Menuda noche de perros hemos tenido. Pareciera que el aire
llevara prisa por entregar malas noticias y que, de vuelta, el frío amenazara
con quedarse a esperarnos para metérsenos hasta el tuétano y no abandonarnos en
todo el día. Las persianas, tentadas de escaparse, dejando al desnudo el
cristal de la ventana, nos han mantenido despiertos a los niños, asustados e
inquietos, sin terminar de creer que es sólo viento. Menuda noche para
levantarse a las cuatro de la madrugada a calentar un vaso de leche y tragarse
un ibuprofeno con el que desinflar el insomnio que deja la amargura del amor
sin condiciones. Clavada la mirada en el reloj del microondas, a medio vestir
por la renuncia a llevar pijama, se vienen a la mente aquellas noches de
otitis, con padre levantado para retarme al ajedrez y pausar, así, el dolor al
preparar el jaque al rey. Al hombre no le aquejaba nada, aunque a las siete
tuviera que marcharse a trabajar. Y al niño, hoy hombre, le aflige darse cuenta
tarde que las noches de perros también tienen su porqué. Pero nunca lo es, pues
saber lleva su tiempo y poco o nada puede verse hasta que uno no está donde
tiene que estar.
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Domingo, 21 de Diciembre del 2025
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