La primera cervatilla sobre la que
dirigir los dardos que le vino a la mano, haciendo sonar la campanilla de la
entrada recién abierta la apoteca, fue doña Fe del Rosario, hermana del
coadjutor de la parroquia de San Acundino, que padecía desde su adolescencia
unas urticarias crónicas que se le agudizaban en primavera y en otoño y que se
trataba con una pomada marrón, cuya fórmula magistral provenía de un
dermatólogo ya fallecido y que había de confeccionarle de vez en cuando.
Era doña Fe menuda, vivaracha, de
ojos claros, azules casi blancos, el pelo desconocido, siempre cubierto por un
pañuelo gris, nariz en busca de una barbilla puntiaguda en la que crecían unos
pelillos entrecanos. Voz suave, bisbiseante, como en permanente rezo y “hábito
de santa precisa”, es decir, único vestido para todo tiempo, circunstancia y
festividad.
—La verdad es que no debiera
embadurnarme el cuerpo con esta mágica pomada que hace tanto tiempo me recetó
don Derio, que en gloria esté, pues la dermatitis bien me hace los efectos de
cilicio natural redentor de mis muchos pecados, pero mi hermano insiste en que
me trate con ella porque su feligresía no vaya a pensar que lo que padezco es
contagioso y se distancie.
—Hace bien en tratarse pues además de
evitar complicaciones más graves, lo más que ha de tener usted, si acaso, es
algún pecadillo venial que purgar, a menos que quiera pasar a mejor vida con un
buen saldo positivo que le asegure un puesto de privilegio en el cielo. No como
algunas que pasan por aquí a por ciertos productos, ungüentos y píldoras de las
que habrán de rendir cuenta en el más allá. Si yo le contara de alguna…, pero
no debo ni puedo por el secreto profesional que, como a su hermano el de confesión,
me impone el código deontológico. Y eso que no sé si será a causa de las
prédicas de su santo hermano, pero han dejado sorprendentemente de proveerse de
ellos últimamente.
—Que más quisiéramos que las
homilías, consejos y admoniciones de mi hermano y del párroco, don Abundio,
santo varón donde los haya, fueran las causas de la regeneración cristiana de
esas descarriadas, pero según comentaba hace unos días doña Perfecta, ya sabe,
la esposa de don Cleto, el secretario del Juzgado, han convocado un… casting,
creo que lo llaman, en la capital, para rodar una película de muy dudosa
moralidad y allá que se han desplazado varias, habiendo sido seleccionadas las
más desvergonzadas de ellas. ¡Dios las proteja y las perdone por su impudor y
concupiscencia! ¡Por allá se queden y aquí no vuelvan!
No participaba, evidentemente,
Eufrasio del último deseo de doña Fe, pero la información por ella aportada
satisfizo un tanto su curiosidad y dio respuesta a su desconcierto, aunque
tendría que constatar la verdad de la misma y la duración de la fílmica ausencia.
De ser cierta no era motivo de mayor preocupación, pues las aguas volverían a
su cauce, salvo que alguna decidiera, atendiendo al desiderátum de doña Fe,
asentar sus reales en la capital, satisfaciendo sus apetitos con algún galán de
tercera fila del celuloide patrio, pues no creía que ni las dotes físicas, en algunas
no desdeñables, es cierto, ni las artísticas, fueran de tal pujanza y
virtuosismo como para dar el salto a las carteleras ni con tercer calibre
tipográfico.
Doña Rosa, la dueña y titular de la
farmacia, soltera cincuentona sin hijos ni parientes próximos, vista la
seriedad profesional de su mancebo había delegado en él prácticamente la gestión de la misma y quitando aquellos
trámites y actividades que requerían de su presencia o firma, escasamente le
dedicaba más tiempo que el imprescindible, ocupando el suyo en lecturas de
novela negra, editada en diversos idiomas, de la que poseía una curiosa
colección; en la asistencia a congresos profesionales y viajes por los
distintos países organizados por el colegio farmacéutico provincial o nacional
o por los laboratorios. Leía, hablaba y
escribía con fluidez alemán, inglés y francés y traducía latín y griego, siendo
depositaria de una envidiada colección de plantas medicinales que comenzó a
acopiar en sus años de alumna de Botánica en la facultad. Vivía en el piso
inmediato superior al local de la farmacia comunicado con ésta mediante una
escalera interior y en la parte trasera, con salida y entrada a la calle paralela
a la principal, también de su propiedad, una vivienda que habitaba Eufrasio
como parte de su estipendio.
Días llevaba doña Rosa extrañada del
cambio de conducta observado en su mancebo: por las noches se recogía en sus
dependencias temprano a ver televisión o a leer; había cometido algunos
errores, desacostumbrados en él, en cuanto a los pedidos a laboratorios; cuando
no había clientes, en vez de salir a la puerta a observar a los transeúntes o
dedicarse a recolocar el contenido de
las estanterías, se sentaba en la rebotica a rumiar sus pensamientos y, en
cuanto al trato con la parroquia, era, sin faltarla al respeto y consideración,
escueto y cortante, salvo con las señoras mayores con las que, ahora, solía
pegar la hebra ¡sobre moralidad y buenas costumbres! Algo le sucedía; algo
había cambiado en su vida que le tenía preocupado y no parecía ser cuestión de
salud, ya que Eufrasio gozaba de una fortaleza a prueba de virus. ¿Se habría
enamorado? Desde luego no le faltaban candidatas en el pueblo, aunque hasta la
fecha no parecía decidido por ninguna. En fin, sería cuestión de estar alerta,
no fuera el demonio que estuviera sopesando cambiar de aires y, en ese caso, el
problema era grave, ya que el grado de tranquilidad y despreocupación de que
gozaba con “Frasio”, no le iba a ser fácil disfrutarlo con ningún otro u otra.
Sólo le faltaba, a estas alturas, tener que volver a ocuparse de la rutina de
la farmacia, de la atención al público, de las guardias y de las relaciones con
los laboratorios y con la Administración. Así que una tarde tranquila, cuando Frasio
se encontraba meditabundeando en la rebotica, le abordó con la disculpa
de una factura que acababa de recibir.
—No sé dónde vamos a llegar, cada
vez, suben más los precios, pero, en fin, la verdad es que no podemos quejarnos
de la marcha de la farmacia. Y ello gracias a tu dedicación y eficacia, aunque
últimamente hayas tenido algún despistillo sin gran trascendencia.
—¿Te preocupa algo? Te noto como
abstraído y algo cambiado.
—No, nada. Será el cambio de tiempo.
—¿Acaso estás descontento con las
condiciones del trabajo, ya que ha pasado el tiempo y son las mismas?
—En absoluto, doña Rosa. Le estoy
enormemente agradecido por el acogimiento que me hizo y por el trato y la
confianza que en mí deposita. Tal vez …
—¿Qué? Verás, yo había pensado que
tal vez te encuentras muy solo y que, sin meterme donde no me llaman, te
convenía buscar una buena chica y formar una familia. La casa la tienes y es
suficientemente espaciosa. Yo había pensado en mejorarte las condiciones
económicas e incentivarte con pequeño tanto por ciento de los beneficios de la
farmacia, con lo cual podías mantener holgadamente una pareja y lo que pudiera
venir.
—Se lo agradezco enormemente, doña
Rosa. Tal vez tenga razón, pero la verdad es que, hasta ahora, no he encontrado
a ninguna mujer que me haya cuadrado.
—Es que cuadrarte a ti ya ni en el
ejército, rieron. Bueno, la semana que viene, cuando cuadremos el mes, que
parece que va bastante bien, concretamos el porcentaje.
—Pues muchas gracias, nunca viene
mal, aunque sin ello creo que me he dedicado en cuerpo y alma al negocio y si
algún error he cometido, lo hemos solucionado sin repercusión.
Han vuelto dos de las cuatro fílmicas
figurantas, un tanto desfiguradas o al menos, presentando distintas apariencias
a las consabidas, y cambiado su talante o disposición, teñidos un tanto de
engreimiento y presunción. No tardaron en pasar por la farmacia, bien que a por
ciertas cremas y compuestos vitamínicos, en momentos de mayor concurrencia
clientelar y sin la más mínima insinuación de otros servicios del mancebo.
De las otras dos se ignoraba su
paradero final o transitorio, aunque el silencio respecto de ellas por parte de
las retornadas, mueve a pensar que han encontrado motivos o alicientes
suficientes en su incipiente carrera para seguir alejándose de su ciudad de
origen y, en consecuencia, se presentan como presuntas bajas definitivas en la
agenda de Frasio.
Oscuro panorama se le presentaba al
mozo respecto de sus actividades pasadas en el estrecho ámbito de La Llana.
¿Tendría acaso que ampliarlo? ¿Debería, tal vez, sopesar las recomendaciones de
doña Rosa de sentar la cabeza y conformar una familia? ¿Pero con quién? ¿Había
concluido su lúbrico reinado?
Dejamos en el aire todas estas
preguntas para que sean contestadas por las fecundas y dispares imaginaciones
de los lectores y continúen o den fin a este cuento a su gusto y capricho.
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Jueves, 20 de Febrero del 2025
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