún
Sabú mece la cola al
compás de tres por cuatro, para que el mundo se entere que su batuta nerviosa
es la de un perro feliz. Sabú gasta canela en el lomo, calcetines al tobillo y
eterna lengua colgante de la caja de los piños que aparenta pitorreo a quien lo
mira de frente, pero es mueca involuntaria.
La Lucia y el Sabú son
parejita de hecho, vecinos de la escalera y amigos de nuestra casa.
—Mamá, ¿por qué le
pusieron Luci?
—Es por su santo del día.
Hace milenta años paraba por no sé dónde, una moceja formal y bastantico devota
que por dimes y diretes en las cosas de la fe, le arrancaron los dos ojos sin
otras contemplaciones. Ahora vive en los altares y es patrona de los ciegos y
los que miran sin ver.
Tenemos en nuestro
barrio, encajado entre los bloques, un parque quiero y no puedo, con cuatro arbolillos tísicos, algún matojo que
otro y una fuente de secano, inventario lastimoso que aquí llamamos parterre
con mucho orgullo de pobre. La ventana de mi cuarto da a ese jardín de Bolonia,
siendo platea fetén de miranda y bacineo.
Desde allí los veo pasar.
Lucía camina envarada, con sus grandes gafas negras en el marco de la cara;
Sabú, cuarta y media por delante en postura de ojeador, con la cabeza bien alta
y el arnés encorsetado sobre la jaula del pecho. Despacio van rodeando la geometría
del parque, tanteando bien los pasos como quien cuenta baldosas. Si al animal
se le pinta hace un alto en el camino alerta de algún peligro, y Lucía como espejo
hace también su parón; un tironcillo suave y a vueltas con el garbeo.
Rematada la excursión
toman asiento los dos: Lucía en ese banco lindero al secarral de la fuente,
Sabú sobre sus cuartos traseros, lo que viene siendo el culo. Ya en posesión del
escaño y más cumplidos que un luto van recibiendo visitas. Como es hora del
paseo, vecinos y chucherío van llegando en procesión, pegándose allí la hebra
con repaso general. Los perros también conversan echando sus parrafadas de
olisqueo y lengüetazo.
Toda la fauna censada, la
irracional y la otra, en este barrio arrabal que mal llega a fin de mes, sabe
mucho de ataduras y entiende bien de cadenas: esas que traban el cuello o esas
que amargan la vida, según te haya tocado en suerte. Unos ligados en corto con
dos palmos de correa, otros con lazo extensible y en libertad vigilada; algunos
que son los menos disfrutando el tercer grado libres ya de penitencia.
—Oye Luci, ¿y ese collar
tan extraño que le pones a Sabú?, me parece muy distinto a los que veo por ahí.
—Sabes que siendo
especial, no le sirven los atijos con que se enlaza a otros perros.
Guille sufre de un mal
traicionero que hace llorar a mi madre.
—¿Cómo se llama la pupa
que lastima al hermanillo?
—Autismo — me responde
con tristeza—, la pupa se llama autismo.
Guillermo está cumpliendo
condena tras los barrotes sutiles de una pompa de jabón. No mira a nadie a los
ojos ni contesta si le llamas, pasando las horas muertas cómplice con las
paredes. Su alma chica de niño es presa del laberinto y solamente Sabú, como un
ángel lazarillo, sabe encontrar las salidas. Así: los amigos juguetean conversando
sin palabras, y Guillermo nuevamente hace llorar a mi madre, esta vez de otra
manera.
A Lucía le gusta contar
historias. Sus historias son hermosas. Están pobladas de duendes, de brujas y
sortilegios, de dragones y de hadas, de caballeros intrépidos, de villanos
malaleches que siempre salen perdiendo llegado el final feliz.
—Luci, cuéntame el de la
princesa— los tres amigos sentados en nuestro banco de siempre.
— Ese te lo he contado
cien veces y lo sabes de memoria; pero bueno..., allá va.
“Erase de una princesa
que vivía en su palacio. Aunque todo lo tenía, siendo muy bella y discreta, la
princesa estaba triste, ¿qué tendría la princesa? Para las gentes del reino
aquello no era otra cosa que un terrible mal de amores.
En una humilde cabaña
retirada media legua de aquel palacio encantado, habitaba un leñador, conocido
en los contornos por su honradez y talento. Tenía aquel buen hombre una perrita
muy linda que por tiempo de la siega había parido cachorros.
Compadecido el leñador de
la tristeza cansina que afligía a la princesa, pensó en llevarle un presente
con que aliviarle las penas de soledad y desamor. En un canasto de mimbre, se
agitaban revoltosas cinco madejas peludas.
—Alteza, es una ofrenda
humildísima la que vengo a presentaros; escoged el que os guste.
La princesa, tras un
momento de duda, posó su mano de nieve sobre el pelo entreverado de una de
aquellas crías que con su legua de lija le devolvió la caricia.
—Es un bichejo valiente,
pero fijaos señora no yerres en tu elección, pues burrunto a mi pesar que
siendo cosa tan chica su desventura en muy grande.
La princesa, sin mediar
palabra alguna, lo arrebujó entre sus brazos dispuestos como una cuna. Y allí
se quedó el perrillo en su palacio encantado per sécula seculorum. Y colorín colorado…”.
Acabado aquel relato, la
tarde estaba vencida. Lucía con un gesto de sus manos, pasó las gafas oscuras
del redondel de la cara a la cimera del moño, resultando una diadema. Mi amiga
quedó callada un instante, metida en sus pensamientos, contemplando ensimismada
la hermosura de la puesta que se pintaba bellísima entre oros y turquesas.
Escapando a sus silencios, nos preguntó de repente mirándonos con dulzura:
“¿qué, par de golfos, es hora que nos subamos?”. Sabú, con un resorte de autómata,
puso los huesos en punta, agitando su batuta en señal de asentimiento.
La noche ya se arrimaba.
Un manto de oscuridad se iba adueñando de todo: de los bloques, del parterre,
de los ojillos inertes de nuestro perro feliz.
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