Como la semana pasada vuelve Ciri al café embutido en ropas de abrigo. Añadiría al aspecto el adjetivo: acurrucado. Esa apariencia lleva. Creo que exagera bastante, pero es así y “así tendremos que gastarlo”, no importa tanto la apariencia, cuanto la persona que somos cada uno.
La plaza revienta de iluminación y de personal, diminuto y joven, bullicioso. Advierto que han dado vacaciones en colegios e institutos; antes a las vacaciones llamábamos “dar el punto”; pienso, desde niño, por esa semejanza del punto al finalizar la escritura. Se oyen villancicos añados y ajados de tanto oírlos.
—Vamos para adentro.
Es una orden que acaba de emitir mi amigo desde el interior de la bufanda, dando un salto y metiéndose dentro de la cafetería en dos zancadas de metro. Me ha cogido de sorpresa, embelesado como estaba en la contemplación del espectáculo del ágora tomellosera.
Mientras nos sentamos en la mesa de costumbre, noto que Ciri está algo nervioso y muestra ojos de “tunillo”; esa actitud es la misma que cuando lo agita el azogue de alguna comunicación que le despierta interés o quiere comentar. Espero con inquietud sus palabras.
—Compañero —comienza a decir— recuerdas que el domingo día 22 es el sorteo de la Lotería Nacional de Navidad ¿verdad?
—Desde luego. Y cada vez que pienso en ella me constriñe el estómago una sensación de inquietud y ansia de que llegue pronto el día. Tengo la corazonada de que me va a tocar algún premio gordo.
—¿Así nada más? ¿No has pensado en consultar al horóscopo o realizar algún conjuro? —pregunta mi amigo con cara de crédulo supersticioso fingida desde hace rato.
—Ciri, por favor… que ya somos mayorcicos y los asuntos adivinatorios no entran en mis cábalas; los considero excéntricos y propios de personas sin formación intelectual.
—Ah, no. De ningún modo. Llevo mucho tiempo observando, que son totalmente compatibles la intelectualidad de una persona con su actitud nigromante, supersticiosa o sus convencimientos astrológicos. Podría citarte hasta profesores universitarios de alto reconocimiento.
Ciri insiste con un aparente convencimiento de lo que dice. Toma un respiro en su perorata loteril a la vista de los cafés y la magdalenas. Siente un atractivo subyugante ante tales elementos: La taza, con un manto blanco bordado de olas canela, silencia y oculta la negritud del café contenido en su vientre de cerámica. Y lo zarandea con algo similar al arrobo místico tibetano.
—Como iba diciéndote… —interviene Ciri volviendo de los sueños cafeteros— ¿por dónde iba? Me he despistado…
—Intentabas convencerme de la posible coyunda entre la relación-superstición e intelectualidad en cuanto a la lotería.
—Eso es. Cuando esta mañana estaba enfrascado en el paseo matutino con mi señora esposa, al pasar por la puerta abierta de par en par de un vecino próximo a casa, hemos percibido un olor a incienso similar al de las grandes solemnidades litúrgicas. La curiosidad nos ha invadido, debo admitir, y al momento hemos oído un sonido muy similar al zumbido de los cuencos curativos del Tíbet intercalado con golpes secos de campana, ésta más bien de las fabricadas en Campania (Italia), o sea para que te aclares de las nuestras de toda la vida, vamos.
—¿Y qué estaba celebrando tu vecino? —investigo con la voz y la mirada a mi amigo con interés creciente, no sé si de curiosidad o bacinería.
—Si aguantas unas explicaciones comprenderás. Puedes adivinar que la vista y el oído nos han hecho detener el paseo y echar un vistazo al interior. Momento en que Afranio, ese es el nombre del susodicho vecino, salía a la calle y nos ha visto. No hemos necesitado preguntar, ha sido él, motu proprio, quien nos ha invitado a acceder al interior.
—¿Qué había? ¿Qué habéis visto? ¿Qué os ha dicho? —interrogo a Ciri mientras me recome la curiosidad.
—Eres un rato bacín, ¿eh? Como decimos en este pueblo. Calma y te enterarás. Nos ha introducido en una habitación donde tenía un icono de san Apapucio Trashumante. Famoso este santo por sus adivinaciones para tiempos futuros, fundamentadas en las cabañuelas de las que fue doctor; de tal materia impartió clases en la cátedra, creada específicamente para él, en la misma capital del saber, Salamanca; donde se hizo famoso con sus tesis adivinatorias. Abarcaba no solo el clima, sino también los acontecimientos de resultaos de batallas, reyes que ocuparían tronos, sexo de los fetos en las embarazadas fueran mujeres o cualquier otro ser viviente. Se cuenta que existió entre los siglos XII y XIII.
El compañero habla sin parar; quisiera preguntarle algún detalle de interés, pero no me deja. Parece un fraile locuaz subido al púlpito, incluso engola la voz a veces.
—Asegura el vecino que después de la feria tuvo un sueño en el que se le apareció este santo, afirma que antes no tenía el más mínimo conocimiento sobre él. Lo toma como un aviso divino. Hubo de investigar en archivos de Toledo, León y Segovia hasta lograr tener una biografía fiable y detallada de tal personaje.
—No irás a contarme que tu conocido va erigir una cofradía con todos los componentes y permisos episcopales que lleva tal cometido, —comento para poner en duda la perorata y el convencimiento de Ciri.
—No, por supuesto que no. Como se trata de un comunicado divino sin necesidad de ángeles, ha pensado que san Apapucio sería el más propicio para adivinar los números de los premios gordos de la lotería del domingo. Lleva, me comentó en secreto, gastados en décimos unos diez mil euros. Cada día celebra dos funciones, matutina y vespertina, proclamando los loores del santo Trashumante, como te he comentado, con toda clase de sonidos, inciensos, plegarias, ruegos, exhortaciones y ritos paralitúrgicos que considera más propicios, agradables y dignos del santo adivino. Al terminar la función, acude a la administración más cercana y demanda el décimo que ha visto mostrar al santo agorero. Como algunos de los billetes están agotados en la ciudad, los tiene encargados, previo pago pertinente.
—Ciri, en serio, como amigos que somos y compartimos secretos y saberes ¿de verdad tú crees que san Apapucio Trashumante adivinará a tu vecino los números de la lotería de Navidad? —interrogo a mi amigo con más dudas que vergüenza.
—No, que va, yo no creo en el montaje de mi vecino, pero y si… sí (como dice José Mota) y se hace millonario. No las tengo todas conmigo… No estoy negado del todo…
Hoy prefiero invitar a Ciri a los cafés y unos mantecados navideños que quitan las penas y degustamos en la misma mesa. Lo que no sé es el tiempo que voy a aguantar serio, sin reírme contemplando el semblante de mi amigo que minuto que pasa puede explotar en una carcajada de las más sonadas.
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