Opinión

“Frasio” el lascivo mancebo de La Llana (V)

Juan José Sánchez Ondal | Viernes, 21 de Febrero del 2025
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Seguramente que los lectores entendieron que donde, cuándo y cómo dejé a Frasio al arbitrio de su magín, era el lugar, el momento y la circunstancia de poner fin al cuento, dado el callejón sin salida en que le, o me, había metido. Si alguno se aventuró a buscar respuesta a los interrogantes con los que dejé hesitando al auxiliar de doña Rosa Mortero, seguro que acertó con las soluciones que, sucesivamente, el mancebo fue planteándose y rechazando, con más o menos convencimiento, en los días siguientes.

¿Ampliar el campo de sus actividades voluptuosas? ¿Cuándo? ¿Con que carácter? ¿Los fines de semana? ¿Ocasional o definitivamente?  No había que ser el más sesudo de los elucubradores para advertir que, seca una fuente y el verano por delante, no era de esperar de inmediato, el fresco remedio de la sed. Desaparecida la mitad de sus huestes fornicarias y en aparente recesión el resto, ¿acaso no se imponía la trashumancia concupiscente?

Volvían a brotar con fuerza los interrogantes: ¿Hacia la capital, donde desconocía el voluptuoso ambiente y en el que carecía de enlaces introductorios? ¿Hacía la Corte?

Algún viaje, por exigencias de cuestiones de la farmacia, había realizado a la capital provinciana, pero siempre de ir y volver en el día, sin preocuparse de testar el ambiente relativo al devaneo capitalino, ya que tenía de sobra donde saciar en casa el apetito. Y Madrid quedaba lejos y le era aún más desconocido e incierto.

Con el valor demostrado y los áureos galones logrados en el combate amatorio llanero, ¿Comenzar como un recluta pueblerino?

—Uno tiene su orgullo, se contestaba.

Por otra parte, ¿dar suelta o desahogo al ímpetu concupiscente era motivo crucial, determinante y justificativo, con suficiente enjundia, fuerza y compulsión como para plantearse abandonar un puesto de trabajo seguro y en vías de mejora, por otro incierto y sin el aval de que la nueva residencia, tal vez con más oferta, pero, sin duda, con mayor competencia, fuera a dar solución al empuje de la lujuria? ¿Tan impetuoso y tenaz era éste? ¿No lo había soportado, bien que malgré lui, que decía doña Rosa, durante el mes que llevaba de impuesta abstinencia, y durante años con anterioridad? ¿La razón de su vida estaba en el fornicio?

¿Debía planteaba en aquel momento, dejar la farmacia de doña Rosa, cuando estaba pendiente por propia iniciativa de ella, mejorarle las condiciones económicas?

¿Formar una familia como le sugería su jefa? Desde que llegó a La Llana no dejó de ser una opción que pronto había pasado a la retaguardia desde el momento en el que con tanta facilidad y concurrencia fueran solicitados sus episódicos desahogos, y tampoco, entre el censo de posibles candidatas, había hallado a ninguna, no digamos, digna, sino adornada de cualidades o carente de taras, con suficiente tirón, que le indujera a renunciar a su fácil y aceptado puesto de gallo, en el corral llanero.

Por supuesto, a ninguna de las compañeras de goces había considerado apropiada para una convivencia más allá de lo que duraban los salaces escarceos.

Repasando la no muy nutrida nómina de posibles consortes, como escribiera Lope del juicio, las había ido perdiendo o eliminando, a unas por carta de más y a otras por carta de menos. Y no eran muchas las esperanzas de femenina inmigración.

¿Había concluido, acaso, su lúbrico reinado? Todo tiene su fin, pensaba. Normalmente por el progresivo decaimiento, por el desgaste, por la obsolescencia, por la pérdida de facultades, por agotamiento… Pero también bruscamente, repentinamente, acaban las devociones, las aficiones, las relaciones, los mandatos, los reinados y hasta las vidas. A veces traumáticamente, bien, como algo anunciado y previsible, bien, sin un motivo claro conocido, al menos, por el destronado, como era el caso del voluptuoso principado de Frasio. 

—Tal vez hay que asumir, se decía el decaído, que lo gozado ha sido un don del destino que, como tal, es veleidoso, gracioso y pasajero; que la suerte es caprichosa y va y viene por rachas y a su antojo. Claro que, como decía mi abuelo, se sube bien del nada al poco y del poco al mucho, pero el descenso en el tener, es la cuesta abajo que peor se sube.

Y Frasio se veía en el plano inclinado, en caída libre, desde que sus adeptas dejaron su adicción.

Dice el saber popular, recordaba Frasio, que “si dejas a la lujuria un mes, ella te deja a ti tres”. ¿Sería cierto, tanto si el abandono era voluntario como impuesto? El otro día doña Rosa, hablando aquí con el párroco, mentaba una ley del uso y del no uso, según la cual el uso continuado de un órgano o el frecuente ejercicio de una función los vigoriza, en tanto que el desuso prolongado, provoca su disminución o atrofia.

—Tal vez durante este tiempo haya dado demasiada importancia a la actividad sexual y haya estado a punto de convertirme en un obxeso y la cosa no sea para tanto, se decía Frasio, tratando de conformarse. Tal vez este desasosiego sea fruto, más que de la impuesta castidad, de un amor propio herido por el súbito abandono colectivo y simultáneo de las anteriores acólitas. 

 En estas rumias y tribulaciones estaba, maganto, el mozo en la rebotica, cuando repicó el timbre del teléfono.

—Farmacia Plaza, dígame.

—Buenas tardes. Soy el doctor Rubio Aureolas, ginecólogo, y quería hablar con el auxiliar Eufrasio Mozo, al que tuve el gusto de conocer hace unos días, para pedirle un específico nuevo.

— ¡Arrea!

Soy yo, doctor. Buenas tardes. Usted me dirá. Si lo tenemos, encantado de servirle y si no, lo pedimos al laboratorio.

—Me habías parecido por la voz, pero no estaba seguro, Frasio. Quedamos en tutearnos, ¿verdad?

—Encantado y honrado, doctor, dígame.

—Verás. Se trata de un específico recién salido del laboratorio ARBEL. Lo han lanzado hace muy poco, así es que tal vez tendrás que pedirlo. En cualquier caso, no es urgente. Se llama HARLUNEG. Te lo deletreo: H, de hermoso; A, de alto, R, de rosa, L, de lindo…

 Al llegar aquí, Frasio tuvo que tapar el auricular porque no oyera el galeno los bufidos con que intentaba sofocar la carcajada.

— ¿No te dije?

—…U de ufano, continuó el gine; N, de nardo, E, de enagua y G, de gozoso, HAR LU NEG. ¿Lo tomaste? Ja,ja, ja. Quiero decir, ¿lo apuntaste?

 Son cápsulas de 20 y de 30 miligramos, en cajas de 20 y de 40 en ambos miligramajes. Pídeme una de 30 miligramos, envase pequeño, de 20.

—Sí, doctor. Anoté. HARLUNEG, caja de 20 cápsulas, de 30 miligramos. Efectivamente, no lo tenemos, pero ahora mismo curso el pedido a ARBEL.

—Cuando lo recibas me puedes avisar, en las mañanas. a la extensión 30 del ambulatorio. Pasaré a recogerlo personalmente y así tendré el gusto de devolverte la atenta visita de saludo con que me obsequiaste. Ciao.

¡H, de hermoso… y G, de gozoso! En mi vida había oído un deletreo semejante. ¡Jo…! Es para contarlo. ¿Y para que serán las capsulas esas? ¡Y pensar que le consideré mi rival, motivo de las deserciones de mis veleidosas co—copulantes

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