A
los bolígrafos rojos también se les cuestionó, aunque, en honor a la verdad,
fue su uso lo que se puso en jaque. No. Tampoco es correcto. Aclaro. Se critica
lo que motiva su empleo, que no es otra cosa que la acción de corregir, la cual
debiera evolucionar hacia aquella que conduce al éxito y que no es otra que la
de guiar o acompañar.
Usemos,
pues, un verde pastel o un rosa aclarado, simulando un acaramelado susurro que
motive a nuestros estudiantes, empoderándolos de tal forma que logren sus
objetivos y estos, relamiéndose de gozo, se giren para darnos las gracias por
haberlos orientado hacia el conocimiento. De esta forma, el buen docente, bajo
un azul cielo, señala los caminos trazados a base de líneas anaranjadas que
recuerdan al calor del hogar, el mismo que arropa largas charlas en familia en
torno a una cafetera humeante, mientras diluvia tras la ventana.
Innecesario
es sentir trauma alguno o desesperanza, angustia, miedo, nerviosismo o
incertidumbre, pues la felicidad se halla reñida con todos estos sentimientos, más
propios de un pasado tenebroso. Procuremos que perciban la seguridad de que
nada les ocurrirá, de que los errores serán subsanados antes de que puedan
cometerse, de que la vida es un camino de rosas con las espinas, finalmente
amputadas, tras constatarse que estas impiden abrazar, con confianza y ternura,
a la belleza misma.
El
bolígrafo rojo delata a quien lo utiliza. Detrás de su empleo encontramos a
sujetos convencidos de que se aprende desde el fracaso, el error y el tesón
necesario para levantarse una y otra vez, reflexionando sobre qué hacemos, por
qué lo hacemos y para qué lo hacemos. El verde pastel y el rosa aclarado apenas
dan para llenar estuches acolchados en los que transportar los miedos que se
traen de casa, los mismos que se han convertido en el dedo acusador de quienes
osamos usar el bolígrafo rojo para corregir lo que está mal.
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Martes, 11 de Marzo del 2025